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Authors: Antonio Gómez Rufo

La abadía de los crímenes (3 page)

BOOK: La abadía de los crímenes
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—No hay mucho que decir, mi señor —respondió ella sin atreverse a mirarlo.

—Al menos podrás decirme de dónde eres...

—Soy hija del rey de Hungría, señor —la muchacha empezó a doblar y colocar algunas prendas del vestuario real en los estantes de la alacena situada en mitad de la pared.

—¿Eres hija del rey don Andrés II? ¡Por todos los santos! ¡Buen y leal amigo, en verdad! —exclamó don Jaime, entusiasmado por la revelación—. Lo que no alcanzo a... Bueno, que siendo tan noble princesa, ¿por qué vienes al servicio de doña Leonor, la reina?

—El rey, mi padre, quiso que conociera esta experiencia, mi señor —por la tranquilidad con que lo dijo no pareció que le disgustara el encargo. Y aclaró—: Él dice que para llegar a ser una buena reina primero hay que saber ser una buena dama y conocer todos los entresijos de una gran corte, como la vuestra.

—Sabias palabras del viejo y astuto don Andrés, sin duda —afirmó don Jaime, sonriendo—. ¿Y me puedes decir cuánto tiempo llevas al servicio de la reina?

—Apenas cuatro semanas, señor.

—Cuatro semanas —afirmó el rey con la cabeza—. Está bien. Haremos que tu real padre no quede descontento por nuestro comportamiento ni por tu educación. Todavía te queda mucho por aprender y yo mismo me esmeraré en ello. Así es que ahora, cuando acabes de ordenar mi equipaje, prepara el tuyo en la celda más próxima a la mía. Quiero tenerte tan cerca como sea posible, de día y de noche.

—Si es vuestro deseo, señor...

—Ah, y otra cosa: mientras sigas a mi lado no quiero que lleves tocado alguno en la cabeza. No me gustan. Despójate de él y muestra siempre al viento tu cabellera.

—¿Mi tocado, señor? —la muchacha se extrañó hasta el punto de sentirse desnuda, ofendida, y se lo protegió con las manos, tanto la copa como la cinta ancha que cubría sus orejas y se ataba bajo la barbilla.

—Así es. Lo más hermoso de una mujer no es su virtud, sino su pelo. ¿No lo sabías? Porque supongo que lucirás una hermosa melena, ¿no es verdad?

—Yo, señor...

—Pues ya está todo dicho. Y ahora ordena que sirvan la cena.

Capítulo 4

Al poco, todo estuvo dispuesto en la sala principal del ala norte. La reina, obstinada, se volvió a disculpar por no asistir a la cena, alegando que sufría fatiga, que carecía de apetito y que tomaría en su aposento un caldo y nada más, yéndose a descansar en seguida. En cambio, la abadesa se esmeró en su papel de anfitriona y condujo al salón a Constanza de Jesús, la monja investigadora recién llegada de Navarra, quien había cenado hacía rato pero deseaba poner de inmediato al rey en antecedentes y aceptó la invitación a acompañarlo y, así, cumplir con su deber y con los deseos de don Jaime. La joven Violante de Hungría se mantuvo de pie durante todo el banquete, situada detrás de su señor y atenta a sus necesidades, mientras doña Inés, la abadesa, después de proceder a las presentaciones de rigor y permanecer sentada el tiempo que consideró apropiado para cumplir con el protocolo, solicitó licencia al rey para retirarse a su celda y orar por la pronta resolución del drama.

—Buenas noches, abadesa —don Jaime le dio su venia—. Descansa. Pero traslada antes a la reina mis deseos de que descanse también muy bien esta noche. Y añade que hoy me complace cenar sin ella porque Constanza ocupará su lugar y estoy convencido de que será una grata compañía.

—Desde luego, mi señor —respondió la abadesa con tanta solemnidad como pudo, sin dar muestras de que no estaba dispuesta a transmitir semejante recado.

Constanza de Jesús resultó ser, en efecto, y desde el primer momento, una mujer agradable en extremo. De cierta edad, gruesa y ágil, y de ojos vivísimos, apenas gesticulaba con las manos al hablar, pero sus dedos regordetes no permanecían quietos ni un instante, ya tamborileando sobre la mesa, ya llevándolos de paseo por la nariz, las orejas o el cuello para rascarse puntos de piel que no le picaban. Podía ser un tic, o una manera de ayudarse a pensar las respuestas o a armar sus discursos, pero el caso era que sus dedos inquietos componían una sinfonía de palabras sin sonido que complementaba a la perfección sus explicaciones, hasta el punto de resultar amenas, clarificadoras y abiertas a muchas posibilidades.

Al rey le pareció una mujer de fiar. Las referencias sobre su sagacidad e inteligencia le precedían, lenguas se hacían sobre su astucia y claridad de juicio, sobre su capacidad deductiva y sus argumentaciones lógicas, y al final quedó complacido del todo porque cuanto le narró en el transcurso de la cena fue de su agrado. Dos horas de amena conversación de la que don Jaime extrajo dos conclusiones: que Constanza resolvería sin duda el misterio de las siete muertes recientes y que el proceso no sería breve, por lo que la estancia en el monasterio se extendería más de lo que habría deseado.

—¿Qué tal marchan las cosas por el monasterio de Santa María de la Caridad, allá en Tulebras? —quiso saber el rey después de la presentación y cuando la abadesa les dejó a solas—. ¿Tenéis graves problemas en tierras de Navarra?

—En absoluto, señor —respondió Constanza—. Más bien diría que la monotonía se ha aliado con la rutina para llamar a voces al aburrimiento. Dios me perdone, pero toda Navarra es una balsa de aceite y nuestra casa monacal una somnolienta oración perpetua. Creo que nuestra alma se pasa la vida durmiendo y, como dijo Nuestro Señor Jesucristo, hay que estar despierto porque nunca se sabe a qué hora ni de qué manera se hará presente el diablo.

—¿Eso dijo Jesucristo? —se extrañó el rey de la cita evangélica.

—Tal vez no —sonrió la monja—. Pero reconoced que expresada en un buen latín la cita habría hecho fortuna.

—Ya comprendo —el rey esbozó también una sonrisa—. Es decir, que estás harta de dormir y te sientes encantada con la misión que te ha sido encomendada.

—Dios me perdone otra vez, pero aseguraría que salir por un tiempo del convento me ha venido de perlas...

El buen humor de la religiosa de Tulebras hacía mucho más fácil la conversación. Y, además, servía para que la narración de los hechos no resultase farragosa.

—Cuéntame, pues, qué es todo este embrollo. Se habla de siete cristianas asesinadas y algunos otros actos indignos... Violaciones, ataques a la moral, actos impuros...

—Ocho ya. Ayer mismo amaneció muerta en su celda otra religiosa. Esta mañana, al llegar, ha sido lo primero que me han dicho. Incluso antes de anunciarme vuestra visita.

—¿Y se sabe la causa de su muerte? —se interesó don Jaime—. ¿Has podido ver el cadáver?

—La causa, no. Pero sí he podido verla cubierta por su mortaja momentos antes de su entierro en el cementerio de este cenobio. No me han permitido descubrirla para ver su rostro, y ni la abadesa ni las religiosas a las que he preguntado han querido dar explicación alguna de su forma de morir. Tampoco me han autorizado a retirar el sudario de su cuerpo para examinarlo con detenimiento. Creo que una orden real en ese sentido sería de mucha utilidad para que se me permitiera realizar un estudio completo.

—¿Ahora? ¿Hablas de desenterrarla acaso?

—¿Y por qué no? Su cuerpo estará todavía en buen estado, casi intacto, y no creo que pueda calificarse de profanación el hecho de realizar un examen ocular que ayude a evitar nuevas muertes.

—Si lo crees así... Cuenta con ello. ¿He de molestar ahora mismo a la abadesa?

—Bueno —sonrió Constanza—. El caso es que esta noche no siento una gran disposición para entretener mi ánimo jugueteando con un cadáver. Con que se lo hagáis saber en maitines...

—¿Maitines?

—Supongo que en esta época se rezan a las cuatro de la madrugada. En mi monasterio se hace así, no creo que aquí sea menor la diligencia.

—Si es costumbre general...

—Una mala costumbre, en todo caso —tamborileó la religiosa sobre la mesa y se removió en su asiento—. Pero ¿qué costará, por los clavos de Cristo, cambiar las normas y rezar un poco más tarde, por ejemplo al alba, digo yo? Creo que a esas horas impropias estamos despertando al mismísimo Dios con nuestros desafinados cánticos y letanías. Qué falta de consideración...

—Sigue así, Constanza, y pronto serás excomulgada. ¡Yo mismo me ocuparé de ello!

—¡Pero si carezco de mala intención, señor! —sonrió la religiosa y se llevó a los labios una copa de agua—. Por cierto, ¿vos os levantáis a esa hora tan intempestiva?

—No, claro —respondió don Jaime con la boca llena.

—¿Lo veis? Y nadie osaría acusaros de no ser un buen cristiano. ¡Un hombre ejemplar, aseguro!

—Si tú lo dices...

El rey se volvió hacia Violante y la dama le acercó una jofaina con agua para que se lavase los dedos grasientos de comer los pichones. Se secó las manos después con una toalla que la muchacha llevaba sobre el antebrazo y procedió a servirse un trozo de queso que cubrió con miel. La cena estaba siendo agradable de conversación, las viandas abundantes y bien cocinadas y aún quedaban sobre la mesa dos fuentes, conteniendo peras una de ellas y dulces la otra. La jarra de vino, mediada ya, no llegaría al final con restos para otro día.

—Me gusta este monasterio, Constanza. ¿Qué te parece a ti?

—Prometedor —volvió a sonreír.

Tal vez la monja navarra tuviera razón, pero al rey no le parecía tan prometedor. Por lo que sabía, las religiosas que lo habitaban habían convertido el cenobio de San Benito en un templo dedicado a la vida contemplativa aunque, no conforme con esa limitación a la ascesis, a la oración y a las enseñanzas de la liturgia, la abadesa Inés de Osona había volcado todos sus esfuerzos en que también se convirtiera en un lugar de trabajo, sin descuidar naturalmente el servicio divino para el que había sido fundado.

Todo empezó en el año del Señor de 1163, cuando el edificio se estableció en unos terrenos cedidos por el conde de Barcelona, Ramón Berenguer IV, atrayendo de inmediato a su morada a diversas damas provenientes de las noblezas aragonesa y catalana. Tanto la labor de su fundador, el abad don Hilario de Cabdella, como después el empeño de la abadesa doña Inés de Osona fueron tan reconocidos que el recién nombrado papa Honorio III le había otorgado en el año 1216 la inmunidad, y con ello le aseguró la protección de sus bienes, acompañándolo asimismo de una bula que normalizaba su condición de clausura y proclamaba su independencia con respecto al poder de los reyes y del propio papado. Casi como un reino propio. Y con esos privilegios recibió tantas y tan numerosas propiedades en testamento y donación de fieles cristianos que con los años fue dominando todo el condado, incluso consiguiendo una propia personalidad jurídica, todo ello bajo el mandato de la abadesa doña Inés de Osona, quien le compró a él mismo, el rey don Jaime, como conde de Barcelona, la jurisdicción civil y criminal de todas las posesiones del monasterio por la cantidad de catorce mil sueldos barceloneses, convirtiéndolo así, de hecho, en el centro espiritual y político de todas las villas y tierras que integraban el condado.

Con tanto poder, la abadesa decidió que no bastaba la consagración a la oración de sus religiosas, sino que era preciso darles a conocer algunos oficios que extendieran la fama del monasterio, e incrementar con ello su influencia y propiedades, así como su patrimonio pecuniario personal, naturalmente. Por eso habilitó unas salas de la segunda planta del ala norte como escuela monacal en la que las religiosas con más experiencia se encargaron de dictar a las nuevas cenobitas prácticas de caligrafía y miniatura, iniciación a la música y, para quienes lo desearan, lecciones de gramática. Su
scriptorium,
así, había cosechado fama en toda la Corona de Aragón por sus espléndidos trabajos en la transcripción de textos sagrados, obras griegas y algunos poemarios árabes y libros latinos muy solicitados por los nobles, aunque no contaran con el
nihil obstat
del papado. Y alguna otra obra menor de la literatura popular. Así pues, en el momento en que don Jaime recaló en el monasterio, formaban la comunidad ciento catorce religiosas, pertenecientes a linajes de la nobleza aragonesa, provenzal y catalana, entre las que se encontraban descendientes de los Cabrera, los Ahones, los Monteada, los Boixadors, los Molina y los Queralt.

—¿Prometedor, dices? —repitió el rey después de guardar unos momentos de silencio, pensativo—. ¿A qué te refieres?

—A que un poco de acción nunca viene mal a una aburrida monja de la montaña.

Don Jaime asintió con la cabeza y preguntó:

—¿Qué sabes hasta ahora de lo sucedido?

—Poca cosa —se lamentó la navarra.

Constanza empezó sus malabarismos de rascarse con una uña del dedo índice la nariz, el lóbulo de su oreja derecha, luego la coronilla, más tarde la oreja izquierda y otra vez vuelta a empezar. Mientras lo hacía, el rey sorbía breves tragos de su copa de vino, y la joven Violante, de pie, luchaba con el peso de sus párpados porque estaba a punto de caerse de sueño.

La monja empezó a enumerar las sucesivas muertes de religiosas, las ocho producidas en los últimos cinco meses, y las otras tres violaciones conocidas, aunque, añadió con gesto severo y una seguridad aplastante, era posible que hubieran sufrido alguna más y que las víctimas, por vergüenza, por miedo o por piedad, no se hubiesen atrevido a denunciarlo ante la abadesa.

Por el camino andado desde que fue llamada por el rey para hacerse cargo de la investigación, sólo se había enterado de que todas las muertes, menos una, se habían producido sin causa aparente, lo cual llevaba a pensar en el veneno o el estrangulamiento como modus operandi. Al menos era la impresión de doña Inés de Osona, sin estar segura del todo porque, en muchos casos, según dijo, ni huellas de moraduras o forcejeo se hallaron en los cuerpos de las víctimas. Tan solo en un caso fue evidente la causa de la muerte: la víctima amaneció con un cuchillo clavado en el pecho, una embestida tan profunda que le rompió el corazón. Un cuchillo, por otra parte, de los varios existentes en las cocinas del monasterio, por lo que cualquiera podría haberse apoderado de él, apropiárselo por una noche y cometer con su hoja afilada el brutal asesinato.

—¿Y eso es todo cuanto te ha contado la abadesa? —preguntó don Jaime.

—Y gracias. A fuerza de insistir e insistir. En realidad, mi primera impresión es que no quiere que se remuevan mucho las cosas.

—¿Lo crees así?

—Más que impresión, es certeza —afirmó la navarra—. Doña Inés llegó a decirme que todo este asunto podía perjudicar mucho al monasterio, que me daría toda clase de facilidades para completar mi misión pero que, en la medida de lo posible, tratara de llevarla a cabo dentro de la mayor discreción. Y que, por lo que más quisiera, no asustara a los miembros de la comunidad. Una huida de las novicias catalanas a sus casas empobrecería considerablemente el patrimonio de la abadía.

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