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Authors: Antonio Gómez Rufo

La abadía de los crímenes (2 page)

BOOK: La abadía de los crímenes
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—Y no olvides decir a doña Inés de Osona que ha de preparar también aposento y cena para doña Constanza de Jesús, que estará presta a llegar desde el monasterio navarro de Tulebras. Viene a investigar el sanguinario misterio del que nos habló en su carta.

—No lo olvidaré, mi señor —el capellán don Teodoro se acompañó con una reverencia.

—Marcha.

Mientras esperaba el regreso del capellán con la noticia de que las puertas del monasterio quedaban francas, el rey don Jaime dio instrucciones al Alférez Real y a sus capitanes para que la tropa estableciera el asentamiento en el valle, levantara sus tiendas allí y se dispusiera a permanecer acampada cuanto tiempo fuera necesario hasta poner fin a la desgracia que se había cernido sobre el monasterio benedictino, con su rosario de violaciones y muertes inexplicables. Tan sólo él, por su privilegio de rey, y la reina doña Leonor con sus damas, como mujeres, podían hospedarse en el cenobio; ni siquiera el capellán don Teodoro, ni religioso alguno, fuera sacerdote u obispo, podría traspasar sus puertas. El mismo papa, de desearlo, habría tenido que solicitar la venia de la abadesa para pernoctar entre aquellos muros.

—Acercaos, mi señora —reclamó don Jaime a la reina—. Vos y yo entraremos a pie en cuanto regrese nuestro capellán. Disponedlo todo para que vuestras damas nos sigan con cuanto necesitemos.

—Estaré preparada, mi señor —respondió doña Leonor.

—Daos prisa y no os demoréis —insistió él—. El cielo está decidido a romperse en mil pedazos con una fuerte tormenta.

Los regimientos de tropa empezaron a dispersarse e iniciar los trabajos de asentamiento en la extensa llanura situada frente al monasterio con movimientos ordenados y siguiendo las reglas de distribución y defensa de los campamentos militares en tiempos de guerra. Primero habrían de levantar la tienda del rey, aunque no fuera utilizada, y a su lado la del Campeón o Alférez Real, como primer caballero del reino; después las de los nobles, cortesanos y damas; luego las de los capitanes y los demás caballeros, y por último las de las mesnadas de criados y la soldadesca, sin olvidar los emplazamientos seguros para las cabalgaduras y los cuartos de cocina, junto a los que se construirían cercas para guardar los gorrinos, gallináceas, terneras, vacas y bueyes que acompañaban a la expedición y procurarían trabajos de carga y atenderían a las necesidades de alimentación. El rey, entre tanto, esperó paciente el regreso de su envejecido capellán, mirando al cielo, confiado en que tendría tiempo para resguardarse antes de que empezara a llover.

—¿Es verdad que son cinco las religiosas asesinadas? —preguntó la reina con voz insegura.

—¿Estáis asustada? —sonrió el rey—. Vos no corréis ningún peligro, os lo aseguro.

—A vuestro lado sé que nada he de temer, mi señor —ella también intentó forzar una sonrisa, pero no fue limpia—. Aunque cinco muertes en tan poco tiempo...

—En su carta, la abadesa doña Inés de Osona me informó de cinco asesinatos, en efecto. Pero desde entonces a hoy me han comunicado dos más. Es todo muy extraño.

—Ciertamente, mi señor.

El rey se mantuvo un rato en silencio con los ojos puestos en el camino por el que habría de regresar el capellán. Y por unos instantes cruzaron por su cabeza pensamientos de vida y de muerte mezclados con otros de impaciencia por la espera. Hasta que se recobró y se volvió hacia la reina.

—Bueno, no os alarméis por ello. Estoy convencido de que la hermana Constanza de Jesús, con su sabiduría y experiencia en esta clase de asuntos terrenales, encontrará pronto la respuesta y haremos justicia. Puede que haya llegado ya.

—Dios lo quiera.

Poco después, el capellán don Teodoro, acompañado por la misma abadesa, se acercaba a paso agitado hasta donde les esperaban. Doña Inés de Osona los saludó con mucho afecto, besando la mano del rey y la mejilla de la reina, y les apresuró para que la siguieran cuanto antes al cobijo del monasterio.

—Lloverá muy pronto, mi señor —añadió.

—Parece que así será —don Jaime levantó los ojos al cielo, sin necesidad—. Vamos, pues.

Don Teodoro vio marchar a los tres, acompañados por su séquito de damas, con el rostro contraído, apenándose de no poder seguirles también al interior de la abadía y, por tanto, tener que conformarse con el alojamiento en una fría tienda que, dada la penetrante humedad de aquel clima, sería un auténtico calvario para sus viejos huesos, ya bastante maltrechos después de estar al servicio del rey desde el mismo momento de su jura en las Cortes Generales de 1214 y luego en su declaración de mayoría de edad y consiguiente coronación en el mes de septiembre de 1218, cuando se convocaron otra vez Cortes Generales en Lérida y acudieron todos los nobles aragoneses y catalanes. Desde aquella primera jura leridana ya habían pasado quince años de ministerio fiel e inseparable compañía y, ahora, en ese frío mes de marzo de 1229, verse obligado a instalarse en una tienda a la intemperie del valle no era, precisamente, algo que colmase sus ambiciones. Y además le pareció injusto. Aun así, si era la voluntad de Dios, se dijo don Teodoro para reconfortarse, amén. Y a regañadientes dio media vuelta y se dirigió al campamento, en donde esperaba que sus criados hubiesen levantado y afianzado ya los telares de su morada. Repetía, una y otra vez: «
Dominus dedit, Dominus abstulit, sit nomen Domini benedictus.
[2]

Y siguió su camino recitando el Gloria:

—Gloria Patri, et Filio, et Spiritui Sancto. Sicut erat in principio, et nunc et semper, et in saecula saeculorum, amen.

Capítulo 3

Cuando el rey don Jaime cruzó los umbrales de San Benito acompañado por su esposa y la abadesa, seguido por las seis damas de compañía de la reina que portaban los baúles en donde se guardaban las ropas reales, tuvo la sensación de que aquello no iba a ser de su agrado, por lo que, rebuscando posibilidades, tendría que ingeniárselas para encontrar el modo de que la estancia entre aquellos muros fuese lo más breve posible. Alguna vez se había visto obligado a pernoctar una jornada, incluso dos, en un convento de religiosos, pero aquello había sido una situación soportable porque no había morada más digna en el itinerario de sus tropas en busca del enemigo. Ahora, sin embargo, instalarse en uno de ellos durante tiempo indefinido hasta que se averiguase qué sucedía realmente en él y dar con el culpable o los culpables de la indignidad se le antojó una cruda penitencia que no estaba seguro de merecer. Cobijarse de una tormenta inminente era razonable; hacer de aquel monasterio algo parecido a su hogar, algo muy alejado de sus deseos.

Doña Inés de Osona lo había dispuesto todo con extremada diligencia para que los aposentos de los reyes resultasen lo más acogedores posible. En el camino de entrada, mientras subían los peldaños de piedra que conducían al interior del convento, trató de complacer a su ilustre visitante.

—Encontraréis vuestros aposentos humildes pero caldeados, mi señor.

—Gracias, doña Inés —sonrió doña Leonor.

—Y la cena se os servirá en una sala contigua, en cuanto deseéis. Se están preparando pichones, caldos, frutas, queso, vino y dulces. ¿Gustaréis de alguna otra vianda?

—Así está bien, doña Inés —respondió el rey—. Me placen las cenas frugales.

—Yo tomaré cualquier cosa en mi celda, abadesa —dijo la reina—. El viaje me ha fatigado y deseo descansar.

—Ya decidiremos eso —intervino el rey, mirando a doña Leonor de un modo intimidatorio.

—Siempre a vuestra disposición —la abadesa trató de no interferir. Y añadió—: Por cierto, sabed que esta mañana ha llegado la hermana Constanza de Jesús y...

—Ah —el rey se interesó por la noticia—. Pues dile que deseo verla lo antes posible. Incluso me complacería que me acompañara durante la cena. Tengo verdadera curiosidad por saber qué caminos piensa utilizar para conducir el proceso de investigación.

—Desde luego. Así se lo haré saber, señor.

El monasterio de San Benito era la abadía benedictina femenina más importante de aquella región pirenaica situada dentro de la Corona de Aragón, a tiro de piedra de las montañas que la separaban de la tierra de los francos. En su origen se había establecido a modo de refugio espiritual para ermitaños, hombres y mujeres, cenobitas que pasado el tiempo se convirtieron en gentes piadosas al servicio de Dios que profesaron la vida monástica. Formaban dos comunidades diferenciadas, según su sexo, y observaban, de ahí su nombre, la regla de San Benito.

Todos obedecían ciegamente a su fundador, un viejo noble catalán llamado Hilario de Cabdella. Su báculo pastoral fue respetado aparentemente por todos como si de un santo varón se tratase, aunque después de su muerte se dio a conocer la existencia de innumerables hijos bastardos y perdió gran parte de la buena fama que le profesaban sus seguidores. También era cierto que no todos habían querido creer cuanto de él se contaba y hubo quienes le disculparon con el tibio argumento de que traer hijos al mundo para el servicio de Dios Nuestro Señor no era un acto ignominioso, sino una muestra más de su generosidad y santidad. Una actitud que nunca fue compartida por todos los cenobitas ni, mucho menos, del agrado de las novicias que habían sucumbido a los caprichos amatorios del abad don Hilario y que luego se vieron repudiadas o, en el mejor de los casos, abandonadas a su suerte.

Por ello mismo, sumando al descontento de muchas mujeres el hecho de las continuas controversias que su vida provocó, tras la muerte del fundador, que coincidió con el día de Navidad del mismo año 1200, los hombres decidieron abandonar el monasterio para incorporarse a un nuevo cenobio, esta vez totalmente masculino, llamado el Bonrepós, situado en la no muy lejana villa de Morera del Montsant, y uniéndose así a los religiosos que habían abandonado también el monasterio mixto de Santa María de Vallbona por causas similares. De este modo, el monasterio de San Benito, como después lo sería el de Santa María, se convirtió en el primer cenobio femenino y en un refugio exclusivo para religiosas, regido por una abadesa e incorporado a la reforma cisterciense.

Estos hechos los iba recordando el rey mientras, conducido por la abadesa, atravesaba el claustro y se dirigía a la celda que le habían preparado en un ala del monasterio deshabitada, para que su presencia no alterase en modo alguno la plácida vida de las monjas, aunque todos sabían que en aquellos días no era la placidez, precisamente, la manera más certera de definir el trastorno general y el miedo que sentían todas las habitantes del santo recinto.

—No os incomodará esta soledad que os he procurado, ¿verdad, mi señor? —preguntó doña Inés a don Jaime, mostrándole el interior de su aposento.

—En modo alguno, señora —respondió el rey—. Dios siempre acompaña y nunca nos deja solos. Tan sólo haz saber a la reina que una de sus damas ha de traer mis mudas y atenderme como camarera real mientras estemos aquí.

—¿Alguna dama en particular, señor? —la abadesa inclinó la cabeza y se miró las sandalias mientras esperaba respuesta.

—No. Es igual —respondió el rey, desnudando su espada y depositándola sobre el arcón situado a los pies de la cama que le habían designado—. La que ella desee; la que menos útil le sea.

—Ahora mismo trasladaré vuestra petición.

Doña Inés se dispuso a salir de la estancia, pero un rayo, y el trueno que descargó a continuación, le hicieron detenerse en seco, como si una voz la llamara.

—Laus Deo!
Parece que nos hemos resguardado justo a tiempo —exclamó después de suspirar y recuperarse de la impresión, cruzando las manos sobre el pecho—. Daré órdenes de que se os sirva la cena dentro de unos minutos, señor.

—Que se me informe en cuanto esté todo dispuesto.

Había que reconocer la fuerza de aquellas mujeres y el rey lo hizo, pensando en que, para vivir solas, aisladas y de ese modo, mucha debía de ser su fortaleza espiritual. A saber cuál era la última razón que las había conducido hasta allí: la soltería, el pecado, la culpa, una decisión paterna, un desengaño amoroso... Bien era cierto que la vida contemplativa podía resultar cómoda en algunos casos, aunque también conocía algo de sus trabajos, copiando y ornamentando códices, y otras labores no menos fatigosas y esmeradas, por sencillas que a un guerrero le pudieran parecer; y pensó que debería fingir ante la abadesa y transmitirle un reconfortante guiño de admiración por su entrega y abnegación. Don Jaime también decidió que, si sobraba tiempo, y supuso que mucha sería la holganza, pediría a doña Inés que le mostrase la marcha de aquellos trabajos de copia y miniatura de los que tanto y tan bien había oído hablar.

En ello andaba pensando, aflojándose las cinchas del calzado y despojándose de gola, peto, escarcelas y escarcelones, hombreras, codales, brazales, manoplas, guanteletes, rodilleras y demás piezas de su vestimenta, cuando una voz femenina le habló desde el umbral de la puerta.

—Me manda la reina a vuestro servicio, señor.

Don Jaime la miró, apretó los ojos para distinguirla bien en la penumbra y quedó sorprendido. Recortada su figura por los claroscuros del atardecer, a contraluz y apenas iluminado su rostro por los velones de la estancia, con la mirada sumisa y el vestido blanco, la dama parecía una aparición angelical.

—¿Quién eres? —le preguntó, sin reconocerla.

—Violante, mi señor.

—Ah, Violante. Sí... Creo recordar que la reina me ha hablado de ti. Pasa.

Violante de Hungría era, en efecto, la última dama en incorporarse al servicio de doña Leonor. El rey apenas se había fijado en ella, siempre tan retraída y discreta, pero al verla le pareció la más hermosa de cuantas revoloteaban al capricho de su esposa. Puede que por su juventud e inexperiencia fuera la menos útil en el servicio de la reina, pero ahora se daba cuenta de que, sin duda, era la más bella. Que doña Leonor la hubiera designado a su servicio demostraba su deseo de complacerle, o acaso el modo de apartar de ella a la servidora más torpe de su corte íntima; y puede que también se tratara de una trampa poco sutil para comprobar la lealtad de su esposo. En todo caso, fuera una u otra la causa de su designio, a don Jaime le pareció excelente la elección y no pudo contener una sonrisa.

—Mientras deshaces mi equipaje, háblame de ti, Violante —ordenó con firmeza. Luego, dándose cuenta de lo imperativo de su mandato, aplacó su tono de voz—: Ya que vamos a pasar mucho tiempo juntos, comprende que es natural que quiera conocerte.

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