Kazán, perro lobo (15 page)

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Authors: James Oliver Curwood

Tags: #Aventuras, Naturaleza, Canadá

BOOK: Kazán, perro lobo
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Para ellos habían pasado ya los días de hambre.

Capítulo 14- El derecho de los dientes

La muerte del alce macho ocurrió a tiempo para salvar a Kazán, pues no podía resistir el hambre como su salvaje compañera. El largo ayuno con la temperatura oscilando entre cuarenta y cincuenta grados bajo cero, lo había convertido en un esqueleto.

Una vez estuvo muerto el alce, se quedó exhausto junto a la nieve teñida en sangre, mientras la fiel Loba Gris, todavía animada por la fuerza de resistencia de su raza, arrancaba ferozmente la gruesa piel del cuello del alce, para poner al descubierto la roja carne. Cuando lo hubo logrado no comió sino que corrió al lado de Kazán y gimió suavemente tocándolo con su hocico. Y después comieron, echados uno junto a otro, ante el cuello abierto del alce y arrancando grandes bocados de carne caliente y sabrosa.

La pálida luz del día del Norte se desvanecía rápidamente en la noche cuando se retiraron, ahítos a más no poder, de tal manera que habían desaparecido ya las depresiones que hasta poco antes tuvieron en sus flancos. El viento, muy débil, moría con el día, y las nubes que pocas horas antes cubrieron el cielo se alejaban lentamente hacia el Este, mientras la luna brillaba clara en el firmamento. Durante una hora la noche aumentó en iluminación porque al resplandor de las estrellas y de la luna, vino a añadirse el de la aurora boreal que temblaba y relampagueaba sobre el Polo. Su ruido peculiar, parecido a un silbido suave o al que producen los patines al deslizarse sobre el hielo, llegaba débilmente a los oídos de Kazán y de Loba Gris.

Apenas se habían separado un centenar de metros del alce, cuando el primer sonido de aquel extraño misterio del cielo del Norte los hizo detenerse y escuchar recelosos. Luego agacharon las orejas y nuevamente se acercaron a la carne que tenían a su disposición. El instinto les decía que les pertenecía en absoluto por el derecho de los dientes. Habían combatido para matarlo y la Ley de la Selva ordenaba que siguieran combatiendo para conservar su pro­piedad. En los buenos tiempos de caza se habrían ido a vagabundear a la luz de la luna y de las estrellas, abandonando la presa, pero los largos días y noches del hambre pasada, les habían enseñado mejor lo que debían hacer.

En aquella clara y tranquila noche que su­cedía a los días de epidemia y de hambre, cien mil seres hambrientos salieron de su retiro en busca de algo que comer. Por espacio de tres mil kilómetros de Este a Oeste y unos mil quinientos de Norte a Sur, incontables animales enflaquecidos y hambrientos cazaban a la luz de la luna y de las estrellas. Algo advirtió a Kazán y a Loba Gris que la caza proseguía y que ellos no debían cesar en su vigilancia. Se echaron junto al bosquecillo de abetos y esperaron. Loba Gris acariciaba a Kazán tocándolo suavemente con su hocico y cada gemido que a veces profería era un aviso que le daba. Luego husmeaba el aire y escuchaba, sin des­cansar.

Repentinamente se pusieron rígidos todos los músculos de su cuerpo. Algo vivo había pasado cerca de ellos, algo que no podían ver ni oír, pe­ro que adivinaban débilmente por el olfato. Volvió tan misterioso como una sombra, tan silencioso como enorme copo de nieve; era un búho blanco. Kazán vio a la enorme ave hambrienta posarse sobre el lomo del alce, pero no le dio tiempo para más, porque como una exhalación partió hacia el intruso, seguido por Loba Gris. Dio un gruñido de rabia al ladrón blanco, pero al querer morder, sus quijadas se cerraron en el aire. Su salto lo llevó más allá del alce y, al volverse, el búho yo no estaba.

Casi había recobrado toda su fuerza. Trotó alrededor de alce, con los pelos del espinazo erizados como los de un cepillo y los ojos abiertos y amenazadores. Gruñía hasta al mismo aire; cerraba ruidosamente las mandíbulas y a ve­ces husmeaba el rastro de sangre que dejó el rumiante. Y el instinto lo avisó de que el verdadero peligro vendría en la misma dirección que la sangre.

Como roja cinta el rastro se alejaba y aquella noche los pequeños y ágiles armiños estaban en todas partes, parecidos a ratones blancos cuando los alumbraba la luna. Fueron los primeros en descubrir el rastro y con toda la ferocidad de su naturaleza siempre sedienta de sangre, siguieron el rastro a saltitos, muy excita­dos. Una zorra descubrió el olor a unos cuatro­cientos metros, gracias a la buena dirección del viento y se acercó. Luego un gato silvestre apareció a su vez y se detuvo pisando la roja cinta.

Este fue el que obligó a Kazán a dejar el cobijo del abeto. A la luz de la luna hubo una lucha rapidísima, y se oyeron gruñidos, bufidos y luego un grito de dolor; el gato olvidó su hambre en la fuga, mientras Kazán volvía al lado de Loba Gris con la nariz arañada y ensangrentada. Loba Gris lo lamió cariñosamente y Kazán se quedó rígido y alerta.

La zorra, advertida por el ruido de la lucha, no se acercó más, sino que huyó apresuradamente. No era animal luchador, sino un ase­sino que gusta de matar por la espalda. Poco después la zorra sorprendió a un búho y destrozó la media libra de carne que encontró en la enorme masa de plumas.

Pero nada podía alejar a los blancos ladrones de la selva, a los armiños. Habrían sido capa­ces de deslizarse por entre los pies del hombre y llegaron a la sangre y la carne aun caliente del alce. Kazán los persiguió ferozmente peí o eran demasiado ligeros para él, pues parecían exhalaciones luminosas antes que seres vivos. Se escondieron debajo del cuerpo del alce y comían tranquilamente mientras Kazán los buscaba y se llenaba las narices de nieve. Loba Gris estaba tranquilamente sentada, pues los pequeños armiños no le daban ningún cuidado. Después de algún rato de inútil persecución lo comprendió también Kazán y fue a echarse al lado de su compañera, fatigado por la carrera que acababa de dar.

Transcurrió gran parte de la noche sin que se oyera ningún otro ruido alarmante. Una vez, desde mucha distancia, llegó el aullido de un lobo, y de vez en cuando, como para acentuar más el profundo silencio, se oía a los búhos de las nieves protestar a su modo de la falta de caza. La luna brillaba sobre el cuerpo del alce cuando Loba Gris percibió el primer peligro verdadero. Instantáneamente dio aviso a Kazán y se sentó ante el rastro de sangre, con el cuerpo tembloroso, los dientes brillantes a la luz de la luna y gruñendo furiosamente. Únicamente ante su más temible enemigo, el lince, el terrible luchador que la dejó ciega tanto tiempo atrás en la Roca del Sol, era ella capaz de dar tales avisos a Kazán. Este saltó ante ella, dispuesto a la lucha, aun antes de husmear la presencia del hermoso felino gris sobre el rastro de sangre.

Hubo una interrupción porque desde un kilómetro de distancia llegó un fiero y largo aullido de lobo.

En realidad aquel era el grito del verdadero amo de la selva, el lobo. Era el aullido de hambre que hace correr con mayor velocidad la sangre del hombre por sus venas cuando lo oye, y que hace temblar a los rumiantes, pues para ellos es una amenaza de muerte que se di­funde por la noche solitaria sembrando el terror.

Luego hubo un silencio y mientras tanto Kazán y Loba Gris estaban de lado, escuchando aquel grito. Y al oírlo se operó en ellos una transformación rápida, porque lo que oyeron no era aviso ni amenaza, sino la llamada de la Hermandad. Lejos, más allá del lince, de la zorra, del gato y de los armiños, había seres de su raza, la manada de los lobos, para quienes el derecho a la carne y a la sangre era común y en los que existía el salvaje socialismo de la selva, la Hermandad del Lobo. Y Loba Gris, sentándose sobre su cuarto trasero, dio la respuesta a tal aullido, profiriendo otro largo, triunfante, para indicar a sus hambrientos hermanos que allí, al final del rastro de sangre había un festín.

Y el lince, que se hallaba entre la manada y Loba Gris, se deslizó huyendo por entre los árboles del bosque.

Capítulo 15 - El duelo a la luz de las estrellas

Kazán y Loba Gris esperaron sentados sobre sus ancas. Pasaron cinco minutos, diez, quince, y Loba Gris se sintió intranquila, al no oír respuesta alguna a su llamada. Nuevamente aulló, mientras Kazán estaba a su lado tembloroso de impaciencia y otra vez siguió el mortal silencio de la noche. Ello no estaba conforme con las costumbres de la manada, y, convencida Loba Gris de que no se habían alejado más allá del alcance de su voz, sentía la mayor extrañeza. De pronto los dos se dieron cuenta de que la manada o el lobo solitario cuyo aullido oyeran, estaba muy cerca de ellos. El olor era muy pronunciado. Pocos momentos después Kazán vio algo que se movía a la luz de la luna. Aquel ser fue seguido por otros varios, hasta que se situaron cinco en semicírculo, a cosa de setenta metros. Luego se echaron sobre la nieve y se quedaron inmóviles.

Un gruñido hizo volver los ojos de Kazán hacia su compañera, la cual se había retirado. Sus blancos dientes, a la luz de las estrellas, brillaban amenazadores y tenía las orejas gachas. Kazán no comprendía lo que le pasaba. ¿Por qué le daría la voz de alarma cuando ante dios tenían a los lobos y no a un lince? Paso a paso, avanzó Kazán hacia ellos y notando Loba Gris que se alejaba lo llamó dando un ge­mido. El no hizo caso, sino que siguió avanzando con la cabeza levantada, aunque con los pelos del espinazo erizados.

En el olor que despedían los recién llegados había algo que Kazán encontraba extrañamente familiar. Se adelantó con mayor rapidez y cuando se detuvo a veinte metros del grupo, movió ligeramente la poblada cola. Uno de los animales se acercó a él y los demás lo siguieron, de modo que en un momento Kazán se encontró en medio de ellos, oliéndolos, dejándose oler y moviendo amistosamente la cola. Eran perros y no lobos.

Seguramente su amo había muerto en alguna solitaria cabaña y ellos huyeron al bosque. Todavía llevaban señales de las correas del trineo y en sus cuellos llevaban collares de piel de alce. Tenían el pelo raído en los costa­dos y uno todavía arrastraba un metro de correa trenzada. Sus ojos enrojecidos y ham­brientos brillaban a la luz de la luna y de las estrellas. Estaban flacos, descarnados y muer­tos de hambre, y, al advertirlo, Kazán los guió hasta donde estaba el alce muerto. Luego se sentó orgullosamente, al lado de Loba Gris, escuchando complacido el ruido de las mandíbulas al romper los huesos y mascar la carne con que la jauría se regalaba.

Loba Gris se acercó más a Kazán. Empujó su cuello con el hocico y Kazán la acarició con la lengua, como perro que era, para tranquilizarla y darle la sensación de que todo iba bien. Ella se echó por completo sobre la nieve cuando los perros, después de comer, se acercaron a ella para olería y trabar más estrecho conocimiento con Kazán. Este se volvió hacia ella vigilante, y como advirtiese que un enorme perro, de ojos enrojecidos, que todavía llevaba arrastrando la correa del trineo, husmeaba a Loba Gris por un espacio de tiempo demasiado largo, dio un salvaje grito de advertencia, el perro retrocedió y por un momento los dientes de ambos brillaron sobre la ciega cabeza de Loba Gris. Era el desafío de la raza.

El enorme perro era el guía del trineo y si otro cualquiera de sus compañeros le hubiese gruñido como acababa de hacerlo Kazán, le habría saltado inmediatamente al cuello. Pero en Kazán, el fiero defensor de Loba Gris, reconoció a uno que no estaba sujeto a la servidumbre de los perros de trineo. Era un jefe frente a otro y, por lo que se refiere a Kazán, había más aún, porque era el macho de Loba Gris. Un momento más y habría saltado por encima del cuerpo de ella para pelear por ella con más fiereza que por su calidad de guía. Pero el enorme perro se volvió huraño, gruñendo, y des­ahogó su rabia mordiendo el costado de uno de sus compañeros.

Loba Gris comprendió perfectamente lo ocurrido aun sin verlo. Se acercó más a Kazán adivinando que acababa de iniciarse un drama que siempre significaba muerte: el desafío del derecho del macho.

Gimiendo y acariciando a Kazán trató de alejarlo del círculo tan recorrido por ella misma y dentro del cual estaba el alce, pero la respuesta de Kazán fue un gruñido que más parecía rugido. Luego se echó junto a ella, lamió su rostro y miró a los perros.

La luna descendía hacia el horizonte y al fin se ocultó tras los bosques occidentales. Las estrellas palidecieron y una a una se borraron en el cielo al aparecer la fría y gris aurora del Norte. Entonces el enorme perro de trineo se levantó del hueco que había hecho en la nieve y volvió junto al alce. Kazán, vigilante, se puso en pie instantáneamente y se situó al lado de su víctima. Los dos perros empezaron a dar vueltas, mirándose torvamente, con las cabezas bajas y erizados los pelos del espinazo. El perro de trineo se alejó dos o tres pasos y Kazán se echó junto al cuello del alce para dar mordiscos a la carne congelada, no porque estuviera hambriento, sino para demostrar su derecho de pro­piedad y para desafiar al otro perro.

Por espacio de algunos segundos olvidó a Loba Gris, y el otro los aprovechó para deslizarse como una sombra junto a ella. Entonces lanzó un gemido de súplica mediante el que le ex­presó su pasión y las exigencias de la especie, pero rápidamente Loba Gris hundió sus brillantes y amenazadores dientes en la espalda del «husky».

Una estela gris, silenciosa y terrible, cruzó entonces el espacio, a la débil luz del alba. Era Kazán… Llegó sin proferir el más pequeño gruñido y un momento después él y el «husky» estaban empeñados en mortal batalla.

Los otros cuatro perros se acercaron en se­guida y se situaron a una docena de pasos de los combatientes. Loba Gris siguió echada a poca distancia. Tanto el perro gigante como Kazán no peleaban de acuerdo con los métodos de los perros de trineo ni de los lobos, sino que la rabia y el odio que sentían los hicieron luchar como perros mestizos. Ambos habían hecho presa, y tan pronto estaba uno debajo como el otro y tan aprisa cambiaban de posición que los cuatro espectadores sentíanse extrañados y permanecían inmóviles. En otras circunstancias habríanse apresurado a arrojarse sobre el primero de los combatientes que cayese de espaldas para destrozarlo, pues tal era el sistema de los perros de trineo y aun de los mismos lobos. Pero ahora se contenían, indecisos y temerosos.

El enorme «husky» no había sido vencido nunca. Sus antecesores, magníficos daneses, le habían dado enorme corpulencia y unas mandíbulas capaces de triturar una cabeza de perro, mas en Kazán no solamente encontraba al perro y al lobo, sino lo mejor de cada uno de ellos. Y Kazán tenía, además, la ventaja de haber reposado unas cuantas horas y de tener el estómago lleno, sin contar con que combatía por Loba Gris. Sus dientes se hundieron pro­fundamente en la espalda de su contrario y éste los había clavado en la piel y la carne de su cuello. Unos centímetros más y habrían llegado a la yugular. Kazán lo sabía y trituró la clavícula de su enemigo guardándose de una res­puesta, que hubiera sido terrible.

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