—No se preocupen, me aseguraré de que Sebastian pase un buen curso. Vamos a aprender mucho, ¿verdad? —dijo, cruzando sus torneadas piernas mientras le dedicaba una de sus cálidas sonrisas que siempre hacían que le latiera el corazón un poquito más rápido de lo recomendable.
Ese día, y todos los días después de aquel, se le ocurría que las profesoras no tendrían que ser tan guapas como la señorita Ashworth. Profesoras así lo único que hacían era distraer a sus alumnos, que se pasarían el día entero mirándole embobados aquellos labios suyos pintados de rosa en lugar de escuchar las palabras que salían por ellos.
Sin embargo, no era a sus alumnos a los únicos a los que la señorita Ashworth distraía con facilidad. Tras varios minutos charlando con sus padres, Sebastian se percató de que, mientras su madre profería su apasionado discurso, los ojos de su padre recorrían sin parar el cuerpo de la señorita Ashworth de arriba abajo, deteniéndose en las pálidas rodillas y los muslos al descubierto. La señorita Ashworth debió de notarlo también porque a mitad de la reunión se tiró de la falda para bajársela y, cuando no lo consiguió, escondió las piernas tras el escritorio.
Cuando la reunión estaba llegando a su fin, el padre de Sebastian contó otro de sus ambiguos chistes, pero esta vez Sebastian no tuvo que reírle la gracia. La señorita Ashworth ya se estaba riendo efusivamente por todos los demás. De hecho, su risa era tan incontenible que se le saltaron las lágrimas y tuvo que secarse el rabillo de los ojos con un pañuelo.
Con su melena rubia flotando a su alrededor como una capa, la señorita Ashworth avanzó decididamente cruzando el patio del recreo hacia el banco desde el que Sebastian contemplaba el partido de fútbol. A medida que se acercaba a él, Sebastian se quedó petrificado mirando las caderas de su profesora balanceándose de un lado a otro y los pechos rebotándole suavemente. Es cierto que le encantaba el sonido de frufrú de sus medias, casi tanto como el tintineo de su voz; y la fragancia fresca que solía ponerse le daban ganas de presionar su mejilla contra la de ella siempre que se acercaba a él para revisar su trabajo. Sebastian estaba pensando en todo esto cuando la profesora agachó la cabeza por debajo de las ramas más bajas del sauce. Con aquella suave combinación de luces y sombras, el niño pensó que su profesora nunca había estado más guapa.
—Sebastian, ¿no te aburres tú solo aquí sentado? —le preguntó la señorita Ashworth.
—En realidad, no —le respondió él, agradecido de que la sombra del árbol ocultara la vergüenza que le había teñido de color las mejillas.
—He pensado que a lo mejor te gustaría venir dentro y ayudarme a limpiar la pizarra —le dijo ella inclinando la cabeza con un gesto coqueto.
La profesora sabía perfectamente que aquella era una de las actividades favoritas de Sebastian. De hecho, era la favorita de todo el mundo, pero la señorita Ashworth casi siempre se la encargaba a él. Aunque estaba disfrutando viendo el partido de fútbol, se puso en pie inmediatamente para marcharse con la profesora y, cuando pasaron junto a la pista de pelota atada, golpeó firmemente la pelota con el puño para poder escuchar el gemido lastimero de la cadena en movimiento.
De vuelta en clase, la señorita Ashworth se sentó en su escritorio a poner notas mientras Sebastian se subía a un taburete con escalerilla y comenzaba a limpiar la pizarra de izquierda a derecha. Siempre lo hacía así porque desde aquel ángulo podía seguir contemplando el rostro de la señorita Ashworth. Había aprendido que era mejor dejar que el producto de limpieza disolviera la tinta durante cinco o diez segundos antes de frotar y así podía observar a la profesora mientras aguardaba y, de ese modo, se aseguraba de que no se perdería ninguna sonrisa o guiño que ella pudiera dedicarle cuando levantaba la mirada, cosa que sucedía con frecuencia.
Al ser tan cuidadoso y tener que emplear el taburete para llegar al borde superior de la pizarra, Sebastian tardaba más tiempo que otros alumnos en limpiarla, pero, cuando terminaba, la señorita Ashworth siempre se ponía en pie y se apartaba de la pizarra con las manos en las caderas para admirar su trabajo.
—¡Sebastian! —exclamaba, con una ligera expresión de asombro—, sin duda, tú eres el mejor limpiador de pizarras que he tenido nunca en mi clase.
—Gracias —le respondía él, sonrojándose.
Se sentía agradecido por haber descubierto que tenía una habilidad que hacía feliz a alguien. Y si ese alguien resultaba ser la señorita Ashworth, mejor que mejor.
Cuando sonó la campana del final del recreo unos minutos más tarde, los alumnos entraron en la clase como un estrepitoso remolino de viento y, cuando se percataron de que Sebastian había sido elegido una vez más para limpiar la pizarra, algunos de ellos se quejaron. La señorita Ashworth no solía prestar atención a sus protestas, pero aquel día, les dijo:
—Muy bien, la próxima vez que uno de vosotros quiera renunciar al recreo para venir a limpiar la pizarra, decídmelo.
Ante aquel comentario, solamente se escucharon más gemidos y quejas.
—Yo renunciaré a mi recreo —contestó Keith mientras se volvía para dedicarle una sonrisita burlona a Sebastian.
La señorita Ashworth se echó a reír y se apartó su larga melena del hombro.
—Keith, no me creo ni por un segundo que vayas a quedarte voluntariamente sin recreo solo por limpiar la pizarra.
Keith era un nuevo alumno aquel año y no acababa de comprender totalmente que el delicado estado de salud de Sebastian exigía una actitud especialmente compasiva. El resto de sus compañeros habían comprendido hacía tiempo que, aunque resultaba tentador, no debían burlarse de él por ser pequeño y parecer un liliputiense, pero los descarados modales con los que Keith lo trataba estaban empezando a erosionar la interpretación que los demás habían hecho del asunto hasta ese momento. De hecho, la presencia de Keith parecía desencadenar ciertos resentimientos hacia Sebastian que habían ido acumulándose a lo largo de los años.
—Es todo un chicarrón —escuchó Sebastian que la señorita Ashworth le decía a la madre de Keith una tarde que vino a recoger a su hijo después de que este se hubiera metido en líos por decir un taco en el patio del recreo.
La madre tenía el mismo pelo de color claro que su hijo, pero Sebastian se sorprendió al ver lo esquelética que estaba, especialmente cuando Keith, que repetía curso ese año, le sacaba una cabeza a Sebastian y era extraordinariamente musculoso para su edad. Sebastian se imaginó que el padre de Keith también debía de ser alto y musculoso y seguramente tendría unas manos grandes y fuertes, como las de su hijo.
A pesar de su frecuente mala conducta, la señorita Ashworth no solía enfadarse con Keith, y Sebastian suponía que esto se debía a que el tipo de chicos que más le gustaban a la profesora eran esos fornidos «chicarrones», cosa que lo hacía sentir poco digno, pues sabía muy bien que él no era uno de ellos. Ni siquiera se sentía ni la cuarta parte de uno. De hecho, quizá la única cosa que lo hacía sentir que verdaderamente era un chico y no una niña era que hacía pis de pie y no sentado, como ellas.
Cuando llegó la hora de salida, exactamente a las tres y cuarto aquella tarde, la señorita Ashworth ordenó a sus alumnos que recogieran los pupitres y después anunció a bombo y platillo que iba a dejar salir a la alumna del mes. En esa ocasión, el honor había recaído en Melanie Tanako, una silenciosa niña japonesa que, unas semanas antes, había enseñado a la clase a hacer animalillos en origami. Además de recibir un vale para el McDonald’s, la homenajeada era la que primero salía todos los días de clase para ir a su casa. Únicamente después de que el alumno del mes hubiera salido por la puerta, la señorita Ashworth daba permiso a los demás para que fueran saliendo por filas y, como era particularmente justa con estas cosas, se cuidaba de ir alternando entre las filas delantera y trasera, lo cual significaba que Keith, que se sentaba en la primera, siempre se encontraba entre los primeros o los últimos en salir de clase.
Esto tenía gran importancia para Sebastian, porque sabía que Keith era básicamente un matón perezoso. Aunque le encantaba meterse con los más débiles, no se desviaría de su camino por hacerlo, especialmente si eso significaba cruzarse de acera o caminar una manzana de más para llegar a casa. Lo otro que Sebastian sabía era que Keith probablemente no le causaría demasiados problemas a menos que hubiera otros mirando y, si había alguna niña en el grupo, y una de ellas resultaba ser Kelly Taylor, Keith sería particularmente ingenioso al aplicar su crueldad.
Kelly llevaba gruesas gafas y solía recogerse su sucio pelo rubio en dos trenzas torcidas y despeinadas, pero era capaz de correr tan rápido como cualquier chico y lo hacía casi tan deprisa como Keith, el más veloz de la clase. No era particularmente guapa, pero no se podía negar que su voz ronca tenía cierto atractivo. Y la manera en la que mascaba el chicle y se colocaba con una mano en la cadera y un pie mirando hacia fuera en un perfecto ángulo recto resultaba extrañamente irresistible. Todos los chicos de la clase estaban enamorados de Kelly Taylor y, aunque Sebastian odiaba admitirlo, sabía que el inquietante cosquilleo que notaba en el estómago siempre que la miraba significaba que probablemente él también sentía algo por ella.
Aquel día, la fila de Keith fue una de las primeras en salir, lo cual indicaba que, sin lugar a dudas, Sebastian se toparía con él a la salida del colegio. Hacía tiempo que había dejado de desear que Keith se cansara de su jueguecito, pero nunca abandonaba la esperanza de que, algún día, él sería capaz de correr, porque quizá entonces lograría ser lo bastante rápido como para esconderse detrás de la caseta de los boy scouts y, desde allí, probablemente podría llegar a casa de su abuela sin que nadie le viera. Sebastian observó a la señorita Ashworth, preguntándose si debía contarle lo que sucedía con su «chicarrón» después de clase.
—¿Va todo bien? —le preguntó la profesora cuando se dio cuenta de que Sebastian la estaba mirando fijamente—. ¿Te encuentras mal?
Él negó con la cabeza y rápidamente apartó la mirada. El niño no quería admitir que, aparte de ser débil físicamente, también lo era emocionalmente. No deseaba enfrentarse a la posibilidad de que quizá no había nada de masculino en él y no podía soportar el pensamiento de que la señorita Ashworth, que era toda una mujer como había pocas, se enterara de algo así sobre él.
Keith solía cortarle el paso a Sebastian en la esquina más alejada del patio del colegio, donde resultaba más difícil que los cuidadores vieran lo que sucedía. Pero incluso aunque se percataran de su presencia, lo único que verían sería un grupo de niños riéndose y saltando en corro alegremente, y aquello no los incitaría precisamente a recorrer todo el patio del colegio para ver qué estaba pasando en realidad.
—¡Eh, tú! —exclamó Keith en un tono impositivo que hacía que todos los músculos del cuerpo de Sebastian se pusieran en tensión.
Se volvió para ver a Keith acompañado de su grupito habitual, con Kelly Taylor entre ellos. Ahora que las clases habían terminado, se había quitado las trenzas y su desaliñado cabello rubio le caía suelto sobre los hombros.
—¡Sí, tú! —dijo Keith con una amplia sonrisa dibujada en su cara pecosa.
Parecía tan risueño, tan lleno de diversión y con tantas ganas de jolgorio que, a veces, Sebastian se sentía tentado a devolverle la sonrisa, pero nunca lo hacía.
—He decidido que hoy quiero verte bailar como a un mono —anunció Keith, mientras colocaba la punta del dedo sobre la morena coronilla de Sebastian adoptando una actitud pensativa.
Sus manos eran lo que más asustaba a Sebastian, pues, entre los montones de pecas que las cubrían, tenía una miríada de costras que el niño suponía que Keith habría adquirido de aporrear sin piedad a la gente con sus puños.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Kelly—. ¿Cómo se te ha ocurrido una cosa así?
—Anoche vi una película antigua en la que un mono bailaba sin parar mientras un tío le daba a la manivela de un organillo, y el mono me recordó a Sebastian, aquí presente.
Al escuchar esto, algunos de los amigotes de Keith comenzaron a imitar a los monos y a pegar saltos alrededor, pero eso no satisfizo a Keith. Quería ver a Sebastian bailar y no le valdría que lo hiciera nadie más.
Sebastian notaba la boca seca y tuvo que hacer un gran esfuerzo para tragar saliva. Hasta entonces, Keith le había obligado a ladrar como un perro, a mugir como una vaca y a hacer toda clase de ruidos de animales de granja. Hubo una vez en la que el matón casi se desplomó de la risa cuando Sebastian logró emitir un chillido que parecía el de un cerdo en el matadero.
—Quiero que sientas dolor —le había dicho Keith, que había gritado y aullado de un modo mucho más dramático que el chillido desganado de Sebastian.
No obstante, a pesar de haber logrado llevar a cabo con éxito las órdenes anteriores, Sebastian no creía que fuera capaz de bailar como un mono, así que se quedó allí, quieto, con aspecto desamparado.
—Parece que va a echarse a llorar —observó Kelly.
—No va a llorar —comentó Keith, aunque parecía esperanzado.
Otro de los chicos dijo:
—Si llora, lo único que conseguirá será demostrar que no es más que un bebé.
—Eh, a lo mejor deberías hacer que se chupara el dedo, como un bebé —sugirió otro de los chicos.
—¡Bah, no! —le respondió Keith—. Le quiero ver bailar como a un mono. ¿A qué estás esperando? —dijo, volviéndose hacia Sebastian—. ¡Baila, mono, baila! —gritó, levantando los brazos en el aire, y entonces todo el mundo hizo lo mismo.
—¡Baila, mono, baila! —gritaron todos excepto Kelly, que parecía ligeramente entretenida mientras mascaba su chicle.
Entonces, hicieron un corro alrededor de Sebastian ondeando los brazos en el aire mientras coreaban la consigna de Keith, y el niño supo que no tendría otra opción que tragarse la dignidad una vez más y hacer lo que querían. Todo llegaría más rápidamente a su fin cuanto antes lo hiciera. Una febril oleada de vergüenza le subió desde las ingles, bajó la mirada, levantó sus flacuchos brazos en el aire y comenzó a agitarlos arriba y abajo, lo que provocó una inmediata explosión de hurras por parte de los chicos, aunque Keith era el que lo jaleaba más fuerte que los demás.
—¡El mono puede bailar, bailar, bailar! —voceaba alborozado—. ¡Mirad, mirad, mirad cómo lo hace!