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Authors: Ava McCarthy

Jugada peligrosa (4 page)

BOOK: Jugada peligrosa
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Jude dejó su teléfono móvil sobre la mesa y se sacó un bolígrafo plateado del bolsillo de la camisa. Se puso a darle vueltas con una mano y con la otra hizo una seña a Harry.

—Por favor, continúe.

—Para ser sincera, esperaba que viniera un empleado de seguridad de TI —admitió Harry—. Alguien que conociese los sistemas.

Felix resopló.

—¿Seguridad de TI? Conozco estos sistemas mejor que nadie. Casi monté esas malditas máquinas yo solo.

—Ya entiendo. —Harry hojeó la tarjeta de visita de nuevo—. ¿Y ahora trabaja en adquisiciones de TI?

La fulminó con la mirada.

—Un cambio en mi trayectoria profesional. Los de seguridad están encantados de que me ocupe de esta primera reunión, créame. Les ahorro problemas.

Harry respiró profundamente. Miró su bloc, aunque no había escrito nada.

—Bien, de acuerdo, desconozco lo que hablaron con Dillon —dijo. Al parecer no habían entrado en muchos detalles—. Tenemos que valorar el ámbito del test de intrusión y ver qué enfoque resulta más conveniente.

Su padre le había enseñado la importancia de conocer a los jugadores de la mesa y adaptar el estilo propio en consecuencia. El problema era que no conocía a aquellos tipos en absoluto y, además, no le ofrecían ninguna pista.

—Un test de intrusión es una pérdida de tiempo —repuso Felix—. Nuestros sistemas son seguros, lo garantizo personalmente. —Miró a Harry con el ceño fruncido—. Cualquiera que afirme lo contrario está cuestionando mi competencia profesional.

Jude le ignoró.

—¿Qué es lo que sucede exactamente durante ese test, señorita Martínez?

Felix suspiró.

—Vamos, Jude, ya lo he hablado con ella. Además, los dos sabemos que está aquí solamente porque su jefe es un viejo amigo tuyo y quiere esta cuenta.

Harry bajó la vista de nuevo hacia el bloc. No le extrañaba que un tipo de adquisiciones se ocupara de aquel tema: ni siquiera se tomaban el asunto en serio.

Jude alzó una mano para mandar callar a Felix y sonrió a Harry.

—Por favor, dígame en qué consiste esa prueba.

Harry sospechaba que quien la estaba poniendo a prueba era Jude, así que no le devolvió la sonrisa.

—En un test de intrusión utilizo cualquier sucio subterfugio para intentar acceder a sus sistemas informáticos —explicó—. Cuando ya lo he conseguido, debo husmear en el interior del sistema para comprobar qué clase de daños se pueden causar.

Jude dejó de jugar con el bolígrafo.

—Dicho de otro modo, actúa como un
hacker
.

—Así es.

—¿Y qué clase de
hacker
es usted, señorita Martínez? —le espetó Felix—. ¿De sombrero blanco o de sombrero negro?

Harry se puso tensa y le lanzó una mirada asesina.

Jude miraba a los dos alternativamente.

—¿Alguien me va a explicar qué es eso?

Harry contestó antes de que Felix pudiera lanzarle otra pulla.

—Los de sombrero negro son
hackers
malintencionados que pretenden causar algún daño. Los de sombrero blanco no son destructivos, sólo están interesados en la tecnología y en comprobar hasta dónde pueden llegar.

Volvió a dirigirse a Felix.

—Para su información, señor Roche, soy una profesional de la seguridad, no una
hacker
.

—Vaya, vaya, una
hacker
con principios —respondió Felix—. ¿Quién lo iba a decir?

Jude anotó algo en su libreta y se la pasó a Felix. Harry vio cómo este último apretaba la mandíbula, y se preguntó si habría superado la prueba.

—Estoy intrigado —admitió Jude—. Entonces, ¿cómo lo hacemos?

—Se puede realizar un buen test de intrusión siguiendo el método de la caja negra o de la caja blanca.

—Todo es blanco o negro para usted, ¿no?

Harry le miró a los ojos.

—Más bien.

Levantó las cejas.

—De acuerdo. Soy todo oídos.

—El test de caja negra es lo más parecido a un verdadero
hacker
que actúa desde el exterior. Empiezo sin disponer de nada más que del nombre de la empresa. Empleo fuentes de información externas para curiosear en su red y accedo a ella.

Hizo una pausa para asegurarse de que lo entendía. Él asintió con la cabeza y sonrió.

—En un test de caja blanca, conozco todos los detalles sobre sus sistemas internos desde el principio. Los cortafuegos, la infraestructura de la red, las bases de datos, sus actividades —explicó Harry—. En otras palabras, ataco desde dentro.

La puerta chirrió al abrirse y un hombre de cincuenta y tantos años entró en la sala. Casi calvo, el poco cabello gris que le quedaba se le ahuecaba a ambos lados de la cabeza como un par de alas.

«Un payaso de circo», pensó Harry.

—Por favor, siga —le pidió el recién llegado, que tomó asiento en una silla situada contra la pared, detrás de Harry.

Dios mío, ¿a qué se debía tanta afluencia de gente para contemplarla con la boca abierta? Echó un vistazo a la mesa de congresos, con capacidad para unas veinte personas, y se temió lo peor.

Jude miró al hombre de mayor edad un momento. Después volvió a prestar atención a Harry.

—Entonces, ¿qué método nos recomienda, señorita Martínez?

Harry intentó concentrarse.

—El de caja blanca. Por experiencia, sé que los propios empleados de la empresa, los iniciados, constituyen un peligro mucho más grave que los agresores externos.

—Y seguro que lo sabe todo sobre iniciados, ¿a que sí? —preguntó Felix.

A Harry se le paralizaron todos los músculos del cuerpo.

—¿A qué se refiere, señor Roche?

—Venga, enseñemos las cartas. Todos lo estamos pensando. —Extendió los brazos como si la sala estuviera repleta de gente que le apoyaba—. Su papaíto era el rey de los iniciados, ¿no es así?

Harry parpadeó. Bajó la mirada, volvió a toquetear su bloc y trató de replicar con voz firme:

—Lo que mi padre pueda haber hecho resulta irrelevante en esta conversación.

—¿Pueda haber hecho? —replicó Felix—. Fue acusado de abuso de información privilegiada, ¿me equivoco? Lo condenaron a ocho años de cárcel.

Harry se dio cuenta de que Felix apretaba los puños y reparó en sus mejillas enrojecidas por la ira. Lo miró fijamente.

—Se lo toma como algo demasiado personal, ¿no cree?

—Pues claro, ¡sólo faltaría! Salvador Martínez casi hundió la empresa.

—Felix, te estás excediendo.

La voz del payaso que estaba sentado detrás de ella la sobresaltó.

Jude se revolvió en la silla. La mirada que Felix dedicó a Harry parecía indicar que ya no tenía nada más que decir.

Harry no se molestó en darse la vuelta para agradecer aquel inesperado apoyo. Al diablo. Ya había tenido suficiente. Apoyó las palmas de las manos en la mesa lacada de la sala de juntas. Era lisa y fría, como un espejo. Se levantó y miró a los presentes a la cara.

—Señor Roche, he venido aquí para hablar sobre la seguridad de sus sistemas de TI, y no estoy dispuesta a tratar ningún otro tema con ustedes.

Cogió su bolso y se dirigió hacia la puerta. Entonces, un pensamiento la asaltó. Sabía que no debía expresarlo en voz alta, pero lo iba a hacer. Se dio la vuelta y les lanzó una mirada.

—Quién sabe, a lo mejor mi padre no fue el único que abusó de información privilegiada en esta empresa. Quizá su detención les aguó la fiesta.

Felix se quedó con la boca abierta. Jude se irguió en la silla y sus labios desaparecieron en una estrecha línea.

El payaso se levantó y alzó la mano.

—Caballeros, se lo ruego...

Jude lo interrumpió.

—No lance acusaciones que no pueda probar, señorita Martínez. —Apretó fuertemente el bolígrafo plateado con el puño—. Algunos aún creemos en la integridad de nuestra profesión, aunque no fuera el caso de su padre.

—Vaya, vaya, un banquero de inversión con principios —contestó Harry—. ¿Quién lo iba a decir?

Caminó con paso firme tan rápido como pudo, pero sin echar a correr. Aquella dichosa sala era más larga que una pista de tenis. Tiró de la puerta para abrirla y la cerró con violencia al salir.

A medio camino del pasillo notó que estaba temblando. Cuando llegó a la esquina, vaciló al intentar buscar la salida. Maldita sea, los ascensores debían de estar al otro lado. Por norma le costaba orientarse, pero aquél no era el momento indicado para perderse y solicitar ayuda.

Desanduvo el camino, pasó de largo la sala de juntas y encontró los ascensores. Apretó el botón y empezó a caminar de un lado a otro mientras esperaba.

La puerta de la sala de juntas se abrió y se oyeron unas agresivas voces procedentes del interior. Comprobó si llegaba el ascensor: le faltaban dos pisos. Recorrió el pasillo en busca de un lugar donde esconderse pero no había puertas ni lavabos, sólo el suelo de mármol pulido.

Salió alguien. El payaso. La vio y agachó la cabeza.

—Señorita Martínez, le ruego que acepte mis disculpas.

Se acercó a ella y le tendió la mano. Tenía las cejas arqueadas y la frente abombada. Su expresión denotaba tristeza.

—Me llamo Ashford —dijo—. Y soy el director ejecutivo de KWC. La han tratado muy mal ahí dentro, pero sepa que esos individuos serán amonestados por su falta de profesionalidad.

Harry no le estrechó la mano.

—¿Desde cuándo un director ejecutivo asiste a reuniones rutinarias de TI?

Ashford dejó caer la mano.

—Excelente observación. Muy bien, lo admito: tenía curiosidad. Quería conocerla.

Se oyó el sonido del ascensor al llegar y las puertas se abrieron. Harry entró y pulsó el botón de la planta baja.

—Conozco a su padre desde hace más de treinta años —le confesó Ashford—. Salvador es un gran amigo mío y un buen hombre —sonrió—. Usted se parece mucho a él.

Harry lo miró fijamente mientras las puertas del ascensor se cerraban.

—Conozco a mi padre de toda la vida —replicó—, y le aseguro que no me parezco en nada a él.

Capítulo 5

Cameron sabía que no encajaba bien en su entorno. Y lo achacaba al color de su cabello. Una vez una chica lo definió como medio albino mientras él penetraba su escuálido cuerpo. Después le rodeó el cuello con los dedos y lo apretó hasta que ella dejó de moverse.

Se encasquetó el gorro de lana negra hasta justo encima de las cejas y miró su reloj. Debía moverse antes de que alguien advirtiera su presencia aunque, según las instrucciones, aún tenía que esperar una hora más.

Nunca había estado en el International Financial Services Centre. Para él, se trataba de un lugar al que iban los ricos para enriquecerse aún más. Recordaba aquella zona de la ciudad antes de su remodelación, cuando aún era los muelles de la Custom House. La prefería entonces, con los enormes almacenes anónimos que se levantaban a lo largo de aquellas inhóspitas extensiones de tierra. Ahora se trataba de una ciudad diseñada dentro de otra ciudad que albergaba entidades bancarias de todo el mundo.

Cameron levantó la mirada hacia los altos edificios de oficinas, construidos todos con los mismos bloques de cristal, que brillaban bajo la luz del sol como la maldita Ciudad Esmeralda de Oz.

Se apoyó contra la barrera de acero que había cerca de la orilla del George’s Dock. Antiguamente era un muelle que olía a alquitrán y pescado, pero lo habían convertido en un lago ornamental. Los chorros de cinco surtidores caían con estrépito sobre la superficie del agua produciendo un ruido ensordecedor, pero aquél era el lugar ideal para observar el edificio de enfrente.

Cameron se irguió cuando vio a una joven salir con dificultad por las puertas giratorias. Comprobó si encajaba con la descripción de Martínez. Un metro sesenta, delgada, pelo rizado y oscuro. Rostro más o menos en forma de corazón. Llevaba una cartera con un logotipo plateado. Sin duda, era ella. Le recordaba a la camarera española con la que había estado en Madrid el año anterior. Notó que su excitación iba en aumento.

Cameron la siguió y acomodó su paso al de la chica. Era viernes por la tarde y la ciudad estaba abarrotada de gente. La miró fijamente sin pestañear para no perderla de vista.

Se le había encogido el estómago al escuchar aquella voz familiar al teléfono que ya le había dado órdenes en numerosas ocasiones. Se convenció de que lo hacía por dinero, pero sabía que aquél no era el único motivo. El corazón le empezó a latir con fuerza al escuchar las instrucciones, como un anticipo de la persecución que iba a tener lugar.

La joven se topaba con los hombros de otros transeúntes como si estuviera en los autos de choque, pero no parecía percatarse de ello. Abandonó las inmediaciones del IFSC para adentrarse de nuevo en las calles de la ciudad. El tráfico de viandantes alrededor de Cameron era cada vez mayor, pero él los sorteaba con habilidad para reducir la distancia que le separaba de la muchacha.

—¿Lo hago como la última vez? —había preguntado por teléfono.

Se recreaba en el recuerdo de la anterior ocasión: el chirrido de los frenos, el olor a goma quemada, el escalofriante crujido del metal y los huesos hechos trizas. Pero la voz interrumpió sus pensamientos.

—Aún no. Deseo aterrorizarla, pero la quiero viva. —Como si percibiera la decepción de Cameron, añadió—: No te preocupes. La próxima vez podrás matarla.

«La próxima vez.» Cameron tragó saliva al acercarse a la chica. ¿Por qué siempre tenía que obedecer órdenes? Corría un enorme riesgo para cumplir aquellas instrucciones. Necesitaba alguna satisfacción, y la necesitaba ahora.

La joven aceleró el paso y él empezó a dar zancadas para no perderla. Su primera oportunidad se le presentaría en el transitado cruce de la escultura conocida con el nombre de Eternal Flame, por donde los coches pasaban de largo la Custom House a gran velocidad e ignoraban a los peatones. Se encontraba a menos de veinte metros y ella iba directa hacia allí.

De repente la chica se detuvo, dio media vuelta, le clavó los ojos y volvió sobre sus pasos hacia él. ¿Qué demonios estaba haciendo? No podía haberlo visto. Continuó caminando.

Estaban cara a cara. Sus pechos le rozaron el brazo y sintió su calor.

—Perdón —dijo ella sin mirar hacia arriba, y siguió su camino.

Se relamió al verla alejarse.

Esperó hasta encontrarse a diez metros de ella y entonces reemprendió la persecución. La chica se dirigió hacia el río y cruzó el puente. Giró a la izquierda por los muelles adoquinados y él la siguió. Cameron percibió el olor de las algas putrefactas que colgaban como un flequillo de cabello graso a lo largo de las paredes del río.

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