Jugada peligrosa (26 page)

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Authors: Ava McCarthy

BOOK: Jugada peligrosa
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Harry le explicó su encuentro con Ruth Woods. Habían sucedido tantas cosas que resultaba difícil creer que la cita con la periodista hubiera tenido lugar el día anterior en el Palace Bai. Obvió sus hazañas de
hacker
en el correo electrónico de Felix; no estaba segura de si Dillon lo consideraría ético.

—¿Y quién es el cabecilla de todo esto? ¿Tu padre?

Harry negó con la cabeza.

—Parece ser que El Profeta es el que mueve todos los hilos, el trato lo hice con él. —Entonces, señaló las montañas—. Su matón es el que me ha sacado de la carretera ahí arriba.

—¿Qué? —Dillon se apartó a un lado de la calzada para dejar pasar a un camión que circulaba en dirección contraria—. Podría haberte matado, lo cual carece de sentido si quieren que devuelvas el dinero.

—No ha intentado matarme, aunque casi lo consigue. Trataba de atemorizarme y asegurarse de que voy a cumplir mi palabra. —Al recordar su voz grave y ronca se le encogió el estómago—. Es el mismo tipo que me empujó delante del tren. Quizá también estaba en el laberinto, no lo sé.

—Dios santo.

—Leon también tiene a alguien que me sigue. —Le habló de Quinney—. No sé si trabajan juntos o si cada uno actúa por su cuenta pero, en cualquier caso, estoy aterrorizada.

—¿Y no tienes idea de quién puede ser ese Profeta?

Harry negó con la cabeza. Pensó en Jude pero, al fin y al cabo, sus sospechas sólo se basaban en que había trabajado para JX Warner. Bueno, en eso y en que su forma de sobornar a Felix le pareció bastante hábil para un estirado banquero de inversión.

—¿Y qué hay de Ralphy? —preguntó Dillon—. Quizá sea él. Después de todo, si Leon Ritch lo protege, debe de ser alguien importante.

—No lo había pensado. —Harry frunció el ceño—. Veré qué más puedo averiguar sobre él.

Dillon la miró fijamente a los ojos.

—Harry, no te puedes ocupar de esto tú sola. Tienes que acudir a la policía.

Ella le giró la cara y se puso a toquetear la correa del bolso. Dillon alzó las manos y, por un momento, el coche avanzó solo por la carretera.

—Vamos, Harry, pedir ayuda no te convierte en débil.

—No es eso.

—No me digas que aún te preocupa la reducción de condena de tu padre. Estamos hablando de tu vida.

Harry se enrolló la correa en el dedo índice. Puede que Dillon tuviera razón.

—Prométeme que por lo menos pensarás en ello —le pidió—. Y que no me tendrás al margen de todo esto.

Harry asintió con la cabeza e hizo un gesto de contrariedad. Aceptar aquello le dolía pero, por si fuera poco, había recordado algo más.

—De hecho, puede que estés más implicado de lo que crees.

Le contó los planes de Quinney para sacar a relucir los trapos sucios de Dillon y utilizarlo para chantajearla. Dillon frunció el ceño y apartó la mirada.

—No te preocupes por mí —respondió—. Sé cuidarme.

Siguió conduciendo en silencio un rato. Después, Dillon le preguntó:

—Y si tú no tienes el dinero, ¿quién lo tiene?

Harry lo miró a los ojos un instante sin responderle. Le pareció que ambos conocían la respuesta.

Llegaron a su apartamento pasadas las diez y media. Dillon se le adelantó y caminó con decisión hacia la cocina. Harry oyó cómo abría y cerraba los armarios antes de que a ella le hubiera dado tiempo de cerrar la puerta.

—¿Qué tienes para comer? —preguntó.

—Poca cosa.

Se quedó observándolo en el umbral de la puerta. Estaba de espaldas con las piernas separadas mientras examinaba los armarios. Había lanzado la chaqueta sobre la encimera. Con aquella camiseta blanca se le veía bronceado y en forma, como un ex tenista profesional.

—Debes de comer mucho —dijo Dillon al cerrar el último armario vacío.

—Tengo un folleto de comida para llevar por aquí.

Como la cocina era larga y estrecha, Harry le rozó el pecho con el brazo al dirigirse hacia los cajones de los cubiertos. Se estremeció como si se hubiera quemado, se apartó e intentó concentrarse en el cajón.

—Lo llamo el cajón de los domingos por la noche. —Agachó la cabeza mientras hurgaba en su interior, con cuidado de no cortarse—. Contiene todo lo que necesito para pasar en casa un rato agradable. Menús para llevar, sacacorchos, el carné de la biblioteca y una bolsa gigante de pastelitos de nata recubiertos de chocolate.

Harry cerró los ojos y se obligó a callarse. No debía ofrecerle una imagen tan penosa de su vida social. Oyó cómo se movía por detrás y se le erizó el vello de la nuca al sentir su presencia. Rebuscó en el cajón hasta encontrar los menús. Como ya no disponía de ninguna excusa para darle la espalda, respiró hondo y dio media vuelta.

Dillon estaba aún más cerca de lo que creía. Harry se había llevado al pecho el folleto de los menús, pero él alargó la mano, se lo quitó y lo colocó sobre la encimera. Se acercó un poco más a ella con una mirada especulativa y posó las manos en los hombros de Harry, que notó cómo se le ponía la carne de gallina en los brazos.

—Eras una cría muy divertida —dijo Dillon—. Fiera y a la defensiva, como un cachorro de tigre.

Harry se ruborizó y fingió indiferencia. No era momento para transformarse de nuevo en aquella chiquilla graciosa.

—No me recuerdo como un tigre. Sólo me acuerdo de mis anticuados zapatos de la escuela.

Harry tuvo que refrenar el imperioso deseo de bajar la vista para comprobar si aún los llevaba puestos.

Él sonrió.

—Te enfadaste conmigo.

Harry arqueó las cejas.

—En realidad, te tenía miedo.

Dillon le cogió la mandíbula y le rozó el lóbulo de la oreja con la punta de los dedos. Un ligero escalofrío le recorrió los hombros y la espalda.

—Creía que nada te asustaba.

—Te sorprenderías. Los asesinos a sueldo y las arañas ocupan los primeros puestos de mi lista ahora.

Cerró la boca antes de arrancarse a hablar otra vez. Dillon le acarició la mejilla con el pulgar y Harry sintió el dulce dolor de aquellas nuevas magulladuras en el rostro. De repente, pensó en el aspecto que debía de ofrecer después del violento episodio en las montañas. Bajó la mirada.

—¿Ahora te asusto? —preguntó Dillon.

Negó con la cabeza pero justo después asintió, y acabó sonrojándose ante su propia confusión. Él le alzó la barbilla para obligarla a mirarlo de nuevo. Entonces, le llevó la palma de la mano a la nuca y la empujó suavemente hacia él. Harry notó lo sensible que tenía el cuero cabelludo y se acordó de que el tipo de las montañas casi le había arrancado el pelo.

Lo observó arrebatada mientras su rostro se aproximaba. Sólo podía pensar en que aquél era el chico que la cautivó a los trece años, aquél era el hombre en el que se había convertido, aquél era Dillon. Sus labios suaves y cálidos encontraron los de Harry. Se los separó con la lengua y una deliciosa sensación invadió su cuerpo. No estaba segura, pero le pareció que se le había escapado un gemido.

Dillon se apartó y buscó el rostro de Harry con la mirada. Sus ojos reflejaban inquietud y se mostraba dubitativo. A ella se le ocurrió preguntarle:

—Y yo, ¿te asusto a ti?

Tragó saliva y la contempló un momento. Asintió con la cabeza.

—Un poco.

Harry no pudo evitar sonreír abiertamente. Él hizo lo mismo. Le puso la mano en la cintura, la atrajo hacia sí y volvió a besarla. Aquello iba en serio. El calor inundó el cuerpo de Harry, que sentía los latidos del corazón de Dillon contra ella. Le lamió el labio inferior para provocarla. Esta vez sí gimió.

Él se apartó y Harry abrió los ojos. Le ardía la cara y los párpados le pesaban.

Dillon esbozó una amplia sonrisa misteriosa y la llevó de la mano al dormitorio. La abrazó con ternura, sin olvidar que le dolía el cuello y le escocían los cortes de las manos. Durante la hora siguiente, Harry se impregnó de su olor y contempló cautivada cómo entraba y salía de su cuerpo, embelesada con su ritmo, atraída hacia él, hasta que el ritmo de Dillon fue su ritmo; no podía dejar de repetir para sus adentros: «Éste es Dillon, éste es Dillon», como si aquellas palabras fueran un conjuro, hasta que por fin todo su cuerpo se estremeció y aquella frase se desvaneció en su mente.

Más tarde, al verlo dormir con los dedos de una mano entrelazados con los suyos, recordó lo que había dicho El Profeta.

«Sé lista. Si no, tú y todos aquellos que te importan estarán en peligro.»

Observó cómo el pecho de Dillon subía y bajaba, y escuchó el suave sonido de su respiración. Con la imaginación, recorrió sus oscuras cejas con el dedo, acarició el ligero arco del caballete de la nariz, los labios, la barbilla y finalmente el pecho.

Dio media vuelta y se quedó mirando al techo.

Imogen tenía razón. Mañana iría a visitar a su padre.

Capítulo 34

Harry nunca había entrado en una cárcel, pero le pareció más luminosa y cálida de lo que esperaba. Sentada en una silla de plástico naranja, cruzaba y descruzaba las piernas.

Echó un vistazo a los asientos situados contra las paredes de la sala de espera. Sólo había una mujer de unos sesenta años con un abrigo de invierno verde botella.

Harry sintió un latigazo en la nuca y se la masajeó con los dedos. Los cortes de las manos ya se le estaban curando, y el maquillaje le cubría casi todos los cardenales.

Miró su reloj. Aún podía volverse atrás. Observó al funcionario que se encontraba al otro lado de la ventanilla de cristal, cerca de la puerta. Estaba hablando por teléfono. Era un hombre de mediana edad con el rostro arrugado que llevaba un bolígrafo colocado detrás de la oreja. Bajó la cara para mirarla por encima de las gafas y le esbozó una sonrisa alentadora. Harry respondió asintiendo discretamente con la cabeza y apartó los ojos de él.

Hacía seis años que no veía a su padre. De algún modo, había conseguido obviar aquella situación y continuar con su vida, pero había llegado el momento de desenterrarla y revisarla.

Se puso a jugar con la correa del bolso. Seis años eran mucho tiempo. Visitarlo de vez en cuando seguro que no le hubiera hecho ningún mal. Empezó a toquetearse un padrastro del dedo pulgar. Intentó buscar el motivo que la había mantenido alejada de allí y pensó en el doble juego y las promesas incumplidas de su padre.

Podía escoger entre una gran variedad de recuerdos desde su infancia. Por ejemplo, cuando tenía seis años y su madre estaba ingresada en el hospital. Su padre debía ir a recogerla al colegio, pero no apareció por allí. Harry se quedó esperando sobre el muro de la escuela, golpeándolo con los talones, hasta que se hizo casi de noche. Aún se acordaba del desconcertante dolor que sintió al verse abandonada y del miedo que le daban los extraños que la miraban y pasaban de largo. Cuando finalmente llegó su padre, la cogió en brazos y admitió que se había olvidado de ella.

Harry suspiró. El problema era que su padre nunca creía que actuaba mal. Defraudaba a las personas y después le sorprendía que reaccionaran mal. Su madre ya hacía mucho tiempo que se había apartado de él, incapaz de soportarlo. Harry entendía sus razones. Duele descubrir que tu héroe no es más que un impostor.

—Señoras, ya pueden pasar.

Harry se sobresaltó. El funcionario les hizo una seña para que se acercaran y sacó unos papeles por la ventanilla. Ella se tomó su tiempo para levantarse y dejó que la otra mujer se le adelantara.

Observó que la señora entraba con un paquete envuelto en papel de regalo. Maldita sea, quizá tendría que haberle llevado algo a su padre, bombones o fruta. Irguió los hombros y se dirigió a la ventanilla. No era momento para regalos. Su padre estaba en la cárcel por un delito de tráfico de información privilegiada, no por una apendicitis.

El funcionario le pasó una hoja de papel por debajo del cristal.

—Aquí tiene su pase —dijo—. Entréguelo en la puerta de la cárcel principal. Le guardaré el bolso, puede recogerlo a la salida. —La miró de nuevo por encima de las gafas—. Siga a Gracie, conoce el camino.

Harry le dio las gracias, le dejó el bolso, se metió el tique en el bolsillo y siguió a aquella mujer hacia el exterior.

Sintió el aire frío y húmedo. El cielo matutino era de un gris plomizo y parecía dispuesto a descargar un buen aguacero. La prisión de Arbour Hill se encontraba cerca de los muelles de la ciudad, pero el habitual ruido del tráfico se oía a lo lejos, como si allí se encontraran aislados del mundo. Harry se volvió hacia la puerta de la cárcel principal y dio un paso atrás sin querer. El sombrío muro que delimitaba la prisión se levantaba unos cinco o seis metros ante ella. El gris hormigón parecía extenderse por todas partes y Harry se sintió empequeñecer a su lado. En medio del muro se situaba la entrada principal, una elevada estructura de aspecto gótico con un porche almenado. Harry vio a Gracie aproximarse a la puerta pero se sintió incapaz de moverse. En los relatos de terror los vampiros vivían en lugares así.

—No se preocupe —dijo Gracie sin mirar atrás—. Pone los pelos de punta, pero ya se acostumbrará.

Harry tembló y la siguió hasta la verja de acero, en la que un funcionario les pidió los pases y les indicó que cruzaran una pesada puerta de hierro. Allí, otro funcionario las condujo por un estrecho pasillo que le recordó a su escuela primaria: paredes verdes, suelo duro y ambiente poco caldeado. Les explicó las normas básicas de las visitas mientras caminaban: treinta minutos de duración, una visita por semana, no fumar, no tocar a nadie y nada de contrabando. Abrió una puerta con un cartel que rezaba «SALA DE VISITAS» y se hizo a un lado para dejarlas pasar.

Harry siguió a Gracie por la habitación y notó muy a su pesar que el corazón le latía con fuerza. Enfrente había una larga mesa de madera con sillas colocadas a ambos lados. La mesa era muy ancha, cerca de dos metros, lo suficiente para evitar todo contacto físico.

Dos celadores les vigilaban desde unos elevados asientos dispuestos a ambos extremos de la sala. En la mesa sólo había un hombre de edad avanzada que levantó la mirada cuando Gracie se sentó enfrente de él. Harry titubeó, pero finalmente escogió un asiento en el centro de la mesa y entrelazó las manos. Le hubiera gustado tener su bolso para poder toquetear algo. Fijó la vista en una puerta situada justo enfrente mientras esperaba a su padre.

A su lado, Gracie hablaba en voz baja con el anciano. Harry le echó una mirada. De su rostro rollizo colgaba una mullida papada que él mismo se estiraba mientras escuchaba a la mujer.

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