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Authors: Ava McCarthy

Jugada peligrosa (18 page)

BOOK: Jugada peligrosa
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Capítulo 24

Combustible, oxígeno y calor: el triángulo de fuego. Si faltaba alguno de estos elementos, las llamas se extinguirían.

Cameron se relamió y buscó a tientas la mochila que estaba colocada a su lado en el asiento de pasajero. Apretó entre sus dedos la tosca lona para cerciorarse de que aún se encontraba allí. Contenía todos los ingredientes que iba a necesitar.

Se hundió en su asiento y observó el apartamento de la planta baja al otro lado de la calle. Las ventanas se veían oscuras y las cortinas estaban descorridas: no había nadie dentro. Consultó su reloj; eran casi las diez. La rodilla derecha se le empezó a mover y la colocó contra el volante para mantenerla quieta.

Había aparcado bajo un árbol para evitar las luces callejeras. La vía estaba tranquila, pero aun así se había encasquetado su gorro de lana hasta las cejas para evitar que su cabello resplandeciera corno una pálida luna.

Tiró de la mochila para acercársela y comprobó de nuevo su contenido: una espátula, dos libritos de cerillas, un ejemplar del
Irish Times
del día anterior, un par de guantes quirúrgicos, dos ventosas de goma y un envase de plástico con queroseno. Todo estaba apiñado en una papelera de mimbre que ardería en un instante, chisporroteando corno un manojo de ramitas secas.

Cameron sacó el envase de queroseno y desenroscó la tapa con cuidado. Cerró los ojos e inhaló en profundidad aquel efluvio embriagador, que invadió su cerebro. Volvió a cerrarlo con la tapa y la apretó bien. El envase ni siquiera estaba medio lleno. El pirómano aficionado casi siempre abusaba de aquella sustancia, pero Cameron sabía que bastaba una pequeña cantidad para resultar eficiente. Si se excedía, parte del líquido empaparía el suelo y las alfombras, escaparía de las crecientes llamas y daría pistas a los investigadores de incendios. Cameron guardó el recipiente en la parte trasera de la mochila y sacó los guantes quirúrgicos. No quedaría ninguna prueba forense de aquel accidente.

La lluvia golpeaba el parabrisas y Cameron bajó la ventanilla para disfrutar de una mejor perspectiva del apartamento. El aire fresco penetró en el coche y contrarrestó el ambiente viciado que se respiraba. Oía los neumáticos mojados del tráfico lejano, pero desde que se encontraba allí nadie había transitado por aquella calle. Escudriñó el edificio de la acera de enfrente. Las ventanas de guillotina parecían viejas y la masilla agrietada. Le iba a resultar fácil entrar.

Alguien caminaba con tacones por la acera detrás de él y Cameron clavó la vista en el retrovisor. Vio a una mujer joven de cabello oscuro con vaqueros y chaqueta azul que cruzaba la calle y se dirigía al edificio de apartamentos. Él se hundió aún más en su asiento y se ocultó el rostro con la mano. Entre los dedos, observó cómo subía los escalones de la puerta principal. Su mirada se entretuvo en su menudo cuerpo y acarició aquella bonita cintura y sus estilizados muslos. Tragó saliva y se le aceleró la respiración. La chica abrió la puerta y entró.

Cameron prestó atención a las ventanas de los pisos de la planta baja. La rodilla derecha le temblaba contra el volante y se la sujetó con la mano. Su respiración era superficial, apenas imperceptible. De repente, se encendieron las luces del apartamento situado en el último piso y vio cómo la chica extendía los brazos para correr las cortinas de la ventana que daba a la calle. Se irguió en su asiento y se dio un puñetazo en la rodilla. En la planta baja aún no había nadie.

Cameron tomó aire, se restregó las palmas de las manos contra los vaqueros y se dispuso a enfundarse los guantes. Flexionó los dedos y extendió el fino y ajustado látex pasando por los nudillos hasta llegar con rapidez a las muñecas. De algún modo, aquel pálido material le confería a sus manos un aspecto inhumano: parecían céreas y faltas de sangre, como las de su madre unas horas después de morir.

Su madre había sido su primer accidente. Aún podía ver su cuerpo destrozado, extendido al final de las escaleras con las rodillas dobladas en ángulos imposibles y el andador encima como si fuera una jaula. Recordó la inquietante mezcla de fascinación y miedo que le invadió. Era la primera vez que mataba a alguien.

Las sacudidas de la rodilla se habían vuelto incontrolables, y Cameron levantaba y bajaba la pierna continuamente como un niño que necesitase ir al baño. Miró detenidamente el apartamento otra vez e imaginó el aspecto que ofrecería cuando estuviera ardiendo: las llamas naranjas y azafranadas alzándose más de diez metros del suelo, el negro humo saliendo por las ventanas, el olor a madera quemada, el atronador rugido de la devastación.

Espiró largamente y se recostó en el asiento con las piernas estiradas. La rodilla se había calmado al fin. La planta baja aún estaba a oscuras, pero sabía que podía esperar. Seguro que alguien llegaría a casa pronto.

Capítulo 25

El RAT había hecho bien su trabajo. Harry tecleó los datos de conexión y la puerta trasera del ordenador de Frank Buckley se abrió de par en par. La atravesó y, con unos pocos golpes de tecla, la cerró al pasar. Si hubiera sido una ladrona con una llave para asaltar un domicilio no le habría resultado más sencillo.

Miró a Jude, que estaba girando el poso de la cerveza y lo examinaba como si leyera las hojas del té. El pub estaba casi vacío y Harry oía el choque y el tintineo de los vasos que limpiaban y guardaban detrás de la barra.

Volvió a concentrarse en el teclado y se abrió camino con sigilo en el ordenador de Frank Buckley, dejando a un lado sus archivos personales y yendo directa hacia las conexiones de red. Desde allí, accedió a los ordenadores centrales de KWC dispuesta a encontrar los archivos de correo electrónico de la empresa. Por si acaso, también empezó a buscar paralelamente los archivos de contraseñas del sistema. No creía que fuera a necesitar permisos de administrador, pero tampoco estaría de más conseguirlos.

—¿Qué está buscando exactamente? —le preguntó, todavía con la mirada fija en el fondo del vaso.

—El nombre del tipo que ha querido matarme.

Jude dejó de darle vueltas al vaso de cerveza y fijó sus ojos en ella. Entonces se levantó y rodeó la mesa para situarse junto a Harry y miró la pantalla por encima de su hombro. Había algo muy masculino en aquella combinación de loción para después del afeitado y cerveza tibia.

La búsqueda de ficheros le había reportado cientos de archivos ordenados alfabéticamente. Cada uno llevaba el nombre de una persona distinta y las fechas se remontaban a 1999.

—Vaya, es una lista de los empleados de KWC —comentó Jude acercándose más.

—En realidad son sus archivos de correo electrónico. —Le sonrió satisfecha—. Incluso el suyo se encuentra aquí.

Jude se colocó a su lado en el sofá y torció el gesto al ver la pantalla. Ella le miró. Desde un ángulo determinado, la mole de la parte superior de su cuerpo le recordaba a un héroe de dibujos animados.

—Necesitará una contraseña para abrirlos, ¿no?

La voz de Jude resonó en el pub vacío como cuando alguien habla demasiado alto en una iglesia.

—¿Eso cree usted? —Harry hizo avanzar la lista y halló un grupo de archivos que pertenecían a Felix Roche. Eran ocho, uno por cada año desde 1999 a 2007—. La gente se obsesiona mucho con su correo electrónico y lo protege con nombres de usuarios y contraseñas pero, cuando se realiza una copia de seguridad, muchas veces el correo se vuelca en un fichero que todo el mundo puede leer.

Empujó suavemente el ratón hasta situarlo sobre el archivo correspondiente al 2000, el año de la operación Sorohan. Su mano se quedó paralizada sobre el ratón. Todo su cuerpo pareció bloquearse y luchó contra unas ganas incontenibles de echar a correr a casa y esconderse. Entonces pensó en las oscuras calles y los sombríos callejones que la separaban de su apartamento. Volvió a mover el ratón y abrió el archivo.

Según Ruth Woods, Felix espiaba la organización interceptando su correo electrónico. Harry estaba convencida de que había copiado aquellos mensajes directamente en su buzón. Buscó en el archivo los enviados por Leon Ritch: encontró muchos, pero en ninguno aparecía Felix como destinatario. La periodista no se equivocaba.

Harry abrió el primer mensaje. Llevaba fecha de 17 de enero de 2000 y estaba dirigido a la cuenta de su padre, [email protected]. Algo se marchitó en su interior al leer el nombre de su progenitor.

Sal,

Mercury Corp ha dado luz verde a la operación de Key Ware hoy. ¡Aún no se ha anunciado públicamente! Hagámonos con KeyWare y volvamos a forrarnos.

L
EÓN

Jude se revolvió en el sofá.

—No puedo creer que Felix conserve algo tan comprometido como esto.

Harry se encogió de hombros.

—A lo mejor pensó que necesitaba alguna pequeña medida preventiva.

Abrió otro mensaje con fecha 28 de abril.

Sal,

Mi fuente me dice que Dynamix Software ha contratado a JX Warner para gestionar sus adquisiciones. El primer objetivo es Zephyr o Sage Solutions. ¡No hay que perderlas de vista!

L
EÓN

Jude enderezó la espalda.

Harry le echó una mirada y volvió la vista a la pantalla.

—¿Qué?

—Dynamix. Trabajé en todas sus operaciones. Ésa no se hizo pública hasta por lo menos julio o agosto. ¿Cómo puede ser que esta piltrafa lo supiera en abril?

Algo se encendió en la cabeza de Harry y observó a Jude un momento.

—¿Usted trabajó para JX Warner?

Asintió con la cabeza sin apartar los ojos de la pantalla.

—Durante algunos años. Me incorporé a KWC después de la operación de Dynamix.

Notó una sacudida en el estómago igual que cuando perdía el equilibrio en las escaleras. Intentó mantener una expresión neutra al recordar lo que Ruth Woods le había comentado. Según la periodista, la información privilegiada de El Profeta siempre estaba ligada a las operaciones de JX Warner, y la policía sostenía que era uno de los banqueros de inversión de aquella entidad. El hombre al que había acudido en busca de ayuda encajaba con exactitud en aquella descripción.

Pero ¿y qué? Había montones de banqueros de inversión que trabajaban para JX Warner. Aun así, a Harry no le gustaba aquella casualidad. Observó a Jude, que estaba mirando el mensaje con el ceño fruncido.

—¿No se ha fijado en algo más? —preguntó ella.

—¿En qué?

Harry dio un golpecito con la uña en la pantalla para señalar la lista de destinatarios del mensaje. Estaba dirigido a su padre, pero también le habían enviado una copia a Jonathan Spencer. Su implicación estaba fuera de toda duda.

Él arrugó la cara como si le hubiera comunicado que su perro había muerto.

—Oh, mierda.

Harry echó un vistazo a Jude, buscando acaso alguna señal de fingimiento. Su padre había hecho de ella una experta en descubrir los faroles de los jugadores de póquer y, en general, sabía ver si alguien mentía. Sin embargo, en aquel caso no vio señales de falsedad y el malestar de Jude parecía sincero. Aun así, la coincidencia de JX Warner le chocaba, pero de momento aparcó el asunto.

Se pasaron los siguientes cuarenta minutos escudriñando el resto de los mensajes de Leon. El alcance de las actividades de la organización era impresionante. Operación tras operación, acuerdo tras acuerdo, Leon, Jonathan y su padre filtraban información privilegiada, abusaban de ella e iban acumulando millones. Cuando Harry situó el ratón sobre el último mensaje, se sentía agotada. De momento, no había descubierto nada sobre la identidad de El Profeta.

—Es increíble. —Jude se frotó la cara con las manos. Estaba tan aturdido como si le hubieran golpeado con un bate de béisbol—. Qué falta de principios.

Harry se dejó caer sobre el respaldo del asiento.

—La ética no ha sido nunca una prioridad para mi padre, créame.

—La gente piensa que el abuso de información privilegiada es un delito sin víctimas, pero no es cierto. —Señaló la pantalla—. Manipular los precios de este modo destruye toda la credibilidad de la Bolsa. La justicia se esfuma. —Parpadeó y la miró desconcertado—. Eran tres banqueros de inversión experimentados y muy respetados. ¿En qué demonios estarían pensando?

Tres banqueros de inversión experimentados. Cuatro con El Profeta. Harry volvió a mirar la pantalla. Se había concentrado tanto en localizar a El Profeta que se olvidó del supuesto quinto miembro de la organización, cuya identidad Leon había protegido en caso de necesitar sus favores posteriormente. Pero no importaba: los mensajes de Leon tampoco lo mencionaban.

—Vamos —sugirió Jude—. Leamos el último.

Harry hizo clic con el ratón y abrió el último mensaje de Leon. Tenía fecha del 8 de agosto de 2000 y, como casi todos, iba dirigido a su padre y a Jonathan Spencer.

Chicos,

¿¿Por qué no contestáis nunca al teléfono?? ¡La operación Dynamix-Zephyr está CANCELADA! ¡Deshagámonos de Zephyr cuanto antes o acabaremos todos bien jodidos!

L
EÓN

Había otro mensaje de correo electrónico adjunto dirigido solamente a Leon:

Leon,

Dynamix tiene dificultades para reunir los fondos destinados a la adquisición de Zephyr. Las negociaciones se han aplazado. Se está preparando una nota de prensa. Sugiero que os deshagáis de vuestra posición en Zephyr inmediatamente.

E
L
P
ROFETA

Los ojos de Harry fueron directos a la dirección del remitente: [email protected].

—¿El Profeta? —dijo Jude—. ¿Quién diantre es?

Harry no sabía si debía explicárselo, pero al final le acabó contando todo, incluidos los rumores sobre un quinto banquero no identificado. Naturalmente, se le pasó por la cabeza la posibilidad de que aquello no fuera nuevo para él, pero prefirió no darle más vueltas por el momento.

—¿Es El Profeta quien la persigue? —preguntó.

Se encogió de hombros.

—Quizá. Puede ser cualquiera de ellos, o tal vez sean todos.

Jude señaló la pantalla con la cabeza.

—Esa dirección de correo electrónico parece bastante extraña.

—Lo envió desde un
re-mailer
. —Antes de que le dedicara una de sus caras de perplejidad, Harry prosiguió—: Eliminan los nombres y las direcciones de los mensajes de correo electrónico antes de mandarlos; no dejan ni rastro de su procedencia.

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