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Authors: Ava McCarthy

Jugada peligrosa (11 page)

BOOK: Jugada peligrosa
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¿Cómo demonios había acabado su dirección escrita en una carta dirigida a Harry Martínez?

Leon se rascó el pecho por encima de la camiseta. Necesitaba una ducha, pero sólo de pensar en el asqueroso baño situado al otro lado del pasillo se le retorcían las tripas. Únicamente se había levantado para telefonear a su mujer; había decidido volver a la cama después, pero entonces llegó el correo.

Leon cerró los ojos. Desde que se había despertado, el descalabro de la partida de póquer de la noche anterior le pesaba como una tonelada de arena mojada. Había abandonado el pub O’Dowd’s con más de ochenta mil euros menos en su cartera. Si a aquello se le sumaba el resto de sus deudas en el póquer, la cantidad ascendía a cerca de un cuarto de millón. Por si fuera poco, sabía que regresaría aquella noche al pub.

Miró el sobre entrecerrando los ojos. Alargó la mano para agarrar las descoloridas cortinas y abrirlas unos centímetros; las anillas de las que pendían produjeron un sonido similar al de una cadena. Los rayos de sol penetraron en sus ojos y miró el sobre al trasluz. Sólo pudo distinguir unas líneas onduladas azules y blancas; el contenido de la carta era ilegible.

No le cabía ninguna duda: El Profeta era el responsable de todo aquello. Solía actuar de esa manera, con cartas inexplicables y mensajes de correo electrónico anónimos. Leon volvió a girar el sobre. Debía abrirlo, no tenía nada que perder.

Dejó la carta en la mesa de centro y la miró fijamente. No le gustaba que El Profeta supiera dónde vivía.

El primer contacto que Leon mantuvo con El Profeta se había producido a través del correo diez años atrás, en 1999. Recibió un grueso sobre marrón en su casa de Killiney, y Maura se lo llevó poco después a su estudio junto con una copa de champán.

—Ya es hora de que te pongas el esmoquin —le recordó mientras posaba la copa junto a su codo.

El presidente de Merrion & Bernstein, la firma de banqueros de inversión en la que trabajaba Leon, les había invitado a cenar.

—Sí, un momento.

Cogió el sobre marrón y lo rasgó. Dentro, encontró un documento que parecía oficial con una nota adjunta.

—¿Qué tal estoy?

La voz de Maura sonaba seductora y dulce mientras hacía girar las capas de su vestido plateado alrededor de sus bronceadas piernas. Leon la ignoró. Leyó la nota y frunció el ceño.

Maura no paraba de moverse.

—¿Leon?

—Ve abajo —le contestó sin mirarla—. Yo bajaré dentro de un minuto.

Ella suspiró.

—Richard quiere desearte buenas noches antes de que te vayas.

Leon negó con la cabeza.

—Dile que no tengo tiempo.

Maura se quedó quieta un momento. Después, dio media vuelta y salió de la habitación. Leon releyó la nota. Era breve y concisa.

Compra acciones de Serbio. La oferta de TelTech ha sido aceptada y se anunciará la próxima semana.

Estaba firmada por El Profeta.

Leon miró por encima el documento, pero le bastó una rápida lectura de los dos primeros párrafos para saber de qué se trataba. Era una propuesta altamente confidencial para lanzar una OPA hostil. Se le despertó una sensación de fascinación ilícita en la entrepierna y se sintió como un adolescente con su primera revista porno.

Echó un vistazo a las páginas del documento para comprobar qué tipo de información contenía. La OPA la iba a lanzar una empresa llamada TelTech Internet Solutions. Leon arqueó las cejas. Había oído hablar de ella. ¿Y quién no? Aquella empresa de software con sede en Dublín había empezado a cotizar en la NASDAQ
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dos meses atrás, y sus fundadores se enriquecieron en cuestión de horas.

El objetivo de la OPA era una empresa norteamericana llamada Serbio Software, una sólida corporación que tenía la desgracia de operar en el mismo espacio de comercio electrónico que TelTech. Leon examinó cuidadosamente las cifras en juego y emitió un débil silbido. Aquellos tipos de TelTech amasaban una auténtica fortuna. Por Dios, ¿qué tenía la palabra «internet» para desatar aquella locura? Recordaba los tiempos en que las nuevas empresas de software estaban formadas por cuatro obsesos de la informática muertos de hambre. Ahora se habían convertido en una cantera de multimillonarios. El hecho de que aún no hubieran acumulado ganancias carecía de importancia.

Leon dejó el documento encima de su escritorio como si pudiera estallarle en la cara. ¿Quién diablos era El Profeta y cómo tenía acceso a aquel documento confidencial? ¿Y por qué se lo había enviado a él?

Volvió a echarle una ojeada para comprobar qué banco de inversión se encargaba de la OPA y le pidió a Dios que no fuera el suyo. Manejar filtraciones de información de Merrion & Bernstein podía hundirlo, pero no tenía de qué preocuparse. Aquel documento lo había preparado JX Warner. Había trabajado para ellos algunos años atrás, pero no confiaron en su sentido de la ética y lo despidieron a los tres meses.

Leon consultó en su ordenador el precio de las acciones de Serbio en la NASDAQ: menos de ocho dólares por acción, lo suficientemente bajo como para hacerles vulnerables ante una OPA. Leyó la nota una vez más. Era obvio que aquel Profeta preveía un aumento del precio cuando tuviera lugar el anuncio de la OPA, si es que éste se llegaba a producir.

Repiqueteó con los dedos sobre el escritorio. Cualquiera que comprara acciones de Serbio en aquel momento, antes de que los precios subieran, haría un gran negocio más tarde. La simplicidad de aquella idea le provocaba. Cogió el documento, comprobó las cifras de nuevo y lo volvió a dejar encima del escritorio. Resultaba demasiado arriesgado. El departamento de control de gestión de Merrion & Bernstein vigilaba muy de cerca sus operaciones bursátiles particulares. El abuso de información privilegiada era un peligro de la profesión que los bancos de inversión intentaban evitar a toda costa.

Apretó los dientes y guardó bajo llave el documento. Intentó olvidarlo, pero la semana siguiente buscó cada día en la prensa financiera algún rastro de la OPA. No encontró nada. Al cabo de dos semanas, llegó a la conclusión de que sólo se trataba de una broma rebuscada y le invadió una curiosa sensación, mezcla de alivio y decepción.

Y entonces, casi tres semanas después de la recepción del sobre marrón, Leon descubrió un titular en la prensa especializada que le hizo apretar los puños: «TelTech, la niña mimada de NASDAQ, lanza una OPA hostil a Serbio».

Se encerró en su despacho y consultó el precio de las acciones de Serbio en su ordenador. Diez dólares, pero iba en aumento.

Se sirvió un whisky largo, se aflojó la corbata y se preparó para una larga espera. Durante las horas siguientes no se movió de su asiento, mirando estupefacto los precios de la cinta de cotizaciones de NASDAQ. Al cierre de la jornada bursátil en Nueva York, las 11.30 hora irlandesa, el precio de las acciones de Serbio rozaba los veinticinco dólares. Leon hizo cálculos y lanzó una mirada de ira a las cifras que tenía delante. Con 30.000 acciones, se hubiera embolsado más de medio millón de dólares.

Dos semanas más tarde, Leon recibió otro sobre marrón de El Profeta, y en esta ocasión no dudó. Abrió una nueva cuenta de operaciones sin informar a Merrion & Bernstein y consiguió más de 700.000 dólares. Con el tercer sobre, El Profeta reclamó parte de las ganancias y le envió instrucciones precisas para que le abonara el dinero. Así era como debían proceder a partir de entonces.

Alguien estaba vomitando en el baño comunitario situado al otro lado del pasillo y a Leon le entraron ganas de reducir a cenizas aquel lugar. No era la primera vez que deseaba algo semejante. Dirigió rápidamente la mano hacia el sobre blanco de encima de la mesa pero, en el último segundo, cambió de opinión y cogió el teléfono. Esta vez, tal vez las cosas fueran mejor cuando hablara con Maura. Puede que encontrara un camino de retorno. Sin el sobre blanco.

Se limpió la palma de la mano en la camiseta y marcó el número de su antiguo domicilio. Se imaginó a Maura apresurándose para descolgar el teléfono y evocó el ruido seco de sus tacones contra las baldosas de mármol blancas y negras que cubrían el pasillo como un tablero de ajedrez. Entonces, escuchó su voz.

—¿Sí?

Leon enderezó los hombros y fijó la vista en la descuidada chimenea al otro lado de la habitación.

—Soy yo.

Se hizo un breve silencio.

—Leon, ya me iba.

—Oh, perdona. Sólo quería hablar un minuto.

—De verdad que no tengo mucho tiempo.

Leon se levantó y empezó a pasear por el escaso espacio que separaba la chimenea del sofá, como si fuera un oso histérico en el zoo.

—Te llamaba... ya sabes, para ver a Richard.

—¿Ahora? Tengo una cita para almorzar.

—No, ahora no, por supuesto. Ya sé que estás ocupada. ¿Podría ser esta tarde?

—Richard tiene entrenamiento de rugby.

—Bueno, ¿y qué tal por la noche? —preguntó—. Puedo ir a cenar.

Hubo una breve pausa.

—¿Y qué quieres que te haga la cena?

Se detuvo frente a la chimenea y apretó los ojos mientras se agarraba a la repisa de la chimenea.

—No, no, no quería decir eso. Después de cenar, entonces. Iré después de cenar.

—Tampoco es buena idea, tiene que estudiar. Este año se examina para obtener el certificado de Primaria, por si no te acuerdas.

Leon abrió los ojos y miró fijamente a la oscura chimenea vacía y gélida.

—Pues claro que me acuerdo. —Mierda. ¿Por qué lo había olvidado?—. No me quedaré mucho, sólo hablaré un poco con él.

—Mira, no quiero que se disguste.

Leon caminó con dificultad hasta la cama deshecha y se hundió en ella.

—Venga, sé justa, hace meses que no lo veo.

—Hace aún más tiempo, Leon.

Miró hacia la pequeña cocina situada en el otro extremo de la habitación, con aquellos platos sucios apilados y los envases de cartón de comida para llevar.

—Bueno, sí, he estado muy ocupado.

—Me lo imagino.

Su tono de voz era neutro, sin rastro de sarcasmo.

—¿Pregunta por mí?

Leon se agarró la rodilla con la mano.

—No muy a menudo.

Algo le estranguló la garganta y se quedó sin habla durante un minuto.

—Para serte sincera, tampoco le animo a ello —confesó Maura—. ¿Qué quieres que le diga? ¿Algo así como «Tu padre está muy bien, aparte del delito de cuello blanco que cometió y de su pequeño problema con el juego»? No resultas un tema fácil de conversación.

Maldita sea. Se le estaba yendo de las manos, estaba perdiendo el control como siempre. Se pasó los dedos por el cabello ralo.

—Pero todo está cambiando, Maura, lo juro. —Echó una mirada al sobre de encima de la mesa—. Lo estoy superando. Pronto volveré a recuperar mi sitio. Volveré a ser Leon el Rico.

—En serio, debo irme.

—Lo digo de verdad, las cosas van a ir bien.

—¿Podemos dejarlo para otra ocasión?

Leon respiró profundamente dos veces.

—Claro. Perdona, no quería que te retrasaras por mi culpa. Llamaré otra vez esta semana.

—Dejémoslo para después de los exámenes.

—Bueno... —Por Dios, otros dos meses—. Si crees que es lo mejor, de acuerdo. Saluda a Richard de mi parte.

Pero ella ya había colgado.

Leon apoyó los codos en las rodillas y colocó la cabeza entre ellas. Lágrimas cálidas brotaron de sus ojos y movió la cabeza de un lado a otro. Siempre que hablaba con ella todo acababa del mismo modo. Por supuesto que jugaba, Maura le condujo a ello. Era mejor sufrir aquella adicción al juego que soportar el dolor provocado por el fracaso con su hijo. Irguió la cabeza y contempló la miserable habitación, amueblada con trastos sacados de un contenedor. Nunca podría traer a Richard a aquel lugar.

Fijó su mirada en el sobre blanco. Apretó los puños y volvió al sofá. Se pasó el índice y el pulgar alrededor de la boca como si estuviera meditando qué hacer, pero en realidad ya había tomado una determinación.

Cogió el sobre y lo abrió. En el interior había dos hojas de papel azul claro. Leon las miró un momento y lo entendió todo. Aquélla era la prueba de El Profeta. Una oleada de adrenalina le recorrió el cuerpo. Así que realmente la chica tenía el dinero. Bueno, no por mucho tiempo. Hasta que se lo contara a Ralphy.

Pero antes que nada debía realizar otra llamada. Cogió de nuevo el teléfono y marcó un número que ya le resultaba familiar.

Le contestaron después de dos tonos.

—Señor Ritch, estaba a punto de llamarle.

—¿Qué sucede? ¿Dónde está la chica ahora?

Había algo en aquel cabrón que le ponía la carne de gallina, pero en aquel momento era su única opción.

—De vuelta en su apartamento.

—Escucha, tenemos que hacer algo. Hay novedades.

—Sí, bueno, por aquí también ocurre algo extraño.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que, sea cual sea el siguiente paso, mejor que lo demos rápido. —Hubo una pausa—. No somos los únicos que la estamos siguiendo.

Capítulo 16

Harry se acurrucó delante de una taza de té y empezó a reflexionar sobre las ilusiones ópticas. «Me ves, no me ves», pensó.

La imagen del laberinto se dibujó en su mente y sintió una opresión en el pecho. Dejó la taza y salió disparada por el pasillo para comprobar el estado de la puerta de su apartamento. Aún estaba cerrada. Después dio una vuelta por todas las habitaciones fijándose en las ventanas y prestando atención a cualquier sonido que no le resultara familiar. Era la segunda ronda que daba aquella mañana.

La noche anterior, Dillon la había llevado en coche de vuelta a su apartamento y se quedó allí hasta que ella se durmió en el sofá. Cuando despertó, un edredón la cubría hasta los hombros y todo indicaba que él había dormido en el suelo. Dillon ya se había levantado para ir a la oficina. Arrodillado junto a ella, le pidió después que se tomara un descanso.

Echó un vistazo al apartamento vacío y tembló. Había pasado las últimas horas limpiándolo, pero aún no se sentía en casa.

Dillon había llamado a la policía desde su coche justo después de salir del laberinto, pero cuando los agentes llegaron allí, no había rastro del intruso. El único indicio que vio la policía fue una verja oxidada con las bisagras dobladas.

Harry extendió la mano para comprobar el cierre de la ventana de guillotina de la sala, pero en el último momento apretó el puño. ¡Maldición, basta de rituales neuróticos! Volvió a la cocina con paso firme, se preparó un café lo bastante fuerte para estimular su mente y empezó a caminar de un lado a otro mientras se lo bebía. La hinchazón de la rodilla empezaba a remitir y el cuerpo ya no le dolía tanto. La necesidad de acción le atravesó las extremidades como una corriente eléctrica.

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