Kazán, perro lobo (14 page)

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Authors: James Oliver Curwood

Tags: #Aventuras, Naturaleza, Canadá

BOOK: Kazán, perro lobo
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Aquella noche se levantó la luna en el cielo ciara y brillante y Kazán salió nuevamente de caza. Invitó varias veces a Loba Gris a que lo acompañara, gimiendo desde fuera y yendo dos veces en su busca, pero ella agachó las orejas y se negó a moverse. La temperatura había bajado a cuarenta y cinco grados bajo cero y empezó a soplar el viento del Norte de tal manera que un hombre expuesto a aquel tiempo, no habría podido vivir más de una hora. A media noche regresó Kazán a la guarida. El viento redobló su violencia, y de vez en cuando soplaban terribles rachas con intervalos de calma. Eran los primeros avisos del temporal que se acercaba desde las grandes extensiones estériles que había entre las últimas líneas de bosques y el Ártico. Por la mañana la tempestad desarrolló toda su furia desde el Norte y Loba Gris y Kazán permanecieron juntos y temblorosos de frío, oyendo el rugido de la tempestad desde su guarida. Una vez Kazán sacó parte del cuerpo del abrigo que les prestaban los caídos árboles, pero la tormenta lo obligó a meterse otra vez dentro. Todo ser vivo había buscado abrigo de acuerdo con sus costumbres peculiares. Los animales de largo pelaje como la marta y el armiño estaban a salvo, porque pertenecían al grupo de animales que durante los días de abundancia guardaban carne escondida. Los lobos y los zorros habían buscado abrigo entre las rocas o junto a algunos troncos de árboles. Los animales alados se abrigaron debajo de la nieve o entre las espesas ramas de los abetos. Sólo los búhos, que tenían poco cuerpo y una enorme cantidad de plumas, permanecían a la intemperie. En cuanto a los rumiantes, la tormenta les ocasionaba serias molestias y peligros. Los venados, los renos y los alces no podían cobijarse bajo los troncos caí­dos o esconderse entre rocas. Lo único que podían hacer era echarse cuando nevaba y dejar que la nieve los cubriese con su manto protector. Y aun entonces no podían conservar su abrigo por largo tiempo, porque les era preciso comer. Cada diez y ocho horas, a lo sumo, el alce necesita alimentarse para conservar la vi­da. Su enorme estómago exige grandes cantidades, y ha de emplear casi el día entero para mordisquear en los setos la cantidad de comida que necesita. El reno también ha de comer mucho; sólo el venado es el que, relativamente, está mejor de los tres.

La tormenta duró tres días y tres noches. El tercer día hubo una violenta nevada que cubrió la tierra con una capa de sesenta centímetros de espesor, llegando en algunos sitios a la altura de dos metros y medio a tres. Era la «nieve pesada» como la llamaban los indios, la nieve que se posa sobre la tierra como plomo, y bajo la cual perecieron a millares los conejos y las per­dices.

El tercer día después de haber empezado la tormenta, Kazán y Loba Gris salieron de su refugio. Ya no hacía viento ni nevaba. El mundo entero estaba cubierto de una capa de purísimo blanco y el frío era muy intenso.

La plaga había diezmado a los hombres. Y ahora llegaban los días de hambre y de muerte para los animales.

Capítulo 13 - La senda del hambre

Kazán y Loba Gris habían pasado ciento cuarenta horas sin comer. Para la segunda esto re­presentaba una molestia muy grande y una debilidad creciente, mas para Kazán era, sencillamente, la muerte por hambre. Seis días y seis noches de ayuno le habían marcado las costillas en la piel, haciendo aparecer grandes huecos en sus flancos; tenía los ojos enrojecidos y sus pupilas se contraían extraordinaria­mente al mirar la luz del día. Y aquella vez, cuando salió de su guarida, Loba Gris lo siguió sin hacerse de rogar. Llenos de ardimiento, empezaron a buscar caza a pesar del frío y registrando en las cercanías de su refugio, en donde siempre habían abundado los conejos, pe­ro aquella vez no descubrieron ninguna huella ni siquiera su olor peculiar. Continuaron describiendo un círculo por el terreno pantanoso y solamente pudieron olfatear un búho de las nieves que estaba posado en una rama de abeto. Se encaminaron hacia la llanura devastada por el incendio el año anterior y volvieron hacia atrás, registrando la parte opuesta del terreno pantanoso. Allí había una colina y, subiendo a la cima, observaron el mundo que parecía desprovisto de toda manifestación de vida. Loba Gris olfateó el aire incesantemente, pero no hizo señal alguna a Kazán de haber descubierto algo. En lo alto de la colina se hallaba éste jadeando, pues había desaparecido ya su resistencia física hasta el punto de que al regresar a su guarida se cayó al dar un pequeño salto. Cada vez más hambrientos y más debilitados, volvieron a su vivienda. La noche siguiente fue muy clara y el cielo estaba lleno de estrellas. Nuevamente salieron en busca de algo comestible, pero no descubrieron ningún ser viviente a excepción de una zorra, a la que no trataron de perseguir, por advertirles su instinto que sería inútil.

Entonces fue cuando el recuerdo de la cabaña llenó la mente de Kazán. La cabaña siempre representó para él dos cosas: calor y comida. Y más allá de la colina estaba la cabaña de Otto, en la que él y Loba Gris olfatearon la muerte. Pero no pensó siquiera en Otto o en el miste­rio al que había aullado; solamente recordaba la cabaña y ésta siempre había significado comida. Se encaminó en línea recta a la colina y Loba Gris lo siguió. Traspusieron la prominencia y encontraron el lindero de otro terreno pantanoso. Kazán prestaba oído con cierta in­diferencia y llevaba la cabeza baja. La peluda cola le arrastraba por la nieve. No pensaba más que en la cabaña, pues era su última esperanza, pero Loba Gris, por su parte, estaba vigilando alerta, olfateando el viento y levantan­do la cabeza cuando Kazán se detenía para re­soplar con fuerza por su helada nariz para quitarse las partículas de hielo producidas por el vapor de agua de su respiración. Por fin llegó el olor esperado. Kazán se precipitó para seguir el rastro, pero se detuvo al observar que Loba Gris no lo seguía. Toda la fuerza que aún quedaba en su demacrado cuerpo se reveló en la rigidez que adoptó de pronto al mirar a su compañera. Las patas delanteras de ésta estaban plantadas firmemente hacia el Este y su descarnada cabeza gris levantada para percibir mejor el olor; su cuerpo entero temblaba.

Luego, repentinamente, oyeron un ruido, que hizo gemir a Loba Gris al emprender la marcha hacia él, seguido por Kazán, que iba a su lado. El olor era cada vez más fuerte en el olfato de Loba Gris y pronto llegó también a Kazán. No era el olor de una perdiz o de un conejo, sino de caza mayor. Se acercaron cuidadosamente siguiendo la dirección inversa del viento. El bosque se espesaba a medida que avanzaban y a grandísima distancia llegó hasta ellos el ruido de cuernos que chocaban. Diez segundos más tarde se encaramaron en una ligera prominencia y Kazán, ya sin fuerzas, se dejó caer al suelo. Loba Gris se echó a su la­do, con los ciegos ojos vueltos a lo que podía olfatear pero no ver.

Cincuenta metros más allá había algunos alces que se refugiaron en el bosque buscando abrigo. Dejaron todos los árboles de su alrededor desprovistos de corteza hasta la altura que podían alcanzar y la nieve se había endurecido bajo sus pisadas. En aquel claro del bosque había seis alces, dos de ellos machos, que luchaban entonces, mientras tres hembras y un ternero de un año estaban agrupados a alguna distancia contemplando el duelo mortal. Pocas horas antes de la tempestad un macho, esbelto, de tres años y con la cornamenta propia de los cuatro años había llevado a las tres hembras y al ternero a aquel abrigo. Y hasta la noche anterior fue el dueño y señor del rebaño, pero al oscurecer, un macho viejo invadió sus dominios. El invasor cuadruplicaba la edad del joven y era mucho mayor que éste. Sus enormes y pal­meados cuernos, nudosos e irregulares, aunque macizos, daban a entender claramente la mucha edad que tenía. Era un luchador endurecido en cien combates y no vaciló en desafiar al joven para hacerse el amo de su madriguera y de su familia. Desde la aurora habían luchado ya tres veces y la endurecida nieve estaba teñida de sangre cuyo olor llegó al olfato de Loba Gris y de Kazán. Este husmeó hambriento; en cuanto a Loba Gris, profería extraños sonidos y de vez en cuando se relamía el hocico.

Por un momento los dos luchadores se separaron unos metros, con las cabezas bajas. El macho viejo no había logrado aún la victoria, porque su contrario representaba la juventud y la resistencia. Aquel, ciertamente, tenía las ventajas de la experiencia, mayor peso y fuerza y una cabeza provista de enormes cuernos que parecía un terrible ariete. Más, en todo ello, había un inconveniente: la edad. Sus enormes flancos temblaban y sus narices estaban tan abiertas para dar paso a sus resoplidos, que parecían campanas. Luego, como si algún invisible espíritu hubiese dado la señal, los dos animales se precipitaron uno contra el otro. A quinientos metros de distancia podría haberse oído el choque de sus cornamentas y al recibir el empuje de novecientos kilogramos de carne y huesos, el más joven retrocedió mal de su grado, doblándose su cuarto trasero. Pero entonces fue cuando la juventud demostró su valor, porque en un momento se puso nuevamente sobre sus cuatro patas y trabó de nuevo sus cuernos con los de su contrario. Veinte veces lo había hecho y cada ataque parecía ser más fuerte que el anterior. Por fin, como si comprendiese que había llegado la última fase de la mortal con­tienda, trató de torcer el cuello del enorme macho y combatió como no lo había hecho todavía.

Kazán y Loba Gris oyeron el agudo chasquido que siguió, como si alguien hubiese pisado y roto una ramita seca. Todo esto ocurría en febrero y los animales de pezuña estaban empezando a cambiar sus cuernos, especialmente los viejos machos, que lo hacen antes. Este hecho fue el que dio la victoria al joven. Uno de los cuernos del macho viejo se rompió ruidosamente y al cabo de un momento la punta de un cuerno de su contrario se le clavó detrás de la pata delantera derecha hasta una profundidad de diez centímetros. Inmediatamente el viejo perdió el ánimo y el valor, y, paso a paso, fue retrocediendo, mientras el joven persistía en sus ataques, haciendo correr su sangre que caía al suelo en pequeños chorros. En cuanto llegó al ex­tremo del claro su enemigo lo dejó tranquilo y él se aprovechó para internarse en el bosque.

El vencedor no corrió tras él. Quedóse unos instantes mirando hacia donde desapareciera el vencido, con las narices dilatadas y jadeando. Luego se volvió a las vacas y el ternero.

Kazán y Loba Gris estaban temblorosos y acto seguido abandonaron el lugar en que se hallaban, pues no les interesaban en lo más mínimo el alce, sus hembras o el ternero. Desde su observatorio vieron carne en perspectiva, carne de vencido y que manaba sangre. Kazán recobró como por encantamiento el instinto pro­pio de los lobos de manada y deseaba ardiente­mente gustar la sangre que estaba oliendo. Rápidamente volviéronse los dos hacia el rastro que dejara el macho viejo y entonces observa­ron que estaba regado de sangre. Kazán avanzaba con la boca abierta y de tal manera excitado por el olor de la sangre, que la suya propia parecía fuego en sus venas. Sus ojos estaban enrojecidos a fuerza de hambre y en ellos había entonces un brillo que nunca tuvo en los tiempos en que estuvo en la manada. Partió ligeramente, casi olvidándose de Loba Gris, pero ésta no necesitaba tocar su costado para seguir la dirección debida. Con la nariz pegada al rastro de sangre, corría como lo hiciera en los tiempos en que aun no era ciega. A unos ochocientos metros del teatro de la lucha alcanzaron al alce que había buscado refugio bajo unos bálsamos. Estaba en pie sobre un charco de sangre, cada vez mayor, y todavía jadeaba muy fatigado. Su maciza cabeza, grotesca ahora por no tener más que un cuerno, estaba inclinada hacia el suelo. De sus dilatadas narices caían hilillos de sangre, pero aun entonces, debilitado por el hambre, exhaustas sus fuerzas por la lucha y por la pérdida de sangre, una manada de lobos habría vacilado antes de iniciar el ataque. Pero Kazán no vaciló, sino que saltó dando un grito que tenía algo de furioso gruñido. Por un instante sus dientes se hundieron en la gruesa piel del cuello del alce, pero inmediatamente se vio lanzado a seis metros de distancia. El hambre que le roía las entrañas le quitaba toda prudencia y nuevamente se lanzó al ataque, cata a cara, mientras Loba Gris se arrastraba por detrás, sin ser vista, buscando en su ceguera la liarte vulnerable que Kazán no habría sabido hallar por no habérselo enseñado la naturaleza. Aquella vez Kazán fue cogido por el cuerno ancho y palmeado del alce y se vio proyectado a alguna distancia, en donde cayó aturdido. En aquel mismo instante los blancos y largos dientes de Loba Gris se clavaron en uno de los ten­dones de la corva y aguantó sin soltar su presa, por espacio de medio minuto, mientras la víctima se esforzaba en libertarse. Kazán comprendió en seguida lo que debía hacer y se apresuró a morder el otro tendón. No lo con­siguió y por su parte Loba Gris se vio obliga­da a soltar su presa, pero ya había hecho bastante. Batido en campo abierto por uno de los de su raza y ahora atacado por enemigos más terribles, el alce empezó a retroceder, pero a cada paso se veía obligado a arrastrar la pata derecha posterior, pues el tendón de aquel lado estaba casi destrozado.

Sin ver, Loba Gris parecía darse perfecta cuenta de lo que sucedía. Nuevamente sintióse formando parte de la manada de lobos y poseía toda la estrategia propia de su raza. Dos veces rechazado por el asta del alce, Kazán ya no te­nía deseos de atacar cara a cara. Siguió a Loba Gris que iba tras el rumiante, a unos cincuenta metros, pero se detenía para dar lametones a la sangre casi coagulada que había en la nieve. En el rastro había ahora más sangre, forman­do una cinta ininterrumpida. Quince minutos más tarde se detuvo el pobre perseguido y pre­sentó cara a sus enemigos aunque con la cabeza baja. Tenía los ojos inyectados en sangre y en su cabeza y en sus hombros se advertía una debilidad que estaba muy lejos de demostrar el valor y la fuerza de que hiciera gala casi por espacio de veinte años. Ya no era el señor de la selva; no había en su actitud el orgullo retador ni fulgor de ardimiento en sus ojos. Su respiración era jadeante y cada vez más ruidosa. Un cazador habría comprendido en seguida lo que eso significaba. La punta del cuerno del joven alce le había penetrado en un pulmón. Loba Gris, que había presenciado casos semejantes cuando cazaba con la manada, se dio cuenta de ello y, despacio, empezó a dar vueltas en torno del vencido monarca, a la distancia de unos veinte metros. Kazán la imitó, yendo a su lado.

Una vez, dos, veinte, describieron un círculo alrededor del alce, el cual giraba también pre­sentando la cara a sus enemigos. Pero sus movimientos eran menos vivos a cada vuelta y la respiración más angustiosa. Su cabeza se inclinó aún más y al llegar el mediodía empezó a hacerse más intenso el frío. Las vueltas de Kazán y de Loba Gris continuaban sin cesar, y tal vez habían girado doscientas o más veces en torno al alce, pues la nieve se endureció en el camino circular que recorrían. Debajo de las abiertas patas del alce la nieve no era blanca, sino roja. La tragedia que se desarrollaba entonces, repetíase quizás por milésima vez en aquellas regiones. Era un episodio de aquella existencia salvaje en que la vida misma significa la supervivencia de los más aptos, en donde vivir equivale a matar, y morir a perpetuar la vida del más fuerte. Por fin, en aquel círculo de pesadilla, llegó el momento en que el alce no se volvió ya. Loba Gris dio dos o tres vueltas más, en apariencia enterada de lo que sucedía. Y con Kazán se alejó de la pista circular que trazaran en la nieve y se echó para esperar. El alce estuvo inmóvil durante varios minutos, y su cuarto trasero descendía cada vez más. Luego, exhalando un ronco suspiro, cayó al suelo. Kazán y Loba Gris no se movieron por eso y cuando, por último, volvieron a la pista circular, la cabeza del alce estaba ya inmóvil sobre la nieve. Nuevamente empezaron a dar vueltas, describiendo círculos gradualmente más estrechos, hasta que se hallaron a ocho metros del moribundo rumiante. Este trató de incorporarse, pero no lo consiguió. Loba Gris percibió el esfuerzo que hizo, oyó cómo caía de nuevo su cabeza sobre el suelo y súbitamente saltó en silencio hacia el cogote del vencido. Sus agudos dientes se clavaron en las narices del alce y Kazán se apresuró a saltar a su cuello. Aquella vez no fue despedido, ya. La terrible presa de los dientes de Loba Gris le dio tiempo para romper la piel de dos centímetros de grueso y para hincar sus dientes cada vez a mayor profundidad, hasta que, por último, llegó a la yugular. Un chorro de sangre caliente le dio en la cara, pero no por eso se apartó. Y de la misma manera que no soltó la presa que hiciera en el reno, aquella noche de luna, hacía mucho tiempo, ante la manada de lobos, tampoco dejó al alce. Loba Gris fue la que lo obligó a apartarse de su presa, porque retrocedió escuchando y husmeando el aire. Luego, lentamente, levantó la cabeza y a través de la helada y despoblada extensión se propagó su aullido triunfal… la llamada al botín.

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