Authors: Ava McCarthy
Dillon viró bruscamente para sortear un ciclista; a Harry se le encogió el estómago y necesitó unos instantes para recuperarse. Hasta el momento, el trayecto estaba resultando brusco. Dillon pisaba el acelerador y propinaba frenazos alternativamente sin interrupción alguna. A ese ritmo, podía darse por satisfecha si no le provocaba algún traumatismo cervical.
Hacía menos de un año que trabajaba para él. El verano anterior, Dillon le había ofrecido un empleo cuando ella trabajaba para otra empresa informática; fue tras ella con la misma energía incontenible que aparentemente empleaba para todo. Era la segunda vez que sus caminos se cruzaban en los últimos dieciséis años. En la primera ocasión, ella sólo tenía trece.
Todo parecía ya muy lejano. Se recostó, cerró los ojos y evocó su propia imagen con aquella edad: puños apretados, cabello indomable, atrapada en una especie de doble vida. Bien pensado, quizá no había cambiado tanto.
Antes de ese momento había comprendido que necesitaría una vía de escape para sobrevivir a su existencia diaria en casa. Lo solucionó viviendo dos vidas: una como la niña que ella misma llamaba Harry
la Esclava
, con una madre que le abría las cartas y le leía los diarios y un padre demasiado ausente como para estar de su parte, y otra como Pirata, una insomne que se sentaba a oscuras y merodeaba por los paraísos informáticos clandestinos en los que era poderosa y respetada.
Esto sucedía a finales de los años ochenta, antes de la eclosión de internet. Pirata se pasaba el tiempo conectándose con un lento módem a tablones de anuncios en los que la gente compartía sus ideas y descargaba herramientas de
hackeo
. A los once años ya había aprendido sin ayuda de nadie a introducirse discretamente en casi cualquier tipo de sistema, sin robar y sin causar ningún daño. Con trece años ya estaba lista para pasar al siguiente nivel.
Harry aún recordaba la noche en que lo consiguió. La habitación se encontraba prácticamente a oscuras, iluminada tan sólo por el resplandor verdoso del monitor del ordenador. Eran las dos de la madrugada y estaba poniendo en práctica la técnica del
war dialling
, es decir había programado el ordenador para realizar llamadas de teléfono continuas hasta encontrar un número que le permitiera conectarse a otro ordenador. Acurrucada en la silla, se abrazaba las rodillas buscando calor mientras escuchaba el débil pitido del módem que marcaba números y se desconectaba. No le inquietaba que sus padres pudieran levantarse y encontrarla allí. Estaban demasiado ocupados con sus propios problemas como para prestarle atención.
Y de pronto, lo logró. El sonido de los módems al conectarse resultaba inconfundible. Un ordenador le había respondido. Se irguió, escribió un comando con el teclado y pulsó intro. Casi de inmediato, el otro ordenador envió un mensaje. Se tapó la boca con la mano.
¡ATENCIÓN! Ha accedido a un sistema informático de la Bolsa de Dublín. El acceso no autorizado está prohibido y podrán aplicarse medidas disciplinarias.
Harry, sentada sobre sus talones, se mordía las uñas. Hasta aquel momento, la red más importante en la que se había introducido era la del University College de Dublín, que carecía de una seguridad estricta al no contener datos confidenciales. En cambio, la Bolsa debía de estar repleta de información comprometida. Sabía que tenía que desconectarse pero, en lugar de eso, apoyó los pies en el suelo y acercó la silla al teclado.
Por la característica línea de comandos de «Nombre de usuario:» supo que se trataba de un sistema operativo VMS, algo positivo y negativo al mismo tiempo, pues por un lado, existían muchas formas de burlar la seguridad de ese sistema una vez que se había accedido a él pero, por otro lado, introducirse sin nombre de usuario ni contraseña válida no iba a resultar una tarea fácil. Por si fuera poco, se quedaría sin conexión después de tres intentos fallidos.
Sus dedos se movían dubitativos sobre las teclas mientras barajaba posibles nombres y contraseñas. Mejor optar por lo obvio. Tecleó «sistema». En la línea de «Contraseña:» escribió «gestor» y pulsó intro. Inmediatamente volvió a aparecer la línea de «Nombre de usuario:», desafiándola a probarlo de nuevo.
Primer intento.
Seguidamente, trató de introducirse tecleando «sistema» y «operador».
Segundo intento.
Sólo le quedaba una oportunidad. Flexionó los dedos y buscó mentalmente las contraseñas que le habían funcionado con anterioridad: «syslib», «sysmaint» y «operador», todas ellas buenas opciones, pero sin garantías. Incluso el nombre de usuario «sistema» podía ser incorrecto.
Entonces, se le ocurrió otra alternativa. Movió la cabeza con gesto incrédulo. No existía ninguna posibilidad pero, precisamente por ser tan improbable, decidió intentarlo. Tecleó el nombre de usuario «invitado», dejó en blanco el campo de la contraseña y apretó intro. Apareció un mensaje en la pantalla:
Bienvenido al servidor VAX de la Bolsa de Dublín.
Y allí, en la línea siguiente, aguardaba cortésmente a sus instrucciones la codiciada línea de comandos de VMS: «$».
Se recostó y sonrió de oreja a oreja. Los administradores creaban en ocasiones una cuenta de «invitado» desprotegida para usuarios nuevos o infrecuentes, lo cual resultaba muy poco seguro. Empezaba a darse cuenta de que el punto más débil de un sistema lo constituía un administrador perezoso.
Se remangó el pijama y empezó a teclear esquivando los bloqueos de seguridad y abriéndose camino en el sistema. Cada vez que alguno de sus comandos conseguía burlar al otro ordenador, brincaba en la silla.
Cuando comprendió que se encontraba en un servidor de bases de datos, realizó un gesto de aprobación delante de la pantalla. ¡Genial! Las bases de datos rezumaban información interesante. Rebuscó entre los archivos, que aparentemente hacían referencia a algún tipo de operaciones financieras, pero aquellos datos no le decían nada. Entonces, halló una lista con siglas que se le antojaban vagamente familia res: NLD, CHF, DEM, HKD. Cuando leyó ESP y lo reconoció como el símbolo de la peseta española, entendió de qué se trataba. Eran símbolos de monedas extranjeras. Debía de haber encontrado archivos relacionados de operaciones con moneda extranjera.
Harry leyó rápidamente los datos y se quedó estupefacta al comprobar las exorbitantes sumas de dinero que se manejaban. Cantidades con muchos ceros. Se moría por dejar su huella y hacerles saber que había estado allí. ¿Qué daño podía hacer? Con dedos nerviosos, añadió un par de ceros a algunas de las cifras más discretas.
Después desanduvo el camino que había seguido para entrar al sistema, desconectó el módem y se metió directamente en la cama. Pero fue incapaz de conciliar el sueño. Había dado un paso más para introducirse en el mundo del sombrero negro y se preguntaba cuáles serían las consecuencias.
No tuvo que esperar demasiado para averiguarlas. La Bolsa descubrió aquel fallo en sus sistemas de seguridad y recurrió a los servicios de un consultor independiente para descubrir al responsable. El experto que contrataron era un licenciado de veintiún años considerado un fuera de serie en materia de seguridad informática. Solamente necesitó una semana para dar con ella.
Se llamaba Dillon Fitzroy.
—Cuéntame qué tal ha ido en KWC.
Harry apartó la vista del tráfico y se percató de que Dillon la miraba. KWC. ¿Había sucedido aquel mismo día?
Avergonzada, esbozó una mueca de disgusto.
—He metido la pata.
Dillon frunció el ceño.
—¿Qué ha ocurrido?
—En mi defensa, puedo alegar que eran una panda de imbéciles. —Entonces se acordó de Jude Tiernan y le remordió un poco la conciencia. Puede que le hubiera hecho pasar un mal rato innecesario—. Uno de ellos intentó sacarme de mis casillas con el tema de mi padre. Me puse un poco, bueno...
—No me lo digas. ¿Respondona?
—Lo siento.
—Por Dios, Harry, podría haber sido una cuenta importante. Tuve que pedir favores para conseguir esa reunión.
—Eh, fuiste tú quien me prescribió la terapia catártica, ¿recuerdas?
Dillon suspiró.
—No te preocupes, los llamaré y veré si puedo arreglar las cosas.
Harry no contestó. Dejó que su cabeza se hundiera en el asiento y cerró los ojos de nuevo. Le había empezado a doler el cuello y suponía que su cuerpo estaría cubierto de enormes moretones que le causarían grandes molestias al día siguiente.
—No deberías pasar la noche sola —le recomendó Dillon—. Aún te encuentras conmocionada.
Ella mantuvo los ojos cerrados.
—Estoy bien.
—Ven a mi casa. Tengo brandy, comida y ropa de recambio, justo en este orden.
Harry le echó un rápido vistazo. Nunca había estado en su casa pero, según Imogen, vivía en una espléndida mansión situada en la campiña de Enniskerry. Sus fuentes de información también le aseguraban que era un soltero empedernido, por lo que Harry se preguntó de dónde habría sacado la ropa de recambio.
En otras circunstancias hubiera cedido a la curiosidad, pero en aquel momento sólo deseaba encerrarse en su apartamento y pensar.
—Te lo agradezco, pero sería una mala compañía —respondió—. Sólo necesito dormir.
Sintió cómo los ojos de Dillon escudriñaban su rostro.
—Sabes lo que significa, ¿no? —le preguntó él.
—¿Qué?
—El tipo de la estación de trenes, el dinero de Sorohan, todo eso. —Apartó unos instantes su atención de la calzada para lanzarle una mirada a Harry—. Le encuentras algún sentido, ¿no es así?
Negó con la cabeza y se encogió de hombros de manera forzada.
—Sólo era un chiflado.
Él la miró un momento y se concentró de nuevo en el tráfico.
—Como quieras.
No le gustó la expresión de Dillon. Diablos. Se sintió mal por ello, pero ahora no podía arreglarlo. No estaba dispuesta a compartir ciertos aspectos de su vida, al menos hasta que ella misma no los comprendiera mejor.
Dillon giró a la derecha y tomó Raglan Road. Harry empezó a relajarse al circular por aquella avenida flanqueada por árboles tan familiar para ella. Los edificios victorianos de ladrillo rojo montaban guardia a ambos lados; algunos habían sido restaurados y convertidos en elegantes residencias familiares, pero la mayor parte de ellos albergaba apartamentos. La pintura agrietada en las ventanas de guillotina revelaba cuáles estaban alquilados.
Dillon los miró detenidamente.
—¿Cual es el tuyo?
Harry señaló una casa en la esquina con la puerta de color amarillo canario. Ella misma la había resanado con una capa de pintura la semana anterior. Pronto se la compraría al propietario, puesto que se ganaba bien la vida y había ahorrado capital suficiente para empezar a pensar en una hipoteca.
Dillon detuvo el coche en seco con un sonoro frenazo. Harry salió del Lexus y se dirigió hacia la puerta.
El edificio comprendía un sótano y tres pisos; Harry vivía en un apartamento en la planta baja. Antiguamente había sido un refinado salón donde los mayordomos servían el té, pero ahora era el lugar donde Harry tomaba el desayuno en la cama cuando le apetecía.
Caminó con dificultad por el vestíbulo consciente de la presencia de Dillon, que la seguía. Llegaron a su apartamento y Harry se quedó paralizada. La puerta estaba abierta.
Dubitativa, cruzó el umbral. Dillon permaneció detrás de ella y observó la escena por encima de su hombro.
—¡Dios mío! —exclamó Dillon.
Era como si una jauría de perros salvajes hubiera estado diez días encerrada en el apartamento. El sofá estaba rasgado; la piel negra hecha trizas dejaba al aire pedazos de esponja amarilla. Habían barrido todos sus libros en rústica de los estantes y los habían dejado en montones irregulares sobre el suelo.
Harry respiró hondo.
Una vez dentro, se abrió paso entre aquella escabechina como si deambulara entre varios cadáveres de viejos amigos. El espejo de encima de la chimenea estaba ahora en el suelo, hecho añicos. Habían arrancado de la pared su único cuadro, un grabado de unos perros jugando al póquer. El clavo que lo sujetaba también se había caído y, en su lugar, se veía una grieta. El cuadro se encontraba apoyado contra el sofá, con el papel marrón del dorso arrancado. Harry contemplaba el panorama abrazándose el pecho.
Dillon la llamó desde la cocina.
—Ven a ver esto.
Se dirigió hacia allí. Oía un crujido cada vez que pisaba las losas; al parecer, habían vaciado una bolsa de azúcar en el suelo junto con otras cosas que almacenaba en los armarios de la cocina.
Harry se quedó boquiabierta. Todo lo que guardaba allí —latas, cacerolas, botes, alimentos refrigerados— se encontraba apilado en medio del suelo. Habían vaciado los cajones de la cubertería en aquel montón. Las puertas de los armarios, abiertas de par en par, mostraban los estantes vacíos. Parecía un ataque enloquecido de limpieza primaveral.
Harry se apoyó en el marco de la puerta. Dios santo, ¿quién habría hecho aquello?
Dillon daba vueltas alrededor de aquella pila de comida moviendo la cabeza de un lado a otro. Ella suspiró e hizo un esfuerzo para desplazarse por el pasillo hasta su habitación, que ofrecía el mismo aspecto caótico que el resto del apartamento: cajones revueltos y ropa desordenada por doquier. Ya no usaría más ninguna de aquellas prendas.
Una luz roja parpadeaba en el teléfono de la mesita de noche como un reclamo de atención silencioso.
Se percató de que un antiguo libro que le resultaba muy familiar había caído boca abajo sobre la cama. Lo habían abierto tanto que se le había partido el lomo y yacía allí, como un pájaro roto. Algunas páginas cayeron revoloteando al suelo cuando lo tomó en sus manos. Se trataba de un libro que su padre le había regalado cuando tenía doce años:
Cómo jugar y ganar al póquer
. En ambas cubiertas interiores encontró una serie de notas escritas con rotulador correspondientes a algunas de las partidas de póquer que había disputado con su padre. Era una costumbre que había aprendido de él: después de cada mano, anotaba minuciosamente las cartas que se habían jugado. Nunca olvidaba ninguna mano ni le ganaban dos veces con el mismo farol.
Tenía seis o siete años cuando su padre empezó a llevarla a sus partidas de póquer, que se solían alargar hasta las tres o las cuatro de la madrugada. En ellas, había aprendido algunas palabrotas malsonantes. Normalmente se le irritaban los ojos con el humo del tabaco y acababa durmiéndose en el sofá. Más tarde, cuando ya era una adolescente, la llevó a los casinos del Soho y Piccadilly en Londres. En aquellos tiempos, todo aquello le resultaba excitante y propio de adultos, pero en retrospectiva, lo consideraba un modo equivocado de educar a un niño.