La Abadia de Northanger (29 page)

BOOK: La Abadia de Northanger
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—Hija mía, te preocupas sin necesidad. Esto obedece a causas que no merece la pena tratar de averiguar, créeme.

—Yo me explico —respondió la niña— que el general, una vez que se acordó del compromiso contraído, deseara que Catherine se marchara, pero ¿por qué no proceder con cortesía?

—Yo lo lamento por sus amigos —dijo Mrs. Morland—. Para ellos sí ha debido ser un contratiempo. En cuanto a lo demás, con que Catherine haya llegado a casa sin novedad me doy por satisfecha. Por fortuna, nuestro bienestar no depende de Mr. Tilney...

Catherine suspiró y su filosófica madre continuó:

—Celebro no haber sabido antes la forma en que estabas realizando el viaje, pero ya que éste ha concluido felizmente, no creo que el daño que se nos ha hecho sea tan grande. Conviene que de vez en cuando los jóvenes se vean obligados a pensar por sí mismos y a obrar con libertad. Tú, mi querida Catherine, que siempre has sido una criatura atolondrada, te habrás visto en figurillas para atender a lo que implica un viaje de esta naturaleza, con tanto cambio de tiro y tanto ir y venir de unos y de otros. ¡Conque no te hayas dejado algo olvidado en el maletero...!

Catherine hubiera querido demostrar su conformidad con aquellas esperanzas maternales e interesarse en su enmienda, pero se sentía muy deprimida, y como quiera que todo cuanto deseaba era encontrarse a solas, accedió con gusto al deseo manifestado por su madre de que se retirase a descansar lo antes posible. Los padres de Catherine, que no atribuían el semblante y la agitación de su hija más que a la humillación sufrida y al cansancio del viaje, se separaron de ella seguros de que el sueño remediaría sus males, y aun cuando al día siguiente la muchacha no daba muestras de encontrarse mejor, siguieron sin sospechar la existencia de un daño más profundo. Ni por casualidad pensaron en achacarlo a asuntos del corazón, y esto, tratándose de los padres de una joven de diecisiete años, recién llegada de su primera ausencia del hogar, no deja de ser bastante extraño.

Tan pronto como hubo terminado de desayunar, Catherine se dispuso a cumplir la promesa que había hecho a Miss Tilney, cuya confianza en los efectos que el tiempo y la distancia habían de operar en el ánimo de su amiga estaba plenamente justificada. En efecto: Catherine ya se hallaba dispuesta, no sólo a reprocharse la frialdad con que se había separado de Eleanor, sino a creer que no había apreciado bastante los méritos y la bondad de ésta, ni sentido la debida conmiseración por lo que debido a ella había tenido que soportar. La intensidad de sus sentimientos no sirvió, sin embargo, para estimular su pluma. Nunca en su vida había encontrado tan difícil escribir un carta como ahora. Desde luego, no era nada fácil imaginar siquiera una misiva que hiciera justicia a su situación y a lo que sentía, que expresara gratitud, pero no pesar servil, que fuera prudente sin ser fría, y sincera sin mostrar resentimiento. Una carta, en fin, cuya lectura no apenase a Eleanor y de la que no necesitara sonrojarse ella si por casualidad caía en manos de Henry. Después de reflexionar largamente, decidió ser muy breve; era el único modo de no incurrir en falta alguna. Tras meter en un sobre el dinero que Eleanor le había facilitado, lo dirigió a su amiga acompañado de una concisa nota en la que expresaba todo su agradecimiento y le deseaba lo mejor.

—Pues de verdad que ha sido ésta una extraña amistad —dijo Mrs. Morland una vez que su hija hubo terminado la carta—. Apenas iniciada y ya interrumpida. Siento que haya sido así, porque, según me informó Mrs. Allen, se trataba de personas muy amables. Tampoco has tenido suerte con tu amiga Isabella. ¡Pobre James! Pero, en fin, hay que vivir para aprender. Es de esperar que las amistades que consigas en el porvenir resulten más merecedoras de tu confianza que éstas.

Catherine, ruborizada, contestó:

—Nadie tiene mayor derecho a mi confianza que Eleanor.

—En ese caso, hija mía, más tarde o más temprano volveréis a encontraros, y hasta entonces no te preocupes. Es casi seguro que en el curso de los próximos diez años el azar querrá unir de nuevo vuestros destinos, y entonces, ¡cuan grato os será reanudar vuestro trato!

No tuvieron gran éxito, a decir verdad, los esfuerzos de Mrs. Morland para consolar a su hija. La idea de no volver a ver a Eleanor y Henry Tilney hasta después de transcurridos diez años sólo consiguió inculcar en la muchacha un temor aún mayor. ¡Podían ocurrir tantas cosas en ese tiempo! Ella jamás olvidaría a Henry, ni podría dejar de quererle con la misma ternura que entonces sentía; pero él... La olvidaría quizá, y en ese caso, encontrarse de nuevo... A la muchacha se le llenaron los ojos de lágrimas al imaginarse una tan triste renovación de su amistad, y al observar Mrs. Morland que sus buenos propósitos no producían el efecto deseado propuso, como nuevo medio de distracción, una visita a casa de Mrs. Allen.

Las viviendas de ambas familias distaban sólo un cuarto de milla la una de la otra, y en el trayecto la madre de Catherine manifestó su opinión acerca del desengaño amoroso sufrido por su hijo James.

—Lo hemos sentido por él —dijo—, pero, por lo demás, no nos preocupa el que hayan terminado esas relaciones. Al fin y al cabo, no podía satisfacernos ver a nuestro hijo comprometido a casarse con una chica completamente desconocida, sin fortuna alguna, acerca de cuyo carácter nos hemos visto obligados a formar un concepto bien pobre. La ruptura le parecerá a James muy dolorosa en un principio, pero con el tiempo se le pasará, y el desengaño que le ha producido esta primera elección lo llevará a ser más prudente de aquí en adelante.

Tan somera cuenta del asunto favoreció a Catherine, pues de tal modo se había apoderado de su mente la consideración del cambio operado en ella desde la última vez que había recorrido aquel camino, que una frase más de su madre habría bastado para turbar su aparente serenidad, impidiéndole contestar acertadamente a las observaciones de la buena señora. No habían transcurrido aún tres meses desde que la última vez, animada por las más risueñas esperanzas, había recorrido aquel camino. Su corazón se hallaba entonces inundado de alegría, despreocupado e independiente, ansioso de saborear placeres aún desconocidos y libre de toda culpa. Así era ella antes, pero ahora... estaba completamente cambiada.

Catherine fue recibida por los Allen con la bondad que su inesperada aparición, unida al sincero afecto que le profesaban, podía desear. Grande fue la sorpresa manifestada por estos buenos amigos al verla, y mas grande su disgusto al conocer la forma en que había sido tratada. Y eso que Mrs. Morland no exageró los hechos ni trató, como hubieran procurado otros, de despertar la indignación del matrimonio contra la familia Tilney.

—Catherine nos sorprendió ayer por la tarde —dijo—. Hizo el viaje en silla de posta y completamente sola. Además, hasta el sábado por la noche ignoraba que debía salir de Northanger. El general Tilney, movido por no sabemos qué extraño impulso, se cansó de repente de tenerla allí y la arrojó, o poco menos, de la casa. Su conducta ha sido bastante descortés, y no podemos por menos de creer que debe de tratarse de un hombre bastante extraño. Por otra parte, celebramos tener a Catherine una vez más entre nosotros y estamos satisfechos de ver que no es un criatura tímida e incapaz de manejarse por sí sola, sino que sabe, cuando llega la ocasión, resolver las dificultades que se presentan.

Mr. Allen se expresó acerca del asunto con la indignación que el caso y su buena amistad exigían, y su esposa, que estuvo de acuerdo con sus razonamientos, no titubeó en utilizarlos por su cuenta. El asombro del marido, sus conjeturas y explicaciones eran repetidas por la mujer, quien se limitó a añadir una observación, «realmente, no tengo paciencia con el general», con la que llenaba las pausas intermedias. Aun después de salir de la habitación Mr. Allen, repitió ella por dos veces la frase «no tengo paciencia con el general», sin que pareciese, por cierto, más indignada que antes. Aún pronunció la frase un par de veces, antes de decir de repente:

—¿Sabes que antes de salir de Bath conseguí que me zurcieran aquel rasgón que sufrió mi encaje de Mechlin? El remiendo está hecho de manera tan primorosa que apenas si se advierte. Cualquier día de estos te lo enseñaré. Bath es, después de todo, un lugar muy agradable. Te aseguro, Catherine, que sentí marcharme. La estancia allí de Mrs. Thorpe fue muy conveniente para todos. ¿Verdad, Catherine? Recordarás que al principio tú y yo estábamos desoladas.

—Sí; pero no duró mucho tiempo nuestra soledad —contestó la muchacha, animada por el recuerdo de lo que por vez primera había dado vida y valor espiritual a su existencia.

—Es cierto. Y desde el momento en que encontramos a Mrs. Thorpe puede decirse que no nos faltó nada. Oye, querida, ¿no encuentras que estos guantes de seda son de excelente calidad? Recordarás que me los puse por primera vez el día que fuimos al balneario, y desde entonces casi no me los he sacado. ¿Recuerdas aquella noche?

—¿Que si la recuerdo? Perfectamente...

—Fue muy agradable, ¿verdad? Mr. Tilney tomó con nosotras el té, y ya entonces comprendí que su amistad sería muy ventajosa para nosotras. ¡Era un hombre tan agradable! Tengo idea de que bailaste con él, pero no estoy completamente segura. Lo que sí recuerdo es que aquella noche yo llevaba mi traje predilecto.

Catherine se sintió incapaz de contestar, y después de iniciarse otros temas, Mrs. Allen volvió a insistir:

—Realmente, no tengo paciencia con el general. Un hombre que parecía tan amable... No creo, Mrs. Morland, que en todo el mundo pueda encontrarse un hombre más educado. Las habitaciones que ocupaban fueron alquiladas al día siguiente de que se marchase con su familia. Claro, no podía ser de otro modo tratándose de Milsom Street.

Camino nuevamente de la casa, Mrs. Morland trató nuevamente de animar a su hija diciéndole la bendición que suponía tener unos amigos tan formales y bienintencionados como los Allen, tras lo cual añadió que la descortesía y la negligencia manifestadas por unos meros conocidos como los Tilney no deberían preocupar a quien, como ella, conservaba el afecto de sus amistades de tantos años. Tales manifestaciones se basaban, sin duda, en el sentido común, pero como quiera que existen momentos y situaciones en que el sentido común tiene poco ascendiente sobre la razón humana, los sentimientos de Catherine fueron rebatiendo una a una todas las consideraciones expuestas por su madre. La felicidad de la muchacha dependía de la actitud que de allí en adelante adoptaran sus nuevas amistades, y en tanto Mrs. Morland procuraba confirmar sus teorías con justas y bien fundadas razones, Catherine, dando rienda suelta a su imaginación, imaginaba a Henry ya de regreso a Northanger, enterado de la ausencia de su amiga y, quizá, emprendiendo con el resto de la familia el viaje a Hereford.

30

Catherine era de gustos sedentarios, y aun cuando nunca había sido muy hacendosa, su madre no podía por menos de reconocer que estos defectos se habían agravado considerablemente durante la ausencia. Desde su regreso la muchacha no acertaba a estarse quieta un solo instante ni a ocuparse de quehacer alguno por más de diez minutos. Recorría el jardín y la huerta una y otra vez, como si el movimiento fuese la única manifestación de su voluntad, hasta el punto de preferir pasear por la casa a permanecer tranquila en la sala. Este cambio se hacía más evidente aún en lo que a su estado de ánimo se refería. Su intranquilidad y su pereza podían interpretarse como una manifestación caricaturizada de su propio ser; pero aquel silencio, aquella tristeza, eran el reverso de lo que antes había sido. Por espacio de dos días, Mrs. Morland no hizo comentario alguno sobre ello, pero al observar que tres noches sucesivas de descanso no lograban devolver a Catherine su habitual alegría, ni aumentar su actividad, ni despertar su gusto por las labores de la aguja, se vio obligada a amonestarla suavemente, diciendo:

—Mucho me temo, querida hija, que corres peligro de convertirte en una señora elegante. No sé cuándo vería el pobre Richard terminadas sus corbatas si no contara con más amigas que tú. Piensas demasiado en Bath, y debes tener en cuenta que hay un tiempo para cada cosa. Los bailes y las diversiones tienen el suyo, y lo mismo el trabajo. Has disfrutado una buena temporada de lo primero y es hora de que trates de ocuparte en algo serio.

Catherine buscó enseguida su labor, asegurando, con aire desconsolado, que no pensaba en Bath.

—Entonces estás preocupada por la conducta del general Tilney, y haces mal, porque es muy posible que jamás vuelvas a verle. No debemos angustiarnos por semejantes pequeñeces. —Luego, a continuación de un breve silencio, añadió—: Yo espero, mi querida Catherine, que las grandezas de Northanger no te habrán convertido en una persona descontenta con tu vida. Todos debemos procurar estar satisfechos allí donde nos encontremos, y más aún en nuestro propio hogar, que es donde más tiempo estamos obligados a permanecer. No me gustó oírte hablar con tanto entusiasmo mientras desayunábamos del pan francés que os daban en Northanger.

—Pero ¡si para mí el pan no tiene importancia! Lo mismo me da comer una cosa que otra.

—En uno de los libros que tengo arriba hay un estudio muy interesante acerca del tema. En él se habla precisamente de esos seres a quienes amistades de posición económica más elevada que la suya incapacitaron para adaptarse a sus circunstancias familiares. Se titula
El espejo
, si mal no recuerdo. Lo buscaré para que lo leas. Seguramente encontrarás en él consejos de provecho.

Catherine no contestó y, deseosa de enmendar su reciente conducta, se aplicó a la labor; pero a los pocos minutos recayó, sin darse ella misma cuenta, en el mismo estado de ánimo que deseaba combatir. Sintió pereza y languidez, y la irritación que su cansancio le producía la obligó a dar más vueltas en la silla que puntadas en su trabajo. Se apercibió de ello Mrs. Morland, y convencida de que las miradas abstraídas y la expresión de descontento de su hija obedecían al estado de ánimo a que antes aludiera, salió precipitadamente de la habitación en busca del libro con que se proponía combatir tan terrible mal. Transcurrieron varios minutos antes de que lograra encontrar lo que deseaba, y habiéndola detenido otros acontecimientos familiares, resultó que hasta pasado un buen cuarto de hora no le fue posible bajar de nuevo, armada, eso sí, de la obra que tan prácticos resultados debía lograr. Habiéndola privado sus quehaceres en el piso superior de oír ruido alguno fuera de sus habitaciones, ignoraba que durante su ausencia había llegado a la casa una visita, y al entrar en el salón encontróse cara a cara con un joven completamente desconocido. El recién llegado se levantó respetuosamente de su asiento, mientras Catherine, turbada, le presentaba a su madre:

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