Justine (18 page)

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Authors: Marqués de Sade

BOOK: Justine
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–Vamos –dice Severino cuyos deseos prodigiosamente exaltados ya no pueden contenerse, y que en este horrible estado parece un tigre dispuesto a devorar a su víctima–, que cada uno de nosotros la someta a su placer favorito.

Y el infame, colocándose en un canapé en la actitud propicia para sus execrables proyectos, haciéndome sostener por dos de sus frailes, intenta solazarse conmigo de aquella manera criminal y perversa que sólo nos hace semejarnos al sexo que no poseemos degradando el propio. Pero, o ese impúdico está demasiado vigorosamente dotado, o la naturaleza se rebela en mí ante la mera sospecha de esos placeres: no consigue vencer los obstáculos; tan pronto como se presenta, es inmediatamente rechazado... Abre, empuja, desgarra, todos sus esfuerzos son inútiles; el furor de ese monstruo se dirige contra el altar que sus deseos no pueden alcanzar; lo golpea, lo pellizca, lo muerde. Nuevas posibilidades nacen del seno de tales brutalidades; las carnes reblandecidas ceden, el sendero se entreabre, el ariete penetra. Yo lanzo unos gritos espantosos. La masa entera no tarda en ser engullida, y la culebra, arrojando inmediatamente un veneno que le arrebata las fuerzas, cede finalmente, llorando de rabia, a los movimientos que yo hago para soltarme. En toda mi vida no había sufrido tanto.

Se adelanta Clément; está armado con varas; sus pérfidas intenciones estallan en sus ojos:

–Me toca a mí –le dice a Severino–, me toca a mí vengaros, padre mío; me toca a mí corregir a esta pécora por resistirse a vuestros placeres.

No necesita que nadie me sostenga; uno de sus brazos me rodea y me aprieta contra una de sus rodillas, de manera que, presionando mi vientre, pone más al descubierto lo que servirá a sus caprichos. Al principio tantea sus golpes, parece que sólo tenga la intención de prepararse; pronto, inflamado de lujuria, el depravado golpea con todas sus fuerzas: nada queda a salvo de su ferocidad; de la mitad de las caderas hasta las pantorrillas, todo es recorrido por el traidor; atreviéndose a mezclar el amor con esos crueles momentos, su boca se pega a la mía y quiere absorber los suspiros que los dolores me arrancan... Mis lágrimas corren, las devora, sucesivamente besa y amenaza, pero sigue golpeando; mientras actúa, una de las mujeres le excita; arrodillada delante de él, lo trabaja diferentemente con cada una de sus manos, y cuanto más lo consigue, con más violencia me llegan sus golpes. Estoy a punto de ser desgarrada cuando nada anuncia todavía el final de mis males: de nada sirve que se prodigue por todas partes. El final que yo espero sólo dependerá de su delirio. Una nueva crueldad lo determina: mi pecho está a la merced de ese hombre brutal, le excita, hunde en él sus dientes, el antropófago lo muerde: este exceso provoca la crisis, el incienso se escapa. Unos gritos espantosos y unas terribles blasfemias han señalado su arrebato, y el fatigado monje me abandona a Jérôme.

No seré más peligroso para tu virtud que Clément –me dice el libertino acariciando el altar ensangrentado donde acaba de sacrificar el otro fraile–, pero quiero besar esos surcos; si yo también soy capaz de entreabrirlos, les debo algún honor. Quiero aún más –prosigue; hundiendo uno de sus dedos en el lugar donde se había metido Severino–, quiero que la gallina ponga, y quiero devorar su huevo... ¿Está ahí?... ¡Sí, pardiez!... ¡Oh, hija mía, qué delicado es!...

Su boca sustituye los dedos... Me explican lo que tengo que hacer, lo hago con asco. En la situación en que me encuentro, ¡ay de mí, no me está permitido negarme! El indigno está contento... traga, y después, haciéndome arrodillar delante de él, se pega a mí en esa posición; su ignominiosa pasión se satisface en un lugar que me impide cualquier protesta. Mientras actúa así, la mujer gorda lo azota, y otra, situada a la altura de su boca, cumple el mismo deber al que yo he acabado de ser sometida.

No basta –dice el infame–, quiero que cada una de mis manos... siempre nos quedamos cortos...

Las dos jóvenes más bonitas se acercan, obedecen: estos son los excesos a que la saciedad ha conducido a Jérôme. En cualquier caso, las impurezas le llenan de felicidad, y mi boca, al cabo de media hora, recibe finalmente, con una repugnancia que os será fácil adivinar, el asqueroso homenaje de aquel hombre depravado.

Aparece Antonin.

–Vamos a ver –dice– esta virtud tan pura; estropeada por un solo asalto, ya no debe notarse.

Sus armas están en ristre, se serviría gustosamente de los procedimientos de Clément. Ya os he dicho que la fustigación activa le gusta tanto como al otro monje, pero como está apresurado le parece suficiente el estado en que me ha dejado su compañero. Me examina, disfruta, y dejándome en la postura que todos ellos prefieren, manosea un instante las dos medias lunas que impiden la entrada. Zarandea furiosamente los pórticos del templo, no tarda en llegar al santuario: el asalto, aunque tan violento como el de Severino, realizado en un sendero menos estrecho, no es sin embargo tan rudo de soportar. El vigoroso atleta coge mis dos caderas, y supliendo los movimientos que yo no puedo hacer me sacude contra su cuerpo con vigor; diríase, por los esfuerzos redoblados de ese Hércules, que, no contento con ser dueño de la plaza, quiere reducirla a polvo. Unos ataques tan terribles, y tan nuevos para mí, me hacen sucumbir; pero, sin inquietarse por mis penas, el cruel vencedor sólo piensa en aumentar sus placeres; todo le circunda, todo le excita, todo contribuye a sus voluptuosidades. Frente a él, subida a mis caderas, la joven de quince años, con las piernas abiertas, ofrece a su boca el mismo altar en el que realiza su sacrificio conmigo, sorbe gustosamente el precioso jugo de la naturaleza cuya emisión acaba ésta de conceder a la chiquilla. Una de las viejas, arrodillada delante de las caderas de mi vencedor, las mueve, y avivando sus deseos con su lengua impura, consigue su éxtasis, mientras que para calentarse aún más el libertino excita a una mujer con cada una de sus manos. No hay uno de sus sentidos que no sea provocado, ni uno que no contribuya a la perfección de su delirio; lo alcanza, pero mi constante horror por todas sus infamias me impide compartirlo... Lo consigue solo, sus gestos, sus gritos, todo lo anuncia, y me siento inundada, a pesar mío, por las pruebas de una llama que sólo contribuyo a encender en una sexta parte. Me desplomo finalmente sobre el trono donde acabo de ser inmolada, sintiendo únicamente mi existencia a través del dolor y de las lágrimas... de la desesperación y de los remordimientos...

Entonces el padre Severino ordena a las mujeres que me den de comer, pero muy lejos de prestarme a estas atenciones, un acceso de furiosa pena asalta mi alma. Yo, que ponía toda mi gloria, toda mi felicidad, en mi virtud, yo, que me consolaba de todos los males de la fortuna, con tal de ser siempre decente, no puedo soportar la horrible idea de verme tan cruelmente mancillada por aquellos de quienes debía esperar el máximo socorro y consuelo: mis lágrimas manan en abundancia y mis gritos hacen resonar la bóveda. Ruedo por los suelos, me golpeo los pechos, me meso los cabellos, invoco a mis verdugos, y les suplico que me den muerte... ¿Creeréis, señora, que tan espantoso espectáculo sólo consigue excitarlos más?

–¡Ah! –dice Severino–, nunca he disfrutado de una escena más hermosa. Ved, amigos míos, en qué estado me pone; es increíble lo que consiguen de mí los dolores femeninos.

–Sigamos con ella –dice Clément–, y para enseñarle a gritar de este modo que, en este segundo asalto, la bribona sea tratada con mayor crueldad.

Dicho y hecho; Severino toma la iniciativa pero, por mucho que dijera, sus deseos necesitaban un grado de excitación superior, y, sólo después de haber utilizado los crueles medios de Clément, consiguió reunir las fuerzas necesarias para la realización de su nuevo crimen. ¡Qué exceso de ferocidad, Dios mío! ¡Cómo era posible que esos monstruos la llevaran al punto de elegir el instante de una crisis de dolor moral por la violencia que sentía para hacerme sufrir otro dolor físico tan bárbaro!

–Sería injusto que no utilizara como principal con esta novicia lo que tanto nos sirve como accesorio –dice Clément comenzando a actuar–, y os aseguro que no la trataré mejor que vosotros.

–Un momento –dice Antonin al superior al que veía a punto de cogerme de nuevo–; mientras vuestro celo va a exhalarse en las partes traseras de esta hermosa joven, me parece que yo puedo incensar al Dios opuesto; la pondremos entre los dos.

Me colocan de tal manera que todavía puedo ofrecer la boca a Jérôme; se lo exigen. Clément se coloca en mis manos; me veo obligada a masturbarlo. Todas las sacerdotisas rodean el espantoso grupo. Cada una de ellas presta a los actores lo que sabe que más debe enardecerlo. Sin embargo, yo soporto todo; el peso entero recae exclusivamente sobre mí. Severino da la señal, los tres restantes no tardan en seguirle, y ya me tenéis, por segunda vez, indignamente mancillada por las pruebas de la repugnante lujuria de unos indignos bribones.

–Es más que suficiente para un primer día –dice el superior–; ahora hay que demostrarle que sus compañeras no son mejor tratadas que ella.

Me suben a un sillón elevado, y, desde allí, me veo obligada a presenciar los nuevos horrores con los que terminan las orgías.

Los frailes forman un pasillo; todas las hermanas desfilan delante, y reciben un azote de cada uno de ellos; después son obligadas a excitar sus verdugos con la boca mientras éstos las atormentan y las insultan.

La más niña, la de diez años, se coloca sobre el canapé, y cada religioso acude a hacerle sufrir el suplicio que prefiera; a su lado se pone la joven de quince años, con la que aquel que acaba de infligir el castigo debe disfrutar inmediatamente a su capricho; hace de comodín: la más vieja debe acompañar al fraile que actúa, a fin de servirle, bien en esta operación, bien en el acto que debe concluirla. Severino sólo utiliza la mano para golpear a la que se le ofrece, y corre a englutirse en el santuario que le deleita y que le presenta la que han colocado a su lado; armada con un manojo de ortigas, la vieja le devuelve lo que acaba de hacer; del interior de esas dolorosas titilaciones nace la ebriedad del libertino... Preguntado si se consideraría cruel, aducirá que no ha hecho nada que él mismo no haya previamente soportado.

Clément pellizca levemente las carnes de la chiquilla: el goce ofrecido al lado le resulta prohibido, pero le tratan como él ha tratado; y deja a los pies del ídolo el incienso que ya no tiene fuerzas para arrojar dentro del santuario.

Antonin se divierte magullando fuertemente las partes carnosas del cuerpo de su víctima; excitado por los saltos que da, se abalanza a la parte ofrecida a sus placeres predilectos. Es, a su vez, magullado y golpeado, y su ebriedad es el fruto de los tormentos.

El viejo Jérôme sólo se sirve de sus dientes, pero cada mordisco deja una huella de la que la sangre mana inmediatamente; después de una docena, el comodín le presenta la boca; satisface en ella su furia, mientras que él mismo es mordido con idéntica fuerza.

Los monjes beben y recuperan las fuerzas.

La mujer de treinta y seis años, preñada de tres meses, tal como os he contado, es encaramada sobre un pedestal de ocho pies de altura, en el que sólo puede colocar una pierna, viéndose obligada a tener la otra suspendida en el aire; a su alrededor hay unos colchones rellenos de espinos, de acebos, de abrojos, de tres pies de espesor; y se le ha dado una vara flexible para sostenerse. Es fácil ver, por una parte, el esfuerzo que pone en no caer, y, por otra, la imposibilidad de mantener el equilibrio: esta alternativa divierte a los frailes. Alineados los cuatro a su alrededor, cada uno de ellos tiene una o dos mujeres que los excitan de maneras diversas durante el espectáculo. Por muy embarazada que esté, la desdichada permanece en esa actitud durante un cuarto de hora; al fin le fallan las fuerzas, cae sobre los espinos, y nuestros malvados, borrachos de lujuria, ofrecerán por última vez sobre su cuerpo el abominable homenaje de su ferocidad... Luego se retiran.

El superior me confía a manos de aquella mujer, de treinta años de edad, de la que ya os he hablado: la llamaban Omphale. Le habían asignado el cometido de instruirme y de instalarme en mi nuevo domicilio, pero aquella primera noche no vi ni escuché nada. Anonadada y desesperada, sólo quería reposar un poco. Descubrí en la habitación adonde me destinaba a otras mujeres que no estuvieron en la cena; dejé para el día siguiente el examen de todos esos nuevos cuerpos, y sólo me ocupé de buscar un poco de descanso. Omphale me dejó tranquila, y se acostó en su cama. Así que estoy en la mía, todo el horror de mi suerte se presenta aún más vivamente ante mí; no acababa de creerme todas las abominaciones que había sufrido, ni aquellas de las que había sido testigo. ¡Ay de mí!, si alguna vez mi imaginación se había extraviado por esos placeres, yo los creía castos como el Dios que los inspiraba, ofrecidos por la naturaleza para servir de consuelo a los humanos, los suponía nacidos del amor y de la delicadeza. Estaba muy lejos de creer que el hombre, a ejemplo de los animales feroces, sólo pudiera disfrutar haciendo temblar a su compañera... Después, volviendo sobre la fatalidad de mi suerte... «¡Oh, justo cielo!», me decía, «¡así que ahora es absolutamente cierto que ningún acto virtuoso emanará de mi corazón sin que vaya inmediatamente seguido de un dolor! ¿Y qué daño hacía yo, Dios santo, deseando cumplimentar en este convento algunos deberes religiosos? ¿He ofendido al cielo por querer rezar? ¡Incomprensibles designios de la Providencia, dignaos», proseguí, «mostraros a mis ojos si no queréis que me rebele contra vosotros!» Unas amargas lágrimas siguieron a estas reflexiones, y todavía estaba inundada por ellas cuando se hizo de día; entonces Omphale se acercó a mi cama.

–Querida compañera –me dijo–, vengo a exhortarte que tengas valor. Yo lloré como tú los primeros días, y ahora me he acostumbrado. Tú te acostumbrarás como yo he hecho. Los comienzos son terribles. No es únicamente la necesidad de satisfacer las pasiones de esos depravados lo que constituye el suplicio de nuestra vida, es la pérdida de nuestra libertad, la manera cruel con que se nos trata en esta espantosa casa.

Los infelices se consuelan al ver a otros a su lado. Por agudos que fueran mis dolores, los mitigué un instante, para rogar a mi compañera que me informara de los males que debía esperar.

–Un momento –me dijo mi maestra–, levántate, comencemos por recorrer nuestro retiro, contempla a las nuevas compañeras, y después hablaremos.

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