Read La abadía de los crímenes Online

Authors: Antonio Gómez Rufo

La abadía de los crímenes (6 page)

BOOK: La abadía de los crímenes
10.42Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Y cuál es la dote propuesta para que el joven la desprecie de tal guisa? —quiso saber la dueña Berenguela.

—¿La dote? No se conoce —aseguró Águeda—. Pero pequeña no ha de ser, a buen seguro, porque al menos incluye un condado y dos castillos. Y además, otras varias propiedades que no se han dado a conocer.

—Pues sí que es terco el joven don García —comentó Sancha—. Con un condado, debería darse por satisfecho.

La reina negó con la cabeza.

—¿No estáis de acuerdo, señora? —preguntó Sancha.

—No —respondió doña Leonor—. Porque os aseguro que si las bodas por amor pueden terminar pudriendo el matrimonio, las celebradas por interés pudren el mismo sacramento. Si don García no ama a doña Lucrecia, bien hace en rechazar títulos y posesiones. Si una dote bastara para hacer feliz a un esposo, os aseguro que más de una reina mendigaría hasta la última joya del reino para complacer al suyo. Si bastara con eso...

Antes de completar la frase, a doña Leonor se le llenaron los ojos de lágrimas y volvió la cara a su bordado para que sus damas no la vieran llorar.

Capítulo 3

Acabada la conversación con Constanza, don Jaime salió a dar un paseo por las galerías del claustro para respirar un poco de aire fresco mientras decidía ir en busca de la abadesa, a ver qué era lo que quería hablar con él. Las religiosas que se cruzaron con él por el jardín y por los largos pasillos del convento se detenían e inclinaban la cabeza en una reverencia prolongada hasta que terminaba de pasar ante ellas, pero ninguna, ni las más jóvenes, se extrañó de su presencia. Era evidente que su estancia en el monasterio era conocida por todas y que habían recibido instrucciones precisas del comportamiento respetuoso, pero distante, que debían mantener en presencia del rey de Aragón; y todas las cumplieron con pulcritud.

El edificio era hermoso. Todo él construido con bloques de piedra, tenía grandes columnas también de piedra que sostenían traviesas de madera gruesa, algunas de ellas demasiado deterioradas ya, arañadas como si en aquel invierno hubieran llovido gatos. Las ventanas estaban cerradas con celosías de madera trenzada formando un enrejado romboidal. El jardín del claustro rodeaba una fuente de la que no manaba agua y estaba cuajado de tiestos y brotes de plantas todavía sin florecer; y en las paredes de las galerías se veían dibujados bocetos e imágenes de santos. En los rincones dormían unas cuantas vasijas de barro de distintos tamaños que parecían amueblar aquellos fríos pasillos, corredores en los que, cada poco, había una puerta de madera, casi todas talladas con mayor o menor esmero, pero todas armoniosas y bellas. Algunas tenían un gran cerrojo corredizo de hierro, al igual que de hierro forjado era la verja que daba entrada al monasterio.

Todo aparentaba estar exageradamente limpio; hasta el mismo jardín parecía un edén digno de prestar un descanso plácido a Dios después del sexto día. Además, el silencio era absoluto. Tal vez las religiosas estuvieran acogidas al voto de silencio o acaso fuera que el mutismo les hubiera sido impuesto mientras durase su presencia, para que nada lo incomodara. Observó que los suelos relucían con un brillo reforzado por la presencia tímida del sol de marzo; que las puertas más pequeñas, aun siendo de madera tosca, parecían recién pulidas y barnizadas, y que los techos, blancos, habían sido repintados poco antes. Ninguna hoja caída de los frondosos árboles osaba permanecer en el suelo descuidada, olvidada. Tanta pulcritud, sin duda, respondía al esforzado trabajo de aquellas mujeres, y habría sido admirable de no ser porque al rey, a saber por qué razón, todo aquello le parecía demasiado artificial.

Encontrar la celda de la abadesa no era tarea que pudiera realizar solo: todos los pasillos eran idénticos y casi todas las puertas iguales y, aunque caminaba dando vueltas en la indeterminación, no se decidió a preguntar el destino que buscaba porque su voz, en aquel silencio, hubiera sido una especie de allanamiento. Incluso era posible que se sintiera un poco intimidado ante tanta solemnidad, o así llegó a pensarlo.

Estaba ya decidido a regresar a su celda para enviar a Violante a que se informara de lo que necesitaba cuando, al doblar un pasillo, se topó de lleno con Constanza de Jesús, que andaba con prisas y a punto estuvo de atropellarlo.

—Detente, Constanza.

—¿Mi señor?

—¿A qué viene ese galope de caballo desbocado?

—¡No os lo vais a creer, señor! —la navarra parecía excitadísima—. ¡La abadesa me acaba de permitir la exhumación de la última religiosa asesinada!

—Espera, espera —ordenó el rey—. Tiempo habrá para ello. Ahora acompáñame a la celda de doña Inés, a ver qué es lo que quiere hablar conmigo. Y como yo también deseo saber algunas cosas, quiero que tú oigas las respuestas. Condúceme ante ella.

—Como deseéis, mi señor. Por aquí... —Constanza parecía decepcionada, pero inclinó la cabeza en señal de respeto y le mostró el camino a don Jaime.

—Ábreme paso.

Recorrieron en silencio el corredor, subieron al piso superior por una escalera ancha de madera pulida y Constanza le mostró una doble puerta cerrada tras la que se hallaba la estancia de la abadesa. A ambos lados, como guardias petrificados, custodiaban la entrada dos tallas de madera de tamaño natural: una representando a la Virgen María y la otra a un varón barbado que, aunque no lo preguntó, debía de corresponder a san Benito.

—¿Os anuncio, señor?

—No hace falta.

Don Jaime se alisó el sayo, empujó la puerta sin consideración y se introdujo en la estancia. Doña Inés, la abadesa, dio un respingo y las dos religiosas que la acompañaban se llevaron la mano a la boca para ahogar una exclamación de susto que no llegó a producirse. Las tres corrieron a ponerse en pie.

—¡Señor! —doña Inés hizo una reverencia, recuperándose de la impresión.

—¿Interrumpo algún asunto importante? —preguntó don Jaime sin esperar respuesta, mirando a un lado y otro de la estancia, curioseando sin disimulo el aposento de la abadesa—. Me gusta tu celda. Sí..., muy acogedora.

—Es como la vuestra, señor —respondió doña Inés, visiblemente enojada—. De todas formas, os rogaría que en otra ocasión me anunciéis vuestra visita, mi señor, para recibiros como merecéis. Es costumbre de este monasterio respetar la intimidad de las celdas, y especialmente la de la abadesa.

—¿Da al jardín esta ventana? —don Jaime hizo como que no la oía y se asomó al exterior—. Muy hermoso, por cierto.

—Os decía, señor... —intentó repetir doña Inés.

—¡Lo sé! —el rey clavó la mirada en la superiora, encendido—. Pero prefiero no oírlo porque en mi corte tenemos también una vieja costumbre, mi señora abadesa, y es la de arrojar por la ventana a los deslenguados que se atreven a hablar de un modo irrespetuoso a la Corona. Y ahora sentaos, señoras mías, que vengo a escuchar y a hablar. Yo me sentaré aquí —y se acomodó, ya más calmado, en el sillar que ocupaba la abadesa cuando entró.

Constanza de Jesús, sorprendida e impresionada por el carácter del joven rey, corrió a tomar asiento en un banco situado junto a la puerta de salida. La abadesa, sin disimular su enfado, lo hizo en una silla situada al otro lado de su escritorio y ordenó con voz agria a sus acompañantes que salieran de la celda.

—Podéis marchar, hermanas.

—No, no, que se queden también —reclamó don Jaime—. Entre todos será más ilustrativa esta conversación.

—Como ordenéis —aceptó la abadesa, y les indicó que podían sentarse en el mismo banco, junto a Constanza.

Se produjo entonces un silencio incómodo. Ellas parecían esperar a que hablara el rey, y él, a que empezase a hablar la abadesa. El sol de la mañana se mostró en la sala como una espada de luz correteada por insignificantes mariposas blanquecinas. Don Jaime se removió en su asiento antes de carraspear.

—Me han informado de que deseas hablarme, abadesa. ¿No es cierto?

—Así es, mi señor —se incorporó doña Inés, adelantando el cuerpo y recomponiendo el gesto para resultar más amable—. Mi intención y reclamo, señor, es rogaros que se adopten cuantas medidas sean oportunas para que la tragedia que asola a nuestra humilde comunidad no sea conocida más allá de estos muros o que, en el caso de que llegara a conocerse, se procure que no sea motivo de escándalo, cuidándose de quitarle importancia hasta donde sea posible. Sabéis que algo así puede significar la ruina de cualquier abadía y, tras ello, su desaparición.

—Cuenta con ello, doña Inés —aceptó el rey.

—Por eso me he apresurado a autorizar a la hermana Constanza la exhumación y el examen del cuerpo de nuestra pobre novicia Isabel de Tarazona, enterrada ayer mismo. No queremos que quede nada oculto, porque lo que más nos importa es que no se repitan hechos como los acaecidos, Dios no lo quiera —la monja se santiguó, y con ella las otras dos religiosas presentes—. Por nuestra parte, y hablo en mi nombre y en el de las hermanas Lucía y Petronila —las señaló y ambas hicieron una leve reverencia—, haremos cuanto esté en nuestras manos para colaborar en lo que sea menester. Y...

—Está bien —interrumpió el rey—. Pues lo primero que vais a hacer, en este instante, es escribir en un papel los nombres, edad y procedencia de todas las religiosas asesinadas, y en otro papel los mismos datos de las religiosas que hayan sufrido alguna clase de vejación sexual, agresión física o acción torpe contra su voluntad. Y junto a los nombres, indicad cualquier otro apunte que os parezca útil para la investigación, según vuestro buen criterio: causa de la muerte, señales de violencia encontradas en los cuerpos, tiempo de estancia en este cenobio de las víctimas, aspecto físico...

—¿Aspecto físico? —doña Inés no parecía comprender.

—Eso es. Poneos de acuerdo entre las tres y decidid si podría calificarse su aspecto de atractivo o de poco agraciado. Incluso si se trataba de mujeres gruesas o delgadas, altas o bajas, cabello corto o largo, con su color y también con el tono de su piel. Sé que me comprendéis muy bien, señora.

—Sí, mi señor.

—Bien. Vayamos a otra cosa: ¿de qué otros asuntos querías hablarme?

—Pues... —doña Inés tardó en expresar lo que quería decir. Hasta que al fin, removiéndose otra vez en la silla, dijo—: En fin, mi señor, que aunque he autorizado la exhumación del cadáver de la joven Isabel —la abadesa volvió a santiguarse—, no hay en el convento hermana alguna que se sienta con fuerza de espíritu para proceder al desenterramiento. Incluso tienen reparos morales. Consideran que es una profanación, y con cuantas he hablado se han mostrado contrarias a no respetar la paz de los muertos. De ello estábamos hablando nosotras tres, precisamente, a vuestra llegada. Considerábamos la posibilidad de solicitaros que fueran las damas de nuestra señora, la reina doña Leonor, vuestra amada esposa, quienes colaboraran en ese penoso esfuerzo. O incluso que fueran llamadas algunas siervas de vuestros nobles para ello.

—De ninguna manera —negó el rey—. Entre mis tropas no hay mujeres de confianza para ese oficio. Y por lo que respecta a la compañía de la reina, son dueñas, camareras y damas, no sepultureras ni miembros de esta congregación. Estoy convencido de que a la reina le resultaría repugnante ser luego servida por quien antes ha desenterrado cadáveres. Así que ordena a tus monjas el trabajo o hazlo tú misma —el rey volvió a endurecer el tono de voz—. No gobierno yo esta abadía, doña Inés. Lo haces tú. Así es que nada más hay que hablar al respecto. Y ahora disponeos a escribir cuanto te he pedido. Doña Constanza y yo esperaremos aquí mismo esa relación de asesinatos y violaciones.

—Si así lo deseáis —calló la abadesa, recuperando su malestar, e indicó a las benedictinas que se aproximaran a ella.

Mientras doña Inés y sus religiosas procedían a redactar los pliegos solicitados, el rey comenzó a dar paseos por la estancia, arriba y abajo, interesándose por todo: libros, adornos, cruces y traviesas del techo. Y entonces se encontró en una pared con un dibujo antiguo y torpe del convento de San Juan de las Abadesas que reconoció enseguida. Era casi un boceto, apenas unos trazos bien medidos que, de inmediato, le llevaron a recordar la leyenda de los amores de la abadesa Adalaiza con el conde Arnaldo, una historia que alguna vez le contaron cuando era aún muy pequeño pero que nunca había llegado a olvidar. La historia de unos amores condenados por Dios que el diablo se cobró a su medida.

Por lo que recordaba haber oído, hacia el año 944 el conde Arnaldo vivía en un castillo situado entre las ciudades de Ripoll y Campdevánol con su esposa y sus hijas. Se aseguraba que el conde era un caballero de costumbres licenciosas incapaz de dominar sus instintos y entregado con exageración a la lujuria. Cerca de su feudo se levantaba el convento de San Juan de las Abadesas, fundado por Wifredo el Velloso, del que su primera abadesa fue la propia hija del conde de Barcelona, doña Emma. Varias abadesas le sucedieron hasta que lo fue Adalaiza, una dama de alto linaje y alcurnia, además de una notable belleza. Y así sucedió que, en una de sus correrías aventureras, el conde Arnaldo se topó con Adalaiza y, ya fuera por capricho del cuerpo o por debilidad del alma, lo cierto es que se enamoró de ella y forzó al destino para visitarla con excesiva frecuencia. Al principio la abadesa Adalaiza se opuso a los insistentes requerimientos del conde, pero finalmente cedió a sus ímpetus y una noche aceptó salir con él de caza. De aquella salida poco más se sabe: sólo que los cuerpos de Arnaldo y Adalaiza fueron encontrados destrozados por los perros al amanecer del día siguiente. Desde aquel año, según le narraron a don Jaime, todas las noches de Difuntos el conde Arnaldo se levanta de su tumba y llama con su cuerno de caza a monteros, sirvientes y perros, quienes, como salidos de sus tumbas, lo siguen en una carrera desbocada y febril atronando los campos, los bosques, los montes y las aldeas con sus gritos, con los ladridos de los perros y el frenético galopar de los caballos. Quienes alguna vez llegaron a verla aseguran aterrorizados que es una carrera infernal a caballo en la que atropellan cuanto encuentran a su paso, sean matorrales, árboles o personas. Por eso se decía que desgraciado de aquel que en la noche de Difuntos se cruzara con el conde Arnaldo y sus monteros. Así, año tras año, la noche del día de Difuntos, una noche en la que esa tropa infernal galopa hasta el castillo del conde porque quiere saber si su viuda se ha casado durante ese año. Luego pretende que su caballo coma en su propio establo, pero la condesa viuda se niega porque sabe que ese caballo no come más que almas condenadas.

BOOK: La abadía de los crímenes
10.42Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

On Best Behavior (C3) by Jennifer Lane
Impávido by Jack Campbell
Diary by Chuck Palahniuk
Tell No Lies by Tanya Anne Crosby
After You by Ophelia Bell
Night Frost by R. D. Wingfield
Raintree County by Ross Lockridge