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Authors: Ava McCarthy

Jugada peligrosa (15 page)

BOOK: Jugada peligrosa
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Como era de esperar, nada salió como debía. El muy idiota empleó tanto queroseno que éste cayó en cascada como las cataratas del Niágara y apagó la vela.

Era mucho mejor simplificar las cosas. Cameron ya había empleado el método de los libritos de cerillas una vez, pero erró en el cálculo de tiempo que necesitaba para ponerse a salvo. Esperó demasiado, las llamas se extendieron a sus espaldas y le bloquearon la salida. Las titilantes lenguas de fuego mantuvieron una disputa imaginaria con él cuando intentó escapar; atacándole cada vez que se acercaba demasiado a ellas. Aún recordaba el olor de su propia carne abrasada. Bajó la mirada y se masajeó la arrugada piel del brazo derecho en el que había sufrido las quemaduras. Tuvo suerte de salir vivo. En esta ocasión, no se iba a arriesgar.

Cameron examinó el cigarrillo de nuevo. Encontró ya más de cinco centímetros de ceniza. Aquello le recordó la manera de fumar de los ancianos, sin separar el cigarrillo de los labios hasta que el trozo convertido en cenizas era casi tan largo como sus propios dedos. Su madre solía fumar así.

Arrastrando los pies al caminar, le habría mirado con ojos entrecerrados en señal de desaprobación a través del humo que desprendía el cigarrillo pegado a sus labios; la ceniza siempre parecía estar a punto de caerse, pero nunca lo hacía. Había parecido vieja toda la vida. Al final, tan vieja que tardó diecinueve minutos en levantarse de la silla. Lo sabía porque la había vigilado y cronometrado.

Se inclinó otra vez sobre la papelera. El extremo ardiente ya casi había alcanzado las cerillas, cuyas cabezas rosadas aguardaban como bayas maduras listas para arder en llamas. Se apartó por precaución. Las calientes ascuas de color naranja alcanzaron la primera cabeza rosa. Se oyó un silbido y la cerilla se encendió. La segunda cerilla también ardió, después la tercera, la cuarta y así sucesivamente. Una franja de llamas de unos tres centímetros bailaba sobre el librito de cerillas, y el olor a azufre invadía el ambiente.

Cameron miró su reloj: las 18.44 horas. Nueve minutos. Asintió con la cabeza. Nueve minutos para preparar el resto del combustible y salir del apartamento antes de que ardiera. Cerró los ojos y sonrió. Le habían dicho que debía parecer un accidente. Una oleada de placer le recorrió el cuerpo. Ningún problema.

Después de todo, los accidentes eran su especialidad.

Capítulo 21

Harry se quedó en el bordillo y vio cómo el Jaguar de Ashford emprendía la marcha con presteza. No era la primera vez que se preguntaba cómo las personas podían tener opiniones tan diferentes sobre su padre. Amigo leal y padre huidizo; genio de las finanzas y defraudador en bancarrota. Lo cierto era que, en ocasiones, a ella misma le resultaba difícil separar aquellas facetas.

—Rápido, suba.

Un Saab rojo de líneas elegantes se había detenido delante de ella y Harry reconoció los fornidos hombros de Jude detrás del volante. Ocupó el asiento del pasajero y se colocó la cartera en el regazo. Le echó una mirada a Jude, que se había girado para comprobar el estado del tráfico. Aquel cuerpo, propio de un defensa de rugby, parecía demasiado grande para el automóvil. Agarró con la mano izquierda la palanca de cambios; la camisa arremangada dejaba al descubierto su gran reloj de pulsera y un robusto antebrazo. No llevaba alianza.

Harry escuchó el sonido del intermitente y se preguntó por cuánto tiempo pensaba ignorarla. Finalmente, Jude se incorporó al carril exterior indicándoselo con un gesto al conductor de atrás. Condujo en silencio durante un rato.

¿Cómo diablos iba a sonsacarle información a aquel tipo tan terco?

Entonces Jude señaló con la cabeza la cartera que Harry tenía en el regazo y le preguntó:

—¿Qué es eso?

—Mi ordenador portátil.

—No, me refiero al logotipo.

—Oh.

Harry pasó los dedos sobre el emblema de DefCon de su cartera. La bandera pirata con la calavera que estaba grabada dentro de la letra «o» había sido de un color negro intenso, pero al desgastarse había adquirido un tono gris moteado.

—DefCon —contestó—. Es una convención de
hackers
que se celebra anualmente en Las Vegas. Gané la cartera en un concurso organizado allí cuando tenía trece años. Mi padre me llevó.

Jude le lanzó una mirada incrédula.

—¿Su padre la llevó a una convención de
hackers
?

Asintió con la cabeza.

—Sí, bueno, él sabía que estaba empeñada en ir. Tracé todo tipo de planes, a cada cual más elaborado, para abandonar el país en plena noche. Pillé una laringitis el día anterior, pero ni siquiera eso consiguió detenerme. Al final mi hermana se chivó pero, en lugar de prohibírmelo, mi padre se vino conmigo.

Harry sonrió al recordarlo. DefCon era una de las más destacadas reuniones anuales de
hackers
a nivel mundial y, en aquel entonces, se moría de vergüenza ante la perspectiva de presentarse allí con su padre a la zaga. Pero cuando llegaron al Alexis Hotel para registrarse en la convención, su mal humor se esfumó. Allí estaba, con trece años, en el corazón de Las Vegas, donde las luces de neón parpadeaban las veinticuatro horas del día y el calor dificultaba la respiración. El vestíbulo del hotel era un hervidero de
hackers
adolescentes, y se sintió eufórica ante la idea de formar parte de todo aquello.

Miró a su alrededor sin perder detalle. El submundo de los
hackers
se encontraba bajo dominación masculina. Tipos con tatuajes y chaquetas de cuero se mezclaban con chavales que parecían vestidos por sus madres. Algunos estaban sentados en un rincón conversando sobre las últimas herramientas de
hackeo
, mientras que otros ya se habían emborrachado a las dos de la tarde.

Había dos colas para registrarse: una para los de sombrero blanco y otra para los de sombrero negro. Harry y su padre se unieron a la respetable cola de los blancos, pero ella no podía evitar mirar disimuladamente y con fascinación a los chicos malos de la otra fila. Escuchó a hurtadillas cómo se pavoneaban de sus hazañas y reconoció a algunos de los
hackers
con peor reputación del momento.

—¿Ves a aquel tío de allí? —le preguntó a su padre propinándole un ligero codazo—. El de negro. Se llama
Tomahawk.
Se introdujo en la red de telefonía de AT&T y armó un lío enorme. —Le tiró de la manga de nuevo—. ¿Y el que está junto a él con esa pinta tan rara? Es
Apollo
. Dicen que se infiltró en el FBI.

Le costaba hablar sin un respeto reverencial y esperaba que la laringitis le ayudara a disimular.

Su padre la observó un momento y, seguidamente, la agarró del codo y la hizo caminar hasta la cola de los de sombrero negro.

—Vivamos al límite, ¿no te parece? —le dijo.

El atronador sonido de una bocina devolvió a Harry al mundo real. Con el estilo de conducir de Jude, constante y regular, avanzaban bastante rápido y ya se encontraban cerca del aeropuerto.

Les separaba cierta distancia del coche precedente y Jude desaceleró para permitir que una pequeña furgoneta se incorporara al tráfico. Harry miró su perfil y se fijó en su cabello castaño con algunos mechones rubios. Estaba segura de que siempre conducía del mismo modo: con educación y sin lucirse, pero con la energía de una tortuga.

—¿No acelera nunca?

—No con este tráfico. No tiene sentido. De todas formas, la velocidad es peligrosa.

Harry volteó los ojos.

—¿Y qué tipo de concurso era? —preguntó Jude.

—¿Qué?

—La cartera. ¿Cómo la ganó?

—Oh, en un concurso de ingeniería social. —Al advertir su perplejidad, le explicó lo que significaba—. La ingeniería social es el conjunto de habilidades que despliegan los
hackers
con el fin de engañar a la gente para que les proporcione información, algo así como
hackear
personas en lugar de ordenadores.

Jude levantó una ceja.

—No lo considero ético.

—Y no lo es, forma parte de la diversión.

Lo estaba sacando de quicio y era consciente de ello.

Él mantenía la mirada fija en la carretera.

—¿Y qué tuvo que hacer?

—Se nos asignó a cada uno un nombre y un número de teléfono. Para ganar, había que ser el primero en averiguar la información de la cuenta bancaria de esa persona y el pin que empleaba en los cajeros automáticos.

—Parece la descripción de un campo de entrenamiento para artistas de la estafa.

—Supongo que, de algún modo, lo era.

Harry observó un avión que volaba bajo y se inclinaba para aterrizar. El aeropuerto se encontraba justo enfrente.

—¿Y no me va a contar cómo lo hizo? —insistió Jude.

—No resultó muy difícil. Llamé al tipo en cuestión y le dije que trabajaba para el departamento de prevención de fraudes de su banco. La laringitis añadió algunos años a mi voz, así que no tuve problemas para convencerlo. Le expliqué que su tarjeta de cajero automático había sido utilizada la semana anterior para sacar dinero en plena noche, un total de tres mil dólares, y quería asegurarme de que todo estaba en regla. El pobre hombre casi se desmaya.

—No le culpo.

—Bueno, me mostré muy comprensiva, pero le advertí que él era responsable de los cargos a su cuenta. Entonces, le comenté que quizá, como excepción, podría saltarme las normas y eximirle de esa responsabilidad. Traté de que sonara como si fuera un gran favor. Lo único que debía hacer era darme los detalles de su cuenta corriente y el código pin que usaba en el cajero, y yo le solucionaría el problema. Me cantó los números inmediatamente.

Jude movió la cabeza con incredulidad. Harry estaba convencida de haberle oído chasquear la lengua en señal de desaprobación.

—¿Ganó?

—En realidad, quedé segunda. Perdí demasiado tiempo tranquilizando al tipo y diciéndole que aquello no era cierto, que simplemente estaba realizando unas prácticas para la prevención de fraudes. Me enfadé bastante con él; realmente, debió haber actuado con más prudencia. —Harry negó con la cabeza y también chasqueó la lengua—. La gente nunca tendría que proporcionar información bancaria por teléfono así como así. Aquel tipo ya no volverá a hacerlo más, seguro.

Notó cómo Jude la observaba y le devolvió la mirada.

—Mire, no he venido aquí para hablar sobre esto, y ya casi estamos en el aeropuerto.

Jude tenía sus ojos clavados en los de Harry como si la es tuviera estudiando de nuevo.

Entonces, le dijo:

—No se preocupe, tenemos tiempo de sobra.

—Creía que iba a tomar un avión.

—¿Quién ha dicho eso?

Capítulo 22

Se encontraban en una zona del aeropuerto en la que Harry no había estado nunca y, por el aspecto abandonado del lugar, imaginó que no era la única.

Habían seguido la ruta principal hacia la terminal de salidas como el resto de vehículos pero, en el último instante, Jude giró a la izquierda para tomar una angosta carretera secundaria que se desviaba del centro neurálgico del aeropuerto. Siguió conduciendo sin ofrecer ninguna explicación durante unos cuatro o cinco kilómetros, y en aquel momento avanzaban dando tumbos por un camino lleno de baches sin ningún vehículo a la vista.

Harry miró a su alrededor.

—¿Hacia dónde nos dirigimos exactamente?

Los edificios del aeropuerto ya quedaban muy atrás, y por delante se extendía una explanada de césped descuidado entrecruzada por unos tramos de pista que no parecían utilizarse a menudo. Ni un solo turista con su correspondiente equipaje.

—Ya lo verá —respondió Jude.

Abandonó el camino de tierra y se internó en aquel terreno desigual. Enfrente, se alzaba una estructura de metal ondulado que tenía el aspecto de un hangar en desuso. Jude lo rodeó por un lado y aminoró la marcha hasta detenerse y apagar el motor.

Justo delante, en una pista de estacionamiento asfaltada, había un helicóptero azul celeste con el motor en silencio y las palas de la hélice reposando sobre la cabina de mando.

—Vamos —dijo Jude, bajándose del coche.

Harry lo siguió con un paso más lento mientras observaba cómo un hombre con un mono verde salía de debajo del helicóptero. Se percató de su presencia, los saludó con la mano y dedicó un gesto de aprobación a Jude antes de regresar al hangar. Jude le devolvió el saludo y se dirigió hacia el helicóptero con aire resuelto. Sin volverse atrás para mirar a Harry, abrió la puerta y entró a bordo.

Harry dudó. Finalmente, echó a caminar con decisión por la pista detrás de Jude y se encaramó a la cabina. Él se encontraba inclinado hacia delante en el asiento del piloto e inspeccionaba el tablero de mandos como si estuviera familiarizado con todo aquello. Harry quiso colocarse en los asientos traseros, pero él le hizo señas para que se acercara.

—Siéntese delante —le pidió—. Disfrutará de mejores vistas.

Harry se estremeció. Las alturas, como su sentido de la orientación, no eran su fuerte, y se sorprendió a sí misma respirando profundamente varias veces. Contempló la panorámica de ciento ochenta grados de la vasta llanura y las pistas desiertas. Se sintió como si estuviera en el fin del mundo.

—Así que alguien la empujó delante de un tren —recordó Jude mientras estudiaba aún el tablero de pantallas y esferas que tenía delante—. ¿Y por qué?

—Intentaron atemorizarme —contestó al tiempo que observaba la cabina, cuyo aspecto era el de un puente de mando de una nave intergaláctica que, desde luego, no debería encontrarse en manos de un banquero remilgado poco dado a acelerar.

Se inclinó hacia él con las manos cruzadas sobre el regazo.

—¿De verdad va a hacer volar este trasto?

—Bueno, uno de los dos tiene que hacerlo. —Jude le sonrió de oreja a oreja—. No se preocupe, no iremos muy lejos. Sólo quiero probarlo.

Le dio a Harry unos auriculares enormes con micrófono incorporado; por absurdo que pudiera parecer, el artilugio le recordó a las chicas de la línea de atención telefónica del Sheridan Bank. Se ajustó los cascos a los oídos sin apartar la mirada de Jude, que toqueteaba interruptores y presionaba botones. Se había aflojado el cuello de la camisa y la corbata. Al ir bastante arremangado, dejaba entrever unos bíceps bien formados que describían una curva bajo el blanco algodón de la camisa. El motor se puso en marcha y sus vibraciones zarandearon el cuerpo de Harry.

—¿Por qué alguien iba a querer asustarla?

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