La Abadia de Northanger (22 page)

BOOK: La Abadia de Northanger
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Transcurrió una hora antes de que el general regresase a la casa, tiempo que Catherine empleó en consideraciones poco halagüeñas para Mr. Tilney. La muchacha había decidido que aquellas ausencias prolongadas, aquellos paseos solitarios, revelaban una conciencia intranquila, dominada por el remordimiento. Al fin apareció el dueño de la abadía; fueran o no lóbregos sus anteriores pensamientos, lo cierto es que al aproximarse a las jóvenes logró esbozar una sonrisa. Miss Tilney, que comprendía, al menos en parte, la curiosidad que sentía su amiga por conocer la casa, no tardó en sacar a relucir nuevamente este asunto, y su padre, que contra lo que temía y expresaba Catherine, no tenía excusa que oponer a tal deseo, se mostró dispuesto a complacerlas, no sin antes ordenar que a su regreso les fuese servido un refresco.

Se pusieron todos en marcha, asumiendo el general un aire de importancia y una expresión de solemnidad que no podían por menos de llamar la atención y afirmar las dudas de una tan suspicaz y asidua lectora de novelas como Catherine. Atravesó Mr. Tilney, seguido de las dos amigas, el vestíbulo, primero, y luego el salón de diario, para llegar por la antecámara a una habitación realmente soberbia, tanto por su tamaño como por la calidad de los muebles que albergaba.

Se trataba del salón principal, que la familia sólo utilizaba cuando recibía visitas de la mayor importancia. Catherine, cuyos ojos apenas si acertaban a discernir la calidad y el color del raso con que estaban tapizados los muebles, manifestó su admiración y declaró que aquello era «hermoso, encantador». Pero las alabanzas de verdadero valor y significación surgieron de los labios del propio general. En aquel momento la muchacha no podía apreciar el coste y la elegancia de muebles que debían de remontarse al siglo XV, por lo menos. Una vez que el general hubo satisfecho su deseo de examinar uno por uno todos los objetos que había en la habitación, pasaron a la biblioteca, una estancia de similar magnificencia que la anterior, en la que habían sido reunidos volúmenes cuya posesión bien podría enorgullecer al hombre de carácter más humilde. Catherine escuchó, admiró y se sorprendió tanto o más que en las ocasiones anteriores. Recogió las enseñanzas que pudo de aquel verdadero depósito de sabiduría, recorriendo con la vista los títulos de los volúmenes, y se mostró dispuesta a proseguir su visita; pero las habitaciones no podían sucederse a la medida de su deseo. A pesar de ser muy grande la abadía, resultaba que ya lo conocía prácticamente todo. Cuando se enteró de que la cocina y las seis o siete habitaciones que acababa de ver comprendían tres lados del patio central, creyó que trataban de engañarla y que habían evitado mostrarle otras estancias, quizá secretas. Se consoló en parte cuando supo que para regresar a las habitaciones que usaba la familia era preciso atravesar otras que aún no había visto, las cuales se comunicaban, por medio de pasillos, con el otro extremo del patio.

Se mostró muy interesada también al oír que el trozo de galería que cruzaron antes de llegar al salón de billar y a las habitaciones particulares del general, que se comunicaban entre sí, fue en un tiempo claustro del convento, y que en ella había todavía restos de las celdas ocupadas en tiempos por los frailes. La última habitación que atravesaron era la pieza destinada a Henry, y en ella hallaron ropas, libros y arreos de caza que pertenecían a aquél.

A pesar de que la muchacha ya conocía el comedor, el general se empeñó en demostrar con medidas exactas la inusitada longitud de los muros. Luego pasaron todos a la cocina, que comunicaba con la estancia anterior, y que resultó ser una verdadera cocina de convento, de paredes macizas, ennegrecidas por el humo de siglos, provista de los necesarios adelantos modernos.

El genio reformador del general se había preocupado de instalar cuanto pudiera facilitar la labor de las cocineras. Si en algo había fallado la inventiva de otros, él logró suplir con la suya toda escasez, consiguiendo, a fuerza de cuidar los detalles, un conjunto perfecto.

El dinero invertido en aquel rincón del edificio habría bastado para que en otros tiempos se le hubiera calificado de generoso bienhechor del convento. En los muros de la cocina acababa la parte antigua de la abadía, pues la otra ala del cuadrángulo había sido derruida, por hallarse en estado ruinoso, por el padre del general, y éste había vuelto a construirlo.

Todo cuanto de venerable contenía la abadía terminaba allí. Lo demás no sólo era moderno, sino que demostraba serlo; y como quiera que había sido destinada a dependencias y cocheras únicamente, no se había creído necesario mantener en ella la uniformidad arquitectónica que ofrecía el resto. Catherine habría insultado de buena gana a quien había hecho desaparecer el trozo que sin duda había sido de mayor belleza y carácter, para lograr condiciones más ventajosas desde el punto de vista de la economía doméstica, y habría prescindido, si el general se lo hubiese permitido, de visitar lugares tan poco interesantes. Pero Mr. Tilney estaba tan orgulloso de la disposición y el orden de sus dependencias, y convencido hasta tal punto de que a una joven de la mentalidad de Miss Morland no podía por menos de agradarle el que se facilitara la labor de personas de inferior posición, que no hubo manera de evitar una visita a aquellas dependencias. Catherine se mostró francamente admirada del número de instalaciones que en ellas había y de su conveniencia. Lo que en Fullerton se consideraba despensa y fregadero, era allí una serie de estancias, debidamente distribuidas y de gran comodidad. Tanto como la cantidad de habitaciones, le llamó la atención el número de criados que iban apareciendo. Por dondequiera que pasaban topaban con una doncella o con algún lacayo que huía para no ser visto sin librea. ¿Y aquello era una abadía? ¡Cuan lejos estaba aquel lujo de modernidad doméstica de cuanto había leído acerca de las abadías y castillos antiguos, en los que, aun siendo mayores que Northanger, nunca se sabía que hubiera más de dos criadas para hacer la limpieza! Mrs. Allen siempre se había asombrado de que dos pares de manos fuesen capaces de tanto trabajo, y cuando Catherine comprobó lo que en Northanger se tenía por servicio indispensable, empezó a sentir el mismo asombro.

Volvieron al vestíbulo con el objeto de subir por la escalera principal y admirar la belleza de la madera, ricamente tallada, que la ornamentaba. Cuando llegaron a lo alto, se encaminaron en la dirección opuesta a la galería donde se encontraba el dormitorio de Catherine, para entrar poco después en una habitación que servía para los mismos fines pero cuyo tamaño era el doble de aquélla. A continuación le fueron mostradas tres grandes alcobas con sus correspondientes tocadores, todos ellos adornados de cuanto el dinero y el buen gusto pueden proveer.

Los muebles, adquiridos cinco años antes, eran de extrema elegancia, pero carecían del carácter antiguo que Catherine tanto admiraba. Cuando examinaban la última pieza, y a tiempo de enumerar los distinguidos personajes que en distintas épocas habían ocupado aquellas estancias, el general, volviéndose hacia Catherine, declaró con una sonrisa que deseaba fervientemente que sus «amigos los Fullerton» fuesen los primeros en hacer uso de ellas. La muchacha agradeció aquel inesperado cumplido y lamentó no poder sentir estima y consideración por un hombre que tan bien dispuesto se mostraba para con ella y toda su familia. Al final de la galería había unas puertas de doble hoja que Miss Tilney, adelantándose, abrió y traspuso, con la evidente intención de hacer lo mismo con la primera puerta que había a mano izquierda de la segunda galería, pero en ese instante el general la llamó con tono perentorio y, según interpretó Catherine, con bastante mal humor, y le preguntó adonde iba y si creía que aún quedaba allí algo por examinar.

—Miss Morland —añadió— ya ha visto cuanto vale la pena ver, y me parece que es hora de que ofrezcas a tu amiga un refresco, después de obligarla a tan prolongado y duro ejercicio.

Miss Tilney se volvió de inmediato y las puertas se cerraron ante la desilusionada Catherine, que tuvo tiempo de vislumbrar un pasillo estrecho, varias puertas y algo que se le antojó una escalera de caracol, todo lo cual despertó nuevamente su curiosidad, induciéndola a pensar, mientras regresaba por la galería, que habría preferido conocer aquella parte misteriosa de la casa antes que las habitaciones elegantes que con tanto detenimiento le habían enseñado. Por otra parte, el empeño que ponía el general en impedir que las visitase no hacía sino avivar aún más su interés. Catherine pensó que decididamente allí debía de haber algo que se trataba de ocultar. Si bien admitía que su imaginación la había engañado antes, en esta ocasión estaba segura de que no era así. Una frase de Miss Tilney dirigida a su padre cuando bajaban por las escaleras le ofreció la clave de lo que aquel «algo» podría ser:

—Pensaba enseñarle la habitación en que murió mi madre...

Aquellas palabras bastaron para que Catherine hiciera toda clase de conjeturas. No tenía nada de particular que el general huyese de la visión de los objetos que sin duda contenía aquella habitación, en la cual, seguramente, no habría vuelto a entrar desde que en ella su esposa se liberó por fin de todo sufrimiento y sumió la conciencia de él en el más terrible de los remordimientos.

Al encontrarse nuevamente a solas con Eleanor, Catherine trató de manifestar su deseo de conocer no sólo aquella habitación, sino el ala de la casa donde se encontraba. Su amiga le prometió que intentaría complacerla tan pronto como se presentara la ocasión, y la muchacha creyó entender por aquellas palabras que era preciso esperar a que el general se ausentara por unas horas.

—Supongo que la conservarán tal y como ella la tenía —dijo Catherine.

—Sí, exactamente igual.

—¿Cuánto tiempo hace que murió su madre?

—Nueve años.

Catherine sabía que nueve años no era poco tiempo, comparado con lo que por lo general se tardaba en arreglar la habitación ocupada por una esposa traicionada y difunta.

—Imagino que estaría usted con ella hasta el final.

—No —dijo Miss Tilney, y soltó un suspiro—. Desgraciadamente, me hallaba lejos de casa. Su enfermedad fue repentina y de corta duración, y antes de que yo llegase todo había terminado.

Catherine quedó de piedra ante lo que sugerían aquellas palabras. ¿Sería posible que el padre de Henry...?

Y, sin embargo, ¿cuántos ejemplos no había para justificar las más terribles sospechas? Cuando aquella noche volvió a ver al general, cuando lo contempló mientras ella y Eleanor hacían labor, pasearse lentamente por espacio de una hora, pensativa la mirada y fruncido el entrecejo, la muchacha no pudo por menos de reconocer que sus sospechas no eran descabelladas. Aquella actitud era digna de un Montoni. Revelaba la tétrica influencia del remordimiento en un espíritu no del todo indiferente al evocar escenas que suscitaban una dolorosa culpabilidad. ¡Desgraciado señor...! La ansiedad que en el ánimo de la muchacha producían aquellas ideas la obligó a levantar los ojos con tal insistencia hacia el general, que acabó por llamar la atención de Miss Tilney.

—Mi padre —le dijo ésta en voz baja— suele pasear así por la habitación. Su silencio no tiene nada de extraño.

Tanto peor, pensó Catherine.

Aquel ejercicio tan inusual, unido a la extraña afición de pasear por las mañanas, indicaban algo tan anormal como inquietante.

Después de una velada cuya monotonía y aparente duración pusieron de manifiesto la importancia y significación de la presencia de Henry, Catherine celebró verse relevada de su puesto de observación por una mirada que el general lanzó a su hija cuando creía que nadie lo veía, y que llevó a Eleanor a tirar apresuradamente del cordón de la campanilla. Acudió poco después el mayordomo; pero al pretender encender la bujía de su amo, éste se lo impidió, diciendo que no pensaba retirarse aún.

—Tengo unos textos que leer antes de acostarme —dijo dirigiéndose a Catherine— y es posible que muchas horas después de que usted se haya entregado al sueño yo siga ocupado en interés de la nación. Mientras mis ojos trabajan para el bien de mi prójimo, los suyos se preparan, descansando, para emprender nuevas conquistas.

Pero ni la referencia a los textos ni el magnífico cumplido de que la hizo objeto lograron convencer a Catherine de que era el trabajo lo que prolongaba la vigilia del general aquella noche. No era creíble que un estúpido panfleto lo obligara a velar después de que todos en la casa se hubieran acostado. Sin duda existía otro motivo más serio... Quizá la obligación de hacer algo que no podía llevarse a cabo más que cuando la familia dormía para que nadie se enterara. De pronto, Catherine concibió la idea de que Mrs. Tilney aún vivía. Sí, vivía, y por motivos desconocidos la mantenían encerrada. Sin duda, las manos crueles de su marido debían de llevarle cada noche el sustento necesario para prolongar su existencia. A pesar de lo espantoso de aquella suposición, a la muchacha se le antojaba más aceptable que la de una muerte prematura. Por lo menos admitía la esperanza y la posibilidad de una liberación. Aquella repentina y supuesta enfermedad en ausencia de los hijos de la infortunada mujer quizá hubiese facilitado el cautiverio de ésta. En cuanto a la causa y el origen, quedaban por averiguar. Tal vez el motivo fuesen los celos, o un sentimiento de deliberada crueldad.

Mientras al desvestirse Catherine reflexionaba en estas ideas, se le ocurrió de repente que tal vez aquella misma mañana hubiese pasado junto al lugar en que se hallaba recluida la pobre señora. Quizá por un instante se halló a corta distancia de la celda donde languidecía secuestrada. ¿Qué otro lugar de la abadía podía ser más adecuado que aquél para llevar a cabo tan nefasto proyecto? Recordó las misteriosas puertas que había visto en el pasillo; el general no había querido explicar su finalidad. ¿Quién sabía adonde conducían? Se le ocurrió también, en apoyo de la posibilidad de semejante conjetura, que la galería donde estaban situadas las habitaciones de la desgraciada Mrs. Tilney debía de estar —si la memoria de Catherine no andaba descaminada— encima precisamente de las viejas celdas, y si la escalera que había junto a dichas habitaciones se comunicaba de algún modo secreto con las celdas, era evidente que esto habría favorecido los bárbaros planes de aquel hombre sin conciencia. Por aquella misma escalera tal vez hubiese sido conducida la víctima en un estado de premeditada insensibilidad.

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