Authors: Ava McCarthy
El corazón se le desbocó; parecía que había pasado de sesenta a ciento ochenta pulsaciones en un solo latido. Respiró profundamente para calmarse, se dejó caer en la silla y movió la cabeza de un lado a otro, un tanto avergonzada por su melodramática reacción.
Harry había ido a parar a un servidor señuelo, diseñado para alejar a los
hackers
del auténtico sistema y atraerlos hacia un entorno irreal en el que todos sus movimientos quedan grabados. Se emplean para proteger sistemas, pero también con el fin de estudiar cómo operan los
hackers
o para hacerse con las nuevas herramientas y trucos que utilizan. Si el diseño del señuelo es lo bastante bueno, un sombrero negro pensará que se ha introducido en un servidor lleno de jugosas contraseñas y archivos de datos, con el añadido de que nunca llegará a sospechar siquiera que le siguen los pasos.
Harry suspiró. Aquel servidor señuelo de Rosenstock era un reclamo engañoso. Le había permitido acceder al sistema real para después desviarla hacia un falso servidor. La señal de alarma seguramente se activó al desbordar la memoria reservada. Desde aquel momento, estuvo vagando por una red fantasma totalmente controlada.
Mierda. Los dedos de los pies y de las manos se le encorvaron. Había olvidado su bolsa de herramientas de
hackeo
en el servidor, todo un regalo para sus perseguidores.
Era evidente que el banco había controlado cada uno de sus movimientos con su propio programa rastreador. Supuso que éste no estaba bien configurado y que aumentaba el tiempo de respuesta del sistema; ésa era la razón de aquella exasperante lentitud de movimientos. Ahora comprendía por qué algunas de sus herramientas habían dejado de funcionar de golpe. Un señuelo debía remedar un sistema real tan fielmente como fuera posible, pero sin otorgar total libertad a un
hacker
. De lo contrario, podía convertirse en un trampolín hacia otras redes.
Maldita sea, quizá no debió desconectarse tan rápido; a lo mejor tenía que haber intentado regresar de algún modo a la red auténtica. Movió la cabeza con gesto de disgusto. Demasiado tarde, ya no podía volver atrás. No le dio tiempo de forzar ninguna puerta trasera. En cualquier caso, el banco ya tenía su dirección IP y bloquearía cualquier futuro intento de conexión por su parte. Contaban con las suficientes pruebas legales para llevarla a los tribunales si así lo deseaban.
Harry suspiró y apagó su portátil. De todas formas, lo más seguro es que careciera de importancia. Sospechaba que el servidor señuelo estaba cerrado a cal y canto para que nadie pudiera salir de él. No era muy habitual encontrar señuelos en redes comerciales, lo cual indicaba que Rosenstock se tomaba su seguridad muy en serio.
También dio por hecho que el RAT no conseguiría nada. El antivirus ya lo habría capturado y puesto en cuarentena. Del mismo modo, el
war dialling
resultaba una pérdida de tiempo. Una entidad tan precavida como Rosenstock no permitiría que hubiera módems sin protección en su red.
Harry notó cómo se le aceleraba el pulso de nuevo al admitir algo que ya sabía desde el principio. Echó un vistazo a la dirección que había escrito en el bloc: 322 Bay Street, Nassau, isla de Nueva Providencia, Bahamas.
Sabía que no iba a conseguir el dinero de su padre sentada en aquel escritorio con el portátil delante. Hacía rato que era consciente de lo que debía hacer. Tratar directamente con el banco.
Harry estuvo dando vueltas por su apartamento hasta que la primera parte del plan cobró forma en su cabeza. De la segunda parte ya se ocuparía más tarde; ahora tenía que realizar una llamada.
Consultó su reloj otra vez: las 21.15 horas en Dublín, es decir, las 16.15 en las Bahamas. Descolgó el teléfono y marcó el número del banco.
—Buenas tardes, Rosenstock Bank and Trust.
Harry cogió papel y bolígrafo.
—Hola, ¿con quién podría hablar para abrir una cuenta, por favor?
—Espere un momento, le paso con la persona indicada.
Harry se mantuvo a la espera sin dejar de caminar de un lado a otro. Por una vez le hubiera gustado que su apartamento fuera más amplio para dar grandes zancadas.
—Hola, departamento de cuentas nuevas, Hester al habla. ¿En qué puedo ayudarle? —preguntó una mujer de voz grave y apacible.
—Hola, Hester, buenas tardes, me gustaría abrir una cuenta de inversión.
—Cómo no, señora. ¿Me podría decir si reside en las Bahamas?
—No, pero voy a viajar allí dentro de pocos días. Entiendo que debo hacer esto en persona, ¿no?
—Sí, tendrá que reunirse con alguno de nuestros gestores de atención personalizada aquí en Nassau, que le explicarán todo sobre el papeleo y los requisitos legales.
Su acento caribeño hacía que aquellos temas parecieran relajantes.
—Está bien —respondió Harry—. ¿Podríamos concertar una cita para mañana por la tarde?
—Por supuesto. ¿Me permite preguntarle algunas cosas antes?
—Sí, adelante.
Harry notó cómo los buenos modales de aquella mujer se le estaban contagiando, y se preguntó si siempre sería tan educada. Por lo que había observado, las personas que trabajaban de cara al público no se comportaban con demasiada amabilidad. Puede que en este caso ayudara el saber que la mayoría de clientes eran millonarios.
—¿Conoce a alguien relacionado con el banco que la pueda avalar?
Harry dejó de caminar un momento.
—¿Es necesario?
—No, pero puede acelerar los trámites.
Harry dijo que no, pero entonces se acordó del primer gestor de cuentas de su padre, Philippe Rousseau. No estaba lista para jugar tan pronto aquella carta, pero lo haría si fuera necesario.
—Bueno, sí que conozco a una persona —contestó con los dedos cruzados—. ¿Necesita ya este dato?
—No, no hace falta. Puede comentárselo a su gestor de atención personalizada cuando venga. También quisiera informarle de que el banco aplica una política de depósito mínimo en las cuentas de inversión. Esta cantidad depende del país en el que resida: para Canadá, Europa, Asia-Pacífico y Oceanía, el depósito mínimo es de treinta mil dólares estadounidenses.
Harry tragó saliva. Sus ahorros se iban a ver muy mermados.
—Si reside en Estados Unidos, son cien mil —prosiguió Hester—. Para el resto de países, ciento cincuenta mil.
—¿Por qué tanta diferencia?
—Bueno, tenemos que confirmar la procedencia de los clientes, y resulta más delicado tratar con según qué países. —De un tono amable pasó a otro de disculpa—. Me temo que no aceptamos inversiones de clientes con residencia en Colombia o Nigeria.
—No hay problema en mi caso.
—También deberá identificarse, ése sí que es un requisito importante.
—De acuerdo, déjeme tomar nota. —Harry empezó a escribir en una página nueva del bloc—. Ya está, puede continuar.
—Necesitará su pasaporte válido, el original. No se aceptan copias ni permisos de conducir. También tiene que aportar dos recibos de agua, gas o electricidad para comprobar su dirección fiscal.
Harry arqueó las cejas. Resultaba sorprendente abrir una cuenta bancaria secreta con algo tan prosaico como un recibo. Parecía que se iba a apuntar a un videoclub. Tomó nota mentalmente para llevarse cualquier tipo de documentación personal que pudiera encontrar: permiso de conducir, nóminas, extractos de cuenta, tarjetas de crédito o la declaración de la renta. Si tenía que identificarse, quería asegurarse de no dar lugar a ninguna duda.
—También deberá aportar todos los documentos necesarios para acreditar su situación económica —apuntó Hester.
Harry parpadeó.
—¿Quiere decir que debo demostrar la procedencia de mi dinero?
—Exactamente. Me temo que las leyes contra el blanqueo de dinero así lo requieren. En función de la procedencia del dinero, tendrá que traernos una copia de su contrato de trabajo y de su nómina, un recibo de venta o el certificado autenticado de una herencia, por ejemplo. Por supuesto, las normas de privacidad del banco protegen toda esa información, que es estrictamente confidencial.
—Claro.
—Si no tiene más preguntas, señora, ¿me permite concertarle una cita?
—Sí, por favor.
Hester le reservó una cita para las 15.15 del día siguiente con Glen Hamilton, uno de los gestores de cuentas veteranos del banco. Harry agradeció a Hester su ayuda, cortó la comunicación y se dio cuenta, aunque ya era tarde, de que aquella mujer no sabía su nombre. No obstante, lo atribuyó a que formaba parte de la política de privacidad.
Harry encontró el pasaporte en el cajón de la cocina. Tenía las esquinas dobladas y casi había caducado. Acto seguido encendió el portátil y reservó un vuelo de Canada Airlines que salía a primera hora del día siguiente y llegaba a Nassau a las 13.00, hora local. Era muy consciente de lo precipitado de aquella cita en el banco, pero el tiempo se echaba encima. Le quedaban menos de cuarenta y ocho horas.
Después accedió a los servicios en línea de su banco y transfirió todos sus ahorros a la cuenta corriente para poder retirarlos en el aeropuerto. En dólares, la cantidad ascendía a más de ochenta mil. Quizá no fuera suficiente para lo que tramaba, pero era todo lo que tenía. Trató de no pensar en los planes que había hecho para comprar su propio apartamento. Por el momento, esa parte de su vida se había evaporado, igual que su querido Mini.
Al llegar al aeropuerto, compraría una guía de las Bahamas con planos detallados de Nassau. Su capacidad para orientarse había brillado por su ausencia durante los últimos días, así que en esta ocasión quería prepararse. Lo último que necesitaba era bloquearse de nuevo.
Se le ocurrió que debería contarle a alguien adónde iba y el porqué de aquel viaje. La idea de que quizá no volvería con vida hizo que sus pensamientos se volvieran confusos, igual que el sonido de una radio al recibir interferencias estáticas. Sacudió la cabeza para intentar anular el efecto de aquel ruido blanco y se preguntó a quién debía llamar. No tenía ninguna intención de explicárselo a su familia; cuanto menos supieran, mejor. Por otro lado, Dillon e Imogen sólo tratarían de sacárselo de la cabeza. Necesitaba a alguien que no se implicara emocionalmente.
Repiqueteó con los dedos sobre el escritorio un momento, descolgó el teléfono y marcó un número.
—Woods.
La voz de la periodista sonó tan brusca como siempre.
—Ruth, soy Harry Martínez. ¿Aún le interesa la historia de mi padre?
Hubo una pausa. Harry oía el fuerte ruido del tráfico al otro lado de la línea.
—¿Tiene algo para mí?
—Me estoy acercando. Sólo necesito unos pocos días más. Han sucedido muchas cosas en las últimas horas, ¿quiere que se las cuente?
—Espere. —Se escuchó de fondo el crujido de una hoja de papel—. De acuerdo, continúe.
Harry le explicó todo lo acaecido durante los últimos días. Ruth escuchó sin decir nada; la reportera sólo intervino cuando supo lo que le había ocurrido a su padre.
—Dios mío. ¿Se pondrá bien?
—No lo sé.
—Mierda.
Hubo otra pausa y Ruth le dio una buena calada a un cigarrillo. Entonces, preguntó:
—¿Qué va a hacer ahora?
—El Profeta quiere el dinero, así que me voy a las Bahamas para conseguirlo.
—¿Y se lo va a entregar sin más?
—No creo que tenga elección. Pero si conociera su identidad, quizá podría desenmascararlo.
—O quizás acabaría muerta.
Otra vez aquel ruido blanco. Harry apretó los ojos y agarró con más fuerza el teléfono.
—Tal vez usted podría ayudarme —dijo finalmente Harry.
—¿Si?
—Obtenga más información sobre Ralph Ashford, el director ejecutivo de KWC. ¿Dónde estaba cuando la organización aún funcionaba? Quizá trabajaba para JX Warner.
—Excelente observación. ¿Y qué hay de aquel otro banquero que mencionó? ¿Jude Tiernan se llamaba? Estaba en JX Warner, ¿no?
—Sí, pero eso a lo mejor no significa nada. Me ha ayudado, aunque cabe la posibilidad de que lo hiciera para disimular. Después de todo lo que ha pasado, ya no confío en nadie.
—Déjeme presionar un poco a Leon. Me conoce. No le gusto porque me tiene miedo. Creo que todo esto le está desbordando, a lo mejor suelta algo.
—Vale la pena intentarlo.
—Está bien, veré qué puedo hacer. —Parecía algo dubitativa—. Por cierto, ¿en qué hospital está ingresado Sal?
Harry levantó las cejas.
—En St. Vincent. ¿Por qué?
—No, por nada.
Casi hizo sonreír a Harry.
—El horario de visitas es de tres a ocho, por si le interesa.
—De acuerdo.
Ruth colgó sin despedirse. Harry dejó el teléfono sobre el escritorio, subió los pies a la silla y se hizo un ovillo. Se empezó a mordisquear el labio inferior.
Siempre era un error confesar los planes. Una idea que parecía ingeniosa al principio se convertía en una tontería al explicarla en voz alta. Harry notó un hormigueo en la espalda y le costó no echarse atrás. ¿Qué diablos estaba haciendo? ¿Iba a viajar a una isla a miles de kilómetros en la que ni si quiera sabía orientarse? A estas alturas, sus planes aún eran, en el mejor de los casos, demasiado vagos. Le faltaba un dato crucial: aún no sabía el nombre en clave para la cuenta de su padre.
Al llegar a la isla de Nueva Providencia, lo primero que la sorprendió fueron los colores.
Bajó la ventanilla del taxi. A la derecha había una hilera de casas pintadas de naranja, azafrán y azul lavanda. Las buganvillas violetas se deslizaban como espuma por las paredes. A la izquierda se encontraba el mar, una cenefa verde jade con encaje blanco. Harry se sentía como Dorothy, transportada desde la monocromía de Kansas al brillante technicolor de Oz.
—¿Su primera vez en Nassau?
El taxista inclinó la cabeza para verla en el retrovisor. Era joven, de unos diecinueve o veinte años, con unos rizos tan crespos y marcados que parecían resistentes al agua. Le dijo que se llamaba Ethan.
Harry consiguió sonreír.
—Sí, mi primera vez.
Había pasado doce horas en el avión y tenía la cabeza aturdida del cansancio, incluso notaba los párpados pesados y entumecidos.
Ethan asintió.
—La gente sólo viene a las Bahamas por dos razones: negocios o amor. —La miró con ojos entrecerrados por el retrovisor—. No me diga que usted no está aquí por amor.