Authors: Ava McCarthy
Notó un cosquilleo en la nuca.
Después de todo, tal vez sí que podía ayudarla.
Los matemáticos adoran los números. Les encanta la simetría, la estructura y el orden que subyace a su sutil hechizo.
Harry sabía que su padre era un matemático nato. Explicaba de memoria todos los detalles de sus operaciones de M&A y los cálculos que éstas implicaban. En el póquer, también predecía las posibilidades que tenía en cualquier momento al enfrentarse a una escalera de color en el
turn
.
Pero no importaba lo bueno que fuera para los números. Ni siquiera él confiaría en su memoria para guardar los detalles de una cuenta bancaria abierta al otro lado del charco. No si atesoraba doce millones de euros en ella.
Harry miró fijamente la bolsa de viaje azul situada sobre la mesa de centro que tenía delante. Seguro que guardaba los datos de la cuenta en algún sitio y todo lo que su padre conservaba de los últimos seis años se encontraba en aquella bolsa.
Se la acercó. Era del tamaño de una bolsa de deporte, con doble cremallera por arriba y unos grandes bolsillos cerrados también con cremallera a ambos extremos. Parecía pesada y estaba muy llena; la tela se veía tirante en las costuras.
Harry no se atrevía a abrirla. Echó una mirada a la ventana de la sala, que la oscuridad había reducido a un mero rectángulo negro. Se había marchado del hospital hacía más de dos horas; las enfermeras le aseguraron que se pondrían en contacto con ella en caso de que se produjera algún cambio en el estado de salud de su padre.
Reinaba una extraña tranquilidad en la estancia. Normalmente el silencio la relajaba, pero en aquel momento notaba el apartamento vacío. Estuvo tentada de poner una lavadora sólo para hacer algo de ruido.
Volvió a concentrar su atención en la bolsa y abrió las cremalleras de arriba. Lo primero que vio fue la ropa que su padre llevaba cuando salió de Arbour Hill aquella tarde. Se le encogió el pecho al tocarla. Alguien, seguramente una enfermera, había enrollado el elegante blazer azul marino y el jersey blanco y los había metido en la bolsa. Harry los sacó con cuidado, les alisó las arrugas y los dobló en el sofá junto a ella. Debajo había más ropa, perfectamente colocada en montones compactos. Sacó las prendas una por una: camisas, corbatas, zapatos, pantalones y más jerséis.
Notó algo duro en el fondo de la bolsa y lo levantó con las dos manos. Era un estuche negro. Se lo colocó en el regazo y acarició el maltrecho vinilo. Estaba algo raspado y descolorido, pero lo hubiera reconocido en cualquier lugar. Era el juego de póquer que le había regalado a su padre por Navidad dieciséis años atrás.
Abrió los cierres y levantó la tapa. Encajadas en las ranuras del forro de fieltro negro, había ocho columnas de fichas de plástico rojas, verdes, azules y blancas. Harry se dio cuenta de que faltaban algunas. Tampoco estaba una de las barajas, pero la otra se encontraba en su correspondiente hueco.
Del mismo modo, echó en falta el reglamento de póquer, pero en su lugar había un libro en rústica que reconoció al instante. Era el ejemplar de su padre de
Cómo jugar y ganar al póquer
. Lo abrió. Como en el suyo, había anotaciones de diferentes partidas en las cubiertas interiores. Echó un vistazo a las primeras manos. Había jugado al Texas Hold‘Em. En cada mano figuraban sus propias cartas y las de sus contrincantes, además de las cinco cartas comunitarias. Había empezado bien con unos ases en la primera mano, pero se le acabó la suerte. En la segunda mano contaba con un siete y un dos, nada que ver con el
house
de cincos de su contrincante, y en la tercera mano una pareja baja de cuatros pudo con su as y su dos de diamantes. Harry sonrió y movió la cabeza de un lado a otro. Él mismo reconocía que era un jugador que amaba el riesgo. Prefería subir a aceptar; marcarse un farol a jugar con seriedad. Y, sobre todo, casi nunca se retiraba.
Hojeó el libro, lo agarró del lomo y lo sacudió. No buscaba nada en particular, y lo cierto es que tampoco cayó ninguna sorpresa de entre sus páginas. Cogió un puñado de fichas del estuche y las hizo sonar en la mano. Después, sacó todos los montones uno por uno y los colocó sobre la mesa de centro junto a los libros y la baraja. Tocó el forro de fieltro: no quedaba nada más. Suspiró, dejó el estuche en el suelo y abrió los bolsillos laterales de la bolsa de viaje.
En el bolsillo izquierdo había un cepillo, un dentífrico, unas tijeras y un paquete de pañuelos de papel. El bolsillo derecho resultó ser más interesante. Encontró la cartera de su padre, un juego de llaves y una delgada libretita negra del tamaño de un paquete de tabaco. Abrió la cartera. En su interior guardaba seis tarjetas de crédito y de débito emitidas por bancos irlandeses, casi todas caducadas. No tenía dinero en metálico, ni tampoco el tan ansiado trozo de papel con el número de la cuenta bancaria abierta en algún paraíso fiscal.
Harry lanzó la cartera sobre la mesa y cogió el llavero de piel negra con el logotipo de KWC grabado en azul y dorado a ambos lados. Sólo había dos llaves. Una era la llave de contacto del Mercedes que conducía antes de ingresar en prisión; su madre lo había vendido hacía mucho tiempo para poder pagar el abogado. La otra era una llave Yale. La miró e hizo una mueca de extrañeza. Se dirigió con decisión a la cocina y rebuscó en los cajones de los cubiertos hasta encontrar un juego de llaves. Cogió otra llave Yale ya roma y la colocó junto a la de su padre, haciendo coincidir las muescas de las hojas. Eran idénticas. Se trataba de la llave de su antigua casa de Sandymount en la que aún vivía su madre.
Cerró el cajón, regresó a la sala y se dejó caer en el sofá. Cogió la libreta negra y la hojeó. Resultó ser una especie de agenda con nombres y direcciones apuntados por orden alfabético con la característica caligrafía ancha de su padre. Frunció el ceño. Allí tenía que haber algo.
Empezó por la letra «A» y repasó todos los nombres. En general no le resultaban familiares, pero de vez en cuando reconocía alguno. Amaranta estaba allí, y en la «H» encontró su propio nombre y número de móvil. No recordaba habérselo dado a su padre, pero seguramente Amaranta se lo proporcionó.
Hacia el final del alfabeto se topó con algunos nombres que le hicieron sentir un escalofrío en la espalda. Leon Ritch, Jonathan Spencer, Jude Tiernan. Harry se quedó mirando el nombre de Jude. No era extraño que su padre tuviera aquel número. Habían trabajado juntos e incluso eran amigos.
Recorrió el resto del alfabeto pero no encontró más números con el nombre de Jude. Lanzó la libreta sobre la mesa. Agarró el paquete de las cartas y sacó la baraja con los dedos pulgar e índice. Eran cartas de póquer normales con un dibujo caleidoscópico de espirales azules y blancas. Las abrió en abanico y las examinó por delante y por detrás. Se notaban pegajosas y usadas, pero no halló nada especial en ellas.
Repiqueteó con las uñas sobre la mesa y se mordió el labio inferior. Volvió a examinar la ropa de su padre. Hurgó en los bolsillos de los pantalones y dentro de los zapatos, e incluso desdobló los calcetines. Se sentía como una intrusa. Cogió el blazer, palpó el forro y oyó un ligero crujido en el bolsillo del pecho interior. Introdujo la mano y sacó un sobre blanco dirigido a ella. Dentro había una sola hoja de papel blanco encabezada con la fecha de aquel mismo día.
Era una carta de su padre. Debió de escribirla después de su visita. Se le hizo un nudo en la garganta al empezar a leerla.
Mi queridísima Harry,
Estoy muy contento de haberte vuelto a ver hoy después de tanto tiempo. Tu visita ha conseguido que me vuelva a sentir bien. No tienes ni idea de lo orgulloso que estoy de ti. Te has convertido en una mujer magnífica e inteligente. Estoy en deuda con tu madre por la fortaleza que ha demostrado al sacar adelante nuestra familia. Todo el mérito es suyo.
Sé que has acudido a mí en busca de ayuda y soy consciente de que te he fallado, pero no creas que no puedes contar conmigo. Jamás te haría ningún daño e intentaré no defraudarte nunca más.
No obstante, sé cauta a la hora de poner a las personas en un pedestal, Harry. Te quiero mucho, pero soy como soy. No me juzgues con demasiada severidad.
Tu papá que te quiere
Harry acarició con el pulgar las últimas palabras, escritas en español. «Tu papá que te quiere.» Le asaltó la imagen de su figura cérea tumbada en la cama del hospital y tragó saliva. Volvió a meter la carta dentro del sobre y reflexionó acerca del consejo de los pedestales. Tenía razón. Durante la mayor parte de su infancia había considerado a su padre como un héroe, y descubrir lo que era en realidad le había resultado difícil de digerir. Se preguntó si corría el riesgo de cometer el mismo error con Dillon. Le atraía desde la adolescencia, pero ahora ese sentimiento amenazaba con convertirse en algo más. ¿En amor? Suspiró y alejó aquel pensamiento de su mente.
Observó todo el contenido de la bolsa de viaje desparramado ante ella.
«Vamos, papá, ayúdame con esto.»
Repiqueteó con las uñas sobre la libreta de direcciones. Nombres y números. Pensó en cómo gestionaba la cuenta su padre. Enviaba por fax las instrucciones de las operaciones al banco con un nombre en clave pactado. Si quería sacar dinero o realizar transferencias tenía que hacerlo en persona y debía notificárselo previamente a la entidad.
¿Estaría aquel nombre en clave escondido en alguna entrada de la libreta de direcciones? ¿Habría camuflado el número de cuenta bajo la forma de algún teléfono falso? Parecía improbable, pero valía la pena intentar averiguarlo.
Con el teléfono fijo, que ocultaba la identidad de sus llamadas, Harry se pasó una hora marcando todos los números de la libreta. Cuando le respondían, preguntaba por la persona correspondiente y colgaba de inmediato cuando ésta contestaba. Al principio se sentía avergonzada, pero después de la duodécima llamada, ya estaba inmunizada. Se dio cuenta de que así sobrevivían los vendedores telefónicos: después de tantas llamadas, resultaba fácil olvidar que la voz del otro lado de la línea era la de un ser humano.
Iba tachando los números a medida que telefoneaba. Algunas veces le saltaba el buzón de voz y en otras ocasiones no respondía nadie. Marcó también los números de Leon y Jonathan Spencer; en ambos casos sólo encontró un contestador automático. No tuvo el valor de llamar a Jude y se limitó a comparar su teléfono con el de su tarjeta de visita. Continuó así hasta llegar al final de la libreta. Todos los números existían.
Harry se hundió en el sofá y suspiró. Aquello no era una prueba definitiva. Cabía la posibilidad de que el número de cuenta coincidiera con un número telefónico real, pero eso sería una casualidad y Harry detestaba las casualidades.
Miró detenidamente la bolsa que tenía enfrente y se preguntó si estaría perdiendo el tiempo. A lo mejor su padre no guardaba aquellos datos allí. Podían encontrarse en cualquier sitio. Para pasar el rato, cogió la baraja y empezó a repartir manos de póquer. Las cartas, demasiado usadas, estaban grasientas. Pensó en la llave de la casa de Sandymount que conservaba su padre y en la intención que tenía de pasar allí la primera noche fuera de la cárcel. Quizás habría depositado en aquella vivienda todo lo que iba a necesitar al quedar en libertad. Repartió el
flop
y, junto con una de sus cartas de mano, consiguió una pareja de dieces. Negó con la cabeza. Su madre envió las pertenencias de su padre a la organización de beneficencia de San Vicente de Paúl el día después de su ingreso en prisión. El
turn
resultó ser un nueve y el
river
un diez, así que consiguió un trío. Recogió todas las cartas para volver a repartir. Decidió centrarse en la bolsa. Al fin y al cabo, era lo único que tenía.
Recordó de nuevo las instrucciones de las operaciones que su padre enviaba por fax al banco y se preguntó cuál sería el prefijo telefónico de las Bahamas. Dejó la baraja, se dirigió al pasillo y hojeó el listín telefónico hasta encontrarlo. Era el 1-242.
Harry frunció el ceño. Aquellos números le resultaban familiares. Regresó a la sala y volvió a revisar la libreta de direcciones. Buscó la combinación 1242 en los teléfonos durante media hora, pero no obtuvo ningún resultado.
Cogió las cartas de nuevo y empezó a repartirlas; en esta ocasión le tocó una pareja de jotas. Ni el
flop
ni el
turn
mejoraron su mano inicial, pero sí lo hizo el
river
, que le proporcionó otra jota. Trío de jotas, una mano ganadora.
Pensó en la carta de su padre. ¿Habría algo en ella, algún mensaje oculto? La idea se le antojaba rocambolesca. Recogió las cartas, repartió de nuevo y miró qué le había tocado. Siete de tréboles y dos de diamantes. Se retiró de inmediato y arrastró el resto de cartas hacia sí. Incluso su padre se hubiera retirado con un siete-dos de diferente palo. Era la peor mano inicial en el Texas Hold‘Em y la única que él nunca hubiera jugado.
Sus manos se paralizaron mientras barajaba las cartas. Un siete-dos de diferente palo. Su padre nunca jugaba con aquella combinación. Dejó la baraja en la mesa y cogió el libro de póquer para examinar las anotaciones de la cubierta interior. Allí estaba. La segunda mano. 7t-2p. Siete de tréboles, dos de picas. ¿Por qué habría jugado una mano así? ¿Y por qué la habría anotado?
Estudió la mano con más detalle. Sus anotaciones siempre seguían el mismo patrón: primero sus dos cartas de mano y debajo las de su oponente. Al otro lado, aparecían las cinco cartas comunitarias. En aquel caso, el otro jugador contaba con un par de cincos que su padre abrevió como 5t-5d. Las cartas comunitarias le proporcionaron a su contrincante un
full house
de cincos: 9d, 3t, 5p, 3c, Jp.
Harry miró sorprendida aquellos números. Para cualquier otra persona sólo se trataría de una mano más, pero ella sabía que su padre nunca hubiera jugado con aquellas cartas. ¿Acaso tendrían otro significado?
Buscó un bolígrafo y un bloc y apuntó las cifras: 7-2-5-5-9-3-5-3-J ¿Podría haber camuflado su padre el número de cuenta en una mano de póquer? ¿Cuántos dígitos tendría una cuenta en las Bahamas? ¿Y la letra «J»? ¿Los números de cuenta también incluían letras en aquel país?
Frunció el ceño y echó un vistazo a la siguiente mano de la lista, en la que una pareja de cuatros había vencido al as y al dos de diamantes de su padre. Doses y cuatros. Abrió los ojos de par en par y anotó aquellos números debajo del primer juego. En aquella mano participaron tres jugadores, por lo que había más cifras. 1-2 para las cartas de mano de su padre, 4-2 para las del segundo jugador y 5-1 para las del tercero. Las cartas comunitarias eran 3-8-4-6-9. Examinó todos los dígitos: 1-2-4-2-5-1-3-8-4-6-9. La combinación 1242. parecía palpitar en la página. ¿Podría darse la gran casualidad de que tuviera delante el número de fax de aquel banco situado en un paraíso fiscal?