La Abadia de Northanger (17 page)

BOOK: La Abadia de Northanger
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¡La abadía de Northanger! Tan emocionantes palabras llenaron de gozo a Catherine. Su emoción era tal que a duras penas logró expresar su agradecimiento. ¡Recibir una invitación tan halagüeña! ¡Verse solicitada con tanta insistencia! La propuesta del general significaba la tranquilidad, la satisfacción, la alegría del presente y la esperanza del porvenir. Con entusiasmo desbordante y advirtiendo, por supuesto, que antes de dar una respuesta definitiva debería pedir permiso a sus padres, Catherine aceptó encantada participar en aquel delicioso plan.

—Escribiré enseguida a casa —dijo—, y si mis padres no se oponen, como imagino será el caso...

El general se mostró tan esperanzado como ella, sobre todo después de haber visto a Mr. y Mrs. Allen, de cuya casa regresaba en aquel momento, y de haber obtenido su beneplácito.

—Ya que estos amables señores consienten en separarse de usted —observó—, creo que tenemos derecho a esperar que el resto del mundo se muestre igualmente resignado.

Miss Tilney secundó con gran dulzura la invitación de su padre, y sólo quedaba, pues, aguardar a que llegase la autorización procedente de Fullerton.

Los acontecimientos de aquella mañana habían hecho pasar a Catherine por todas las gradaciones de la incertidumbre, la certeza y la desilusión; pero desde aquel momento reinó en su alma la dicha, y con el corazón desbocado ante el mero recuerdo de Henry se dirigió a toda prisa hacia su casa para escribir a sus padres solicitando de ellos el necesario permiso. No tenía motivos para temer una respuesta negativa. Mr. y Mrs. Morland no podían dudar de la excelencia de una amistad formada bajo los auspicios de Mr. y Mrs. Allen, y a vuelta de correo recibió, en efecto, autorización para aceptarla invitación de la familia Tilney y pasar con ellos una temporada en el condado de Gloucestershire. Aun cuando esperaba una contestación satisfactoria, la aceptación de sus padres la colmó de alegría y la convenció de que no había en el mundo persona más afortunada que ella. En efecto, todo parecía cooperar a su dicha. A la bondad de Mr. y Mrs. Allen debía, en primer lugar, su felicidad, y por lo demás era evidente que todos sus sentimientos suscitaban una correspondencia tan halagüeña como satisfactoria.

El afecto que Isabella sentía hacia ella se fortalecería aún más con el proyectado enlace. Los Tilney, a quienes tanto empeño tenía en agradar, le manifestaban una simpatía que superaba todas sus esperanzas. Al cabo de pocos días sería huésped de honor en casa de dichos amigos, conviviendo por espacio de algunas semanas con la persona cuya presencia más feliz la hacía, y bajo el techo, nada menos, de una vieja abadía. No había en el mundo cosa que, después de Henry Tilney, le inspirara mayor interés que los edificios antiguos; de hecho, ambas pasiones se fundían ahora en una sola, ya que sus sueños de amor iban unidos a palacios, castillos y abadías. Durante semanas había sentido ardientes deseos de ver y explorar murallas y torreones, pero jamás se habría atrevido a suponer que la suerte la llevaría a permanecer en tales lugares en apenas unas horas. ¿Quién hubiese creído que, habiendo en Northanger tantas casas, parques, hoteles y fincas y una sola abadía, le cupiese la fortuna de habitar esta última?

Sólo le restaba esperar que perduraría en ella la influencia de alguna leyenda tradicional o el recuerdo de alguna monja víctima de un destino trágico y fatal.

Le parecía inconcebible que sus amigos concedieran tan poca importancia a la posesión de aquel maravilloso hogar; sin duda, esto se debía a la fuerza de la costumbre, pues era evidente que el honor heredado no producía en ellos un orgullo especial.

Catherine hacía a Miss Tilney numerosas preguntas acerca del edificio que pronto conocería, pero sus pensamientos se sucedían tan deprisa que, satisfecha su curiosidad, seguía sin enterarse de que en tiempos de la Reforma la abadía de Northanger había sido un convento que, al ser disuelta la comunidad, había caído en manos de un antepasado de los Tilney; que una parte de la antigua construcción servía de vivienda a sus actuales poseedores y otra se hallaba en estado ruinoso, y, finalmente, que el edificio estaba enclavado en un valle y rodeado de bosques de robles que le protegían de los vientos del norte y del este.

18

Catherine se sentía tan feliz que apenas si se dio cuenta de que llevaba varios días sin ver a su amiga Isabella más que unos pocos minutos cada vez. Pensaba en ello una mañana mientras paseaba con Mrs. Allen por el balneario sin saber de qué hablar, y apenas hubo formulado mentalmente el deseo de encontrarse con su amiga, ésta apareció y le propuso sentarse en un banco cercano a charlar.

—Éste es mi banco favorito —le explicó Isabella, ubicándose de manera tal que dominaba la entrada del establecimiento—. ¡Está tan apartado!

Catherine, al observar la insistencia con que su amiga dirigía miradas a dichas puertas, y recordando que en más de una ocasión Isabella había elogiado su perspicacia, quiso aprovechar la oportunidad que se le presentaba para dar muestras de ésta y, con aire alegre y picaresco dijo:

—No te preocupes, Isabella. James no tardará en llegar.

—Vamos, querida Catherine —replicó su amiga—, ¿crees que soy tan tonta como para insistir en tenerlo a mi lado a todas horas? Sería absurdo que no pudiésemos separarnos ni por un instante, y pretenderlo, el mayor de los ridículos. Pero cambiemos de tema; sé que vas a pasar una temporada en la abadía de Northanger. ¡No sabes cuánto me alegro por ti! Tengo entendido que es una de las residencias más bellas de Inglaterra, y confío en que me la describirás detalladamente.

—Trataré de complacerte, por supuesto. Pero ¿qué miras? ¿A quién esperas? ¿Van a venir tus hermanas?

—No espero a nadie; pero en algo he de fijar los ojos, y tú conoces de sobra la costumbre que tengo de contemplar precisamente lo que menos me interesa cuando mis pensamientos se hallan lejos de aquello que me rodea. No debe de existir en el mundo persona más distraída que yo. Según Tilney, a las personas inteligentes siempre nos ocurre lo mismo.

—Pero yo creí que tenías algo muy especial que contarme.

—¡Lo olvidaba! Ahí tienes la prueba de lo que acabo de decirte. Vaya cabeza la mía... Acabó de recibir una carta de John; ya puedes imaginarte lo que me dice en ella.

—No, no me lo imagino.

—Querida Catherine, no te hagas la inocente. ¿De qué quieres que me hable sino de ti? ¿Acaso ignoras que te ama con locura?

—¿A mí?

—Debes ser menos modesta y más sincera, Catherine... Por mi parte, no estoy dispuesta a andar con rodeos. El niño más inocente se habría dado cuenta de las pretensiones de mi hermano, y media hora antes de marcharse de Bath tú lo animaste, según me aseguraba que siguiera cortejándote. Dice que te declaró su amor a medias y que lo escuchaste con suma complacencia; me ruega que interceda ante ti en su favor, diciéndote, en su nombre, toda clase de gentilezas. Como ves, es inútil que finjas tanta inocencia.

Catherine procuró negar, con la mayor seriedad, cuanto acababa de decir su amiga; declaró que no tenía ni idea de que John estuviera enamorado de ella y negó que aceptase tal situación, siquiera de manera tácita.

—En cuanto a las atenciones que, según tú, me dedicó tu hermano, repito que no me apercibí de ellas, pues si mal no recuerdo se limitaron a una invitación a bailar el día de su llegada, y creo que debes de haberte equivocado en eso de que John me declaró su amor. Si lo hubiera hecho, ¿cómo es posible que no me hubiese enterado? No hubo entre nosotros conversación alguna que pudiese interpretarse en ese sentido. Y en cuanto a la media hora antes de marcharse... ¿ves cómo se trata de una equivocación? Ni siquiera lo vi el día que abandonó Bath.

—Me parece, Catherine, que quien se equivoca eres tú. ¿No recuerdas que pasaste la mañana en casa? Precisamente fue el día que recibimos el consentimiento de tu padre, y, si mal no recuerdo, antes de marcharte permaneciste sola con John en el salón.

—¿Es posible? En fin, si tú lo dices... Pero te aseguro que no lo recuerdo. Tengo, sí, cierta idea de haber estado en tu casa y de haberle visto, pero de haberme quedado sola con él... De todos modos, no merece la pena que discutamos por ello, ya que mi actitud te habrá convencido de que ni pretendo, ni espero, ni se me ha ocurrido nunca inspirar en John tales sentimientos. Lamento el que esté convencido de lo contrario, pero la culpa no es mía. Te ruego se lo digas así cuanto antes y le pidas perdón en mi nombre. No sé cómo expresar... Lo que deseo es que le expliques cómo han sido en realidad las cosas, y que lo hagas de la forma más apropiada. No quisiera hablar irrespetuosamente de un hermano tuyo, Isabella, pero sabes perfectamente a quien yo elegiría.

Isabella permaneció en silencio.

—Te ruego, querida amiga —prosiguió Catherine—, que no te enfades conmigo. No creo que tu hermano me ame muy profundamente, y ya sabes que entre tú y yo existe ya un cariño de hermanas.

—Sí, sí —dijo Isabella ruborizada—. Pero hay más de un camino para llegar a serlo. Perdona, no sé ni lo que digo. Lo importante aquí, querida Catherine, es tu decisión de rechazar al pobre John, ¿no es cierto?

—Lo que no puedo es corresponder a su cariño ni, por lo tanto, animarlo a que siga cortejándome.

—En ese caso no quiero molestarte más. John me suplicó que te hablase de ello y por eso lo he hecho; pero confieso que en cuanto leí la carta comprendí que se trataba de un asunto absurdo, inoportuno e improcedente, porque, ¿de qué ibais a vivir si hubierais decidido contraer matrimonio? Claro que los dos tenéis alguna cosita, pero hoy en día no se mantiene una familia con poco dinero, y, digan lo que digan los novelistas, nadie se arregla sin lo mínimamente necesario. Me asombra que John haya pensado en ello; sin duda no ha recibido mi última carta.

—De manera que me absuelves de toda intención de perjudicarlo, ¿verdad? ¿Estás convencida de que yo no he pretendido engañar a tu hermano ni he sospechado hasta este momento sus sentimientos?

—En cuanto a eso —dijo Isabella entre risas—, no pretendo analizar tus pensamientos ni tus intenciones. Al fin y al cabo, tú eres la única que puede saberlo. Cierto que, a veces, de un coqueteo inocente se derivan consecuencias que más tarde no nos conviene aceptar, pero imaginarás que no es mi intención juzgarte con severidad. Esas cosas nacen de la juventud, y hay que disculparlas. Lo que se quiere un día se rechaza al siguiente; cambian las circunstancias, y con ellas la opinión.

—Pero ¡si yo no he variado de opinión respecto a tu hermano! ¡Si siempre he pensado lo mismo! Te refieres a cambios que no han ocurrido.

—Mi querida Catherine —prosiguió Isabella, sin escuchar siquiera a su amiga—, no pretendo obligarte a que establezcas una relación afectiva sin antes estar segura de lo que haces. No estaría justificado el que yo tratara de que sacrificases tu felicidad por complacer a mi hermano, eso sin mencionar que John probablemente sería más feliz con otra mujer. Los jóvenes casi nunca saben lo que quieren, y sobre todo, son muy dados a cambiar de opinión y de gusto. Al fin y al cabo, ¿por qué ha de preocuparme más la felicidad de un hermano que la de una amiga? Tú, que me conoces, sabes que llevo mi concepto de la amistad más lejos que la generalidad de la gente; pero en todo caso, querida Catherine, ten cuidado y no precipites los acontecimientos. Si así haces, créeme, llegará el día en que te arrepentirás. Tilney dice que en cuestiones de amor la gente suele engañarse con facilidad, y creo que tiene razón. Mira, ahí viene el capitán precisamente. Pero no te preocupes, lo más seguro es que pase sin vernos.

Catherine levantó la vista y a poca distancia vio, en efecto, al hermano de Henry. Isabella fijó la mirada en él con tan tenaz insistencia que acabó por llamar su atención. El capitán se acercó a ella y de inmediato se sentó a su lado. Las primeras palabras que dirigió a Isabella sorprendieron a Catherine, quien, aun cuando él hablaba en voz baja, logró escuchar lo siguiente:

—Como siempre vigilada, ¿eh? Cuando no es por delegación, lo es personalmente...

—¡Qué tontería! —replicó Isabella, también a media voz—. ¿Por qué insinúa tales cosas? Si yo tuviera confianza en usted..., con lo independiente que soy de espíritu ..

—Me conformaría con que lo fuese de corazón.

—¿De corazón? ¿Acaso a ustedes los hombres les importan esas nimiedades? Ni siquiera creo que tengan...

—Puede que no tengamos corazón, pero tenemos ojos, y éstos nos bastan para atormentarnos.

—¿De veras? Lo lamento, y lamento también que yo resulte tan poco grata para los suyos. Si le parece, miraré hacia otro lado. —Se volvió y añadió—: ¿Está usted satisfecho? Supongo que de este modo sus ojos ya no sufrirán.

—Jamás tanto como ahora, que disfrutan de la visión de ese perfil encantador. Sufren por exceso y escasez a un tiempo.

Aquella conversación anonadó a Catherine, quien, consternada ante la tranquilidad de Isabella y celosa de la dignidad de su hermano, se levantó y, con la excusa de que deseaba buscar a Mr. Allen, propuso a su amiga que la acompañase. Isabella no se mostró dispuesta a complacerla. Estaba cansada y, según decía, le molestaba exhibirse paseando por la sala. Además, si se marchaba de allí corría el riesgo de no ver a sus hermanas. De modo, pues, que lo que mejor era que su adorada Catherine disculpase tal pereza y volviera a ocupar su asiento. Catherine, sin embargo, sabía mantenerse firme cuando el caso lo requería, y al acercarse en ese momento a ellas Mrs. Allen para proponer a la muchacha que regresaran a la casa, se apresuró a salir del salón, dejando solos al capitán y a Isabella. Se sentía profundamente preocupada. Era evidente que el capitán estaba enamorándose de Isabella y que ésta lo animaba por todos los medios a su alcance. Al mismo tiempo, dudaba de que la joven, cuyo cariño por James estaba por demás demostrado, actuara de aquel modo con la intención de hacer daño, ya que había dado pruebas más que suficientes de su sinceridad y de la pureza de sus intenciones. No obstante, Isabella había hablado y se había comportado de una forma muy distinta de la acostumbrada en ella. Catherine habría preferido que su futura cuñada se mostrara menos interesada, que no se hubiese alegrado tan abiertamente de ver llegar al capitán. Era extraño que no advirtiese la intensa admiración que inspiraba en éste. Catherine sintió deseos de hacérselo comprender, para que así evitase el disgusto que aquella conducta, un tanto ligera, pudiera acarrear a sus dos admiradores. El cariño de John Thorpe hacia ella no podía, en modo alguno, compensar la pena que le causaba la informalidad de Isabella. Ella, por supuesto, se hallaba tan lejos de creer en aquel nuevo afecto como de desearlo. Por lo demás, las aseveraciones del joven respecto a su propia declaración de amor y a la supuesta complacencia de Catherine convencieron nuevamente a ésta de que el error de aquél era por demás notorio. Tampoco halagaba su vanidad la afirmación de Isabella sobre el particular, y le sorprendía más que nada el que James hubiera creído que merecía la pena figurarse que estaba prendado de ella. En cuanto a las atenciones de que, según Isabella, había sido objeto por parte de John, Catherine no recordaba una siquiera. Finalmente, decidió que las palabras de su amiga debían ser fruto de un momento de precipitación, y que por el momento más valía no preocuparse del asunto.

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