La Abadia de Northanger (25 page)

BOOK: La Abadia de Northanger
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Por espacio de unos minutos nadie pronunció palabra. Luego la muchacha, con voz velada por la emoción, agregó:

—Creo que en mi vida volveré a desear recibir más cartas.

—Lo lamento —dijo Henry al tiempo que cerraba el libro que acababa de abrir—. Si yo hubiese sospechado que esa carta podía contener alguna noticia desagradable para usted no se la habría entregado de tan buen grado.

—Contenía algo peor de lo que usted y todos podrían imaginar. El pobre James es muy desgraciado. Pronto conocerán ustedes el motivo.

—De todos modos, será un consuelo para él saber que tiene una hermana tan bondadosa y que se preocupa tanto por él —dijo Henry.

—Debo hacerles una petición —solicitó poco después Catherine, evidentemente turbada—. Les ruego que me avisen si su hermano piensa venir, para que yo pueda irme antes de su llegada.

—¿Se refiere usted a Frederick?

—Sí... Sentiría profundamente tener que marcharme, pero ha ocurrido algo que me imposibilitaría permanecer siquiera un momento bajo el mismo techo que el capitán Tilney.

Eleanor, cada vez más sorprendida, suspendió su labor para mirar a su amiga; en cambio, Henry empezó desde aquel momento a sospechar la verdad, y de sus labios escaparon unas palabras entre las que se destacó el nombre de Miss Thorpe.

—¡Qué perspicaz es usted! —exclamó Catherine—. ¿Será posible que haya adivinado...? Y, sin embargo, cuando hablamos de ello en Bath estaba usted muy lejos de pensar que esto terminaría tal y como lo ha hecho. Ahora me explico por qué Isabella no me escribía. Ha rechazado a mi hermano y piensa casarse con el capitán. ¿Será posible tanta falsedad, tanta inconstancia y tan inexplicable maldad?

—Espero que, por lo que a Frederick respecta, no sean exactas las noticias que usted ha recibido. Sentiría que hubiera sido responsable del desengaño que sufre Mr. Morland. Por lo demás, no creo probable que llegue a contraer matrimonio con Miss Thorpe. En este punto, por lo menos, no debe usted de estar bien enterada. Lamento lo ocurrido por Mr. Morland; siento que una persona tan allegada a usted tenga que pasar por semejante trance, pero lo que más me sorprendería en este asunto es que Frederick se casara con esa señorita.

—Pues, a pesar de todo, es cierto. Lea usted la carta de James y lo comprobará. Pero, no, espere... —Catherine se sonrojó al recordar lo que su hermano le decía en la última línea de su carta.

—Si no le molesta, lo mejor sería que usted misma nos leyese los párrafos que se refieren a mi hermano.

—No, no; léala usted —insistió Catherine, cuyos pensamientos estaban cada vez más claros y se sonrojaba sólo de pensar que momentos antes se había sonrojado—. Es que James quiere aconsejarme...

Henry cogió la misiva con gesto de satisfacción y, después de leerla atentamente, se la devolvió, diciendo:

—Tiene usted razón. Y créame que me apena. Claro que Frederick no será el primer hombre que muestre al elegir esposa menos sentido común de lo que su familia desearía. Por mi parte, no envidio su situación, tanto en calidad de hijo como de marido.

Miss Tilney, a instancias de Catherine, leyó luego la carta y, tras expresar la preocupación y la sorpresa que su lectura le producían, se dispuso a interrogar a su familia acerca de la fortuna y las relaciones de familia de Miss Thorpe.

—Su madre es bastante buena persona —respondió Catherine.

—¿Cuál es la profesión de su padre?

—Según tengo entendido, era abogado. Viven en Pulteney.

—¿Se trata de una familia rica?

—No lo creo. Isabella, por lo menos, no tiene nada; pero eso, tratándose de una familia como la de ustedes, no tiene importancia. ¡El general es tan generoso...! El otro día me aseguraba que por lo único que apreciaba el dinero era porque con él podía lograr la felicidad de sus hijos.

Los hermanos se miraron por un instante.

—Pero ¿cree usted que sería asegurar la felicidad de Frederick permitir que contrajese matrimonio con esa chica? —preguntó a continuación Eleanor.

—Por lo que vemos, se trata de una mujer sin principios. De otro modo, no se habría comportado como lo ha hecho. ¡Qué extraña obsesión la de Frederick! ¡Comprometerse con una chica que quebranta un compromiso adquirido voluntariamente con otro hombre! ¿Verdad que es inconcebible, Henry? ¡Frederick, que siempre se mostró tan ducho en asuntos de amor! ¿Acaso creía que no había en el mundo mujer más digna de su cariño?

—Realmente, las circunstancias que rodean este asunto no le hacen gran favor y contrastan con ciertas declaraciones suyas. Confieso que no lo entiendo. Por otra parte, tengo la suficiente confianza en la prudencia de Miss Thorpe para considerarla capaz de poner fin a sus relaciones con un caballero sin antes haberse asegurado el cariño de otro. Me parece que Frederick no tiene remedio. No hay salvación posible para él. Y tú, Eleanor, prepárate a recibir a una cuñada de tu gusto. Una cuñada sincera, candida, inocente, de afectos profundos y a la par sencillos, libre de pretensiones y de disimulo.

—¿Crees que sería de mi agrado una cuñada tal y como me la describes? —repuso Eleanor con una sonrisa.

—Quizá con la familia de ustedes no se comporte como con la nuestra —dijo Catherine—. Tal vez casándose con el hombre de su gusto sepa ser constante.

—Precisamente es lo que temo —observó Henry—. Preveo que en el caso de mi hermano será de una constancia que sólo las atenciones de un barón o de otro noble cualquiera podrían malograr. En bien de Frederick estoy tentado de comprar el periódico de Bath y ver si hay algún posible rival entre los recién llegados.

—¿Opina usted entonces que ella se deja llevar de la ambición?

—Hay indicios de que así es —respondió ella—. No puedo olvidar, por ejemplo, que Isabella no supo disimular su contrariedad cuando se enteró de lo que mi padre estaba dispuesto a hacer por ella y por mi hermano. Por lo visto, esperaba mucho más. Jamás me he llevado un desengaño mayor con persona alguna.

—Entre la infinita variedad de hombres y mujeres que ha conocido usted y ha tenido ocasión de estudiar, ¿verdad?

—El desengaño que he sufrido y la pérdida de esta amistad son muy dolorosos para mí. En cuanto al pobre James, me temo que nunca consiga sobreponerse del todo.

—Verdaderamente, su hermano es digno de nuestra compasión, pero no debemos olvidarnos de que usted padece tanto como él. Sin duda cree que al perder la amistad de Isabella pierde también la mitad de su propio ser; siente en su corazón un vacío que nada podrá llenar. La sociedad debe de antojársele extremadamente aburrida. Imagino que por nada del mundo iría usted a un baile en estos momentos. Desconfía de volver a encontrar una amiga con la que hablar sin reservas y cuyo aprecio y consejos pudieran, en un momento dado, servirle de apoyo. Siente usted todo esto, ¿verdad?

—No —respondió Catherine tras una breve reflexión—. No siento nada de eso. ¿Cree usted que debería sentirlo? A decir verdad, aun cuando me apena la idea de que ya no podré sentir cariño por Isabella, ni saber de ella, ni volver, quizá, a verla, no estoy tan afligida como creía.

—Ahora, y en toda ocasión, siente usted aquello que más favorece al carácter humano. Tales sentimientos deberían ser analizados a fin de conocerlos mejor.

Catherine halló tanto consuelo en esta conversación, que no pudo lamentar el haberse dejado arrastrar, sin saber cómo, a hablar de las circunstancias que habían provocado su pesar.

26

Desde aquel momento los tres amigos volvieron a hablar con frecuencia del mismo asunto, y Catherine pudo observar, no sin cierto asombro, que en la opinión de los dos hermanos la falta de posición y de fortuna de Isabella dificultaría, sin duda alguna, que la boda del capitán se llevase a cabo. Este hecho la obligó a reflexionar, no sin cierta alarma, acerca de su propia situación, puesto que ambos hermanos consideraban que la modesta posición de Miss Thorpe sería, independientemente de otras consideraciones de carácter moral, motivo de oposición por parte del general. Al fin y al cabo, ella era tan insignificante y se hallaba tan desprovista de fortuna como Isabella, y si el heredero de la casa Tilney no contaba con bienes suficientes para contraer matrimonio con una mujer sin dote, ¿cómo esperar que su hermano menor pudiera hacerlo? Las penosas reflexiones que en el ánimo de Catherine sugirieron aquellos pensamientos desaparecían cuando recordaba la evidente parcialidad, que desde el primer momento el general había mostrado hacia ella. La animaba también el recuerdo de sus generosas manifestaciones cada vez que hablaban de asuntos de dinero, y finalmente llegó a creer que tal vez los hijos estuvieran equivocados. Sin embargo, parecían tan firmemente persuadidos de que el capitán no tendría valor para solicitar personalmente el consentimiento de su padre, que acabaron por convencer a Catherine de que Frederick nunca había estado tan lejos de presentarse en Northanger como en aquellos momentos, y que en consecuencia no era necesario que ella se marchase. Al mismo tiempo, y puesto que no había motivo para suponer que el capitán Tilney, al hablar con su padre de la posible boda presentara a Isabella tal y como en realidad era, la muchacha pensó que sería conveniente que Henry le anticipase al general una idea exacta del modo de ser de la novia, de modo que éste pudiera formarse una opinión imparcial y fundar su oposición en motivos que no fueran la desigualdad de posición social de los jóvenes. Catherine así se lo propuso a Henry, quien no se mostró tan entusiasmado con la idea como habría sido de esperar.

—No —dijo—. Mi padre no necesita que se le ayude a tomar decisiones, y no conviene prevenirle contra un acto de locura sobre el cual Frederick es el único que debe dar explicaciones.

—Pero no lo dirá todo.

—Con la cuarta parte bastará.

Pasaron uno o dos días sin noticias del capitán Tilney. Sus hermanos no sabían a qué atenerse. A veces pensaban que aquel silencio era resultado natural de las supuestas relaciones; otras, les parecía incompatible con la existencia de las mismas. El general, por su parte, aun mostrándose cada mañana más ofendido por el hecho de que su hijo no escribiese, no estaba realmente preocupado ni expresaba otro deseo que el de que Catherine disfrutara de su estancia en Northanger. Repetidas veces manifestó su temor de que la monotonía de aquella vida acabara por aburrir a la muchacha. Se lamentó de que no se hallaran allí sus vecinas, las Fraser; habló de dar una comida, y hasta llegó a calcular el número de gente joven y aficionada al baile que habría en la localidad.

Pero era tan mala la época del año, sin caza, sin vecinos... Al fin, decidió sorprender a su hijo y le anunció que en la primera ocasión en que éste se hallara en Woodston se presentarían todos a verlo y a comer en su compañía. Henry contestó que se sentiría muy honrado y dichoso, y Catherine se mostró encantada.

—¿Y cuándo crees que podré tener el gusto de recibiros, papá? Debo estar en Woodston el lunes, para asistir a una junta parroquial, y permaneceré allí dos o tres días.

—Bien, bien... Ya procuraremos verte uno de esos días. No hay necesidad de fijar fecha, ni es preciso que te molestes en hacer preparativos. Nos contentaremos con lo que tengas en la casa. Estoy seguro de que Eleanor y su amiga sabrán disculpar las deficiencias propias en una mesa de soltero. Veamos... El lunes estarás muy ocupado; mejor será no ir ese día. El martes soy yo quien tiene cosas que hacer. Por la mañana vendrá el inspector de Brockham, y no puedo dejar de asistir al club, porque todos saben que hemos regresado y mi ausencia podría interpretarse mal y causar verdadero disgusto. Yo, Miss Morland, tengo por costumbre no ofender a nadie, siempre que pueda evitarlo. En esta ocasión se trata de un grupo de excelentes amigos a quienes regalo un gamo de Northanger dos veces al año, y como con ellos cuando las circunstancias me lo permiten. El martes, pues, no es posible ir a Woodston, pero el miércoles tal vez... Llegaremos temprano, así podrá usted echar un vistazo a todo. El viaje dura poco menos de tres horas, dos horas y cuarenta y cinco minutos, para ser exacto, de modo que habrá que partir a las diez en punto. Quedamos, pues, en que el miércoles, a eso de la una menos cuarto, nos tendrás allí.

La idea de asistir a un baile no habría entusiasmado tanto a Catherine como aquella breve excursión. Tenía grandes deseos de conocer Woodston, y su corazón palpitaba de alegría cuando, una hora más tarde, Henry, vestido ya para marcharse, entró en la habitación donde se hallaban las dos amigas.

—Vengo con ánimo moralizador, señoritas —dijo—. Quiero demostrarles que todo placer tiene un precio y que muchas veces los compramos en condiciones desventajosas, entregando una moneda de positiva felicidad a cambio de una letra que no siempre es aceptada más tarde. Prueba de ello es lo que me ocurre para lograr la satisfacción, por demás problemática, de verlas el miércoles próximo en Woodston, y digo problemática porque el tiempo, o cualquier otra causa, podría desbaratar nuestros planes. Por lo demás, me veo obligado a marcharme de aquí dos días antes de lo que pensaba.

—¿Marcharse? —preguntó Catherine con tono de desilusión—. ¿Por qué?

—¿Que por qué? ¿Cómo puede usted hacerme semejante pregunta? Pues porque no tengo tiempo que perder en volver loca a mi vieja ama de llaves para que les prepare a ustedes una comida digna de quienes han de comerla.

—Pero ¿habla usted en serio?

—En serio y apenado, porque, la verdad, preferiría quedarme.

—¿Y por qué se preocupa usted, después de lo que dijo el general? ¿Acaso no le manifestó claramente que no se molestara, que nos arreglaríamos con lo que hubiera en la casa?

Henry se limitó a sonreír.

—Por lo que a mí y a su hermana respecta —prosiguió Catherine—, creo completamente innecesario que se vaya. Usted lo sabe muy bien. En cuanto al general, ¿acaso no le dijo que no era necesario que se tomase molestias? Y aun cuando no lo hubiera dicho, creo que quien como él puede tiene a su disposición una mesa tan excelente en toda época del año, no sentirá comer medianamente por una vez.

—¡Ojalá sus razonamientos bastaran para convencerme! ¡Adiós! Como mañana es domingo no regresaré hasta después de verlas en Woodston.

Salió Henry, y como a Catherine le resultaba más fácil dudar de su propio criterio que del de él, pronto quedó convencida, a pesar de lo desagradable que le resultaba el que se hubiese marchado, de que el muchacho obraba justificadamente. Sin embargo, no pudo apartar de su mente la inexplicable conducta del general. Sin más ayuda que su propia observación había descubierto que el padre de sus amigos era muy exigente en cuanto a sus comidas se refería, pero lo que no acertaba a comprender era el empeño que ponía en decir una cosa y sentir lo contrario. ¿Cómo era posible entender a quien se comportaba de ese modo? Evidentemente, Henry era el único capaz de adivinar los motivos que impulsaban a su padre a obrar como lo hacía.

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