—Quiero que Sebastian vuelva a ver al nutricionista.
Gloria apenas pudo ocultar su irritación. Nunca le había interesado aprender a cocinar, independientemente de lo mucho que su madre hubiera intentado animarla durante años. De niñas, tanto ella como su hermana pequeña se desalentaban al ver todo el trabajo duro y la organización que aquello exigía, por no mencionar lo mucho que había que limpiar después.
—Tengo que ser sincera con usted, doctor. A Sebastian no le entusiasmó ninguna de las sugerencias que el nutricionista nos propuso la última vez que fuimos a verle, y, además, no es que fueran precisamente realistas para una madre trabajadora.
El doctor Lim se tomó un instante para organizar sus pensamientos. Después abrió el historial y garabateó algo en él antes de volverse hacia Gloria.
—Si Sebastian recibiera una nutrición adecuada, estaría ganando peso y creciendo. Me preocupa que tarde o temprano comience a perderlo y, si eso sucede, es posible que tengamos que abandonar por completo la idea de llevar a cabo otra intervención quirúrgica.
Gloria cruzó los brazos delante del pecho y frunció los labios. Por supuesto, deseaba que su hijo engordara y creciera fuerte y sano, pero la posibilidad de que aquello significara otra operación la paralizaba. Estaba convencida de que otra intervención quirúrgica sería desastrosa para Sebastian y lo sabía de un modo que no podía explicar ni racionalizar. Aquella era una convicción que surgía de lo más profundo de su alma, y ni las palabras más sensatas del mundo sobre los buenos resultados y los avances en medicina podían acallar sus temores.
Por mucho que intentara apartar aquel pensamiento de su cabeza, terroríficos recuerdos le venían a la mente siempre que surgía el tema de otra operación y la atenazaban de nuevo, como cuando había contemplado a su bebé luchando por vivir en la cunita del hospital. Abrieron en canal su minúsculo pecho, y tenía tantos tubos y cables saliéndole por todas partes que era difícil distinguir dónde empezaba su cuerpecillo y dónde terminaban los aparatos médicos. Nunca olvidaría los puntos que se tensaban contra su delicada piel cada vez que respiraba, ni cómo se contraía su carita por el dolor. Cuando el médico le confesó que no habían logrado reparar por completo el corazón de su bebé y que tendrían que volver a abrirlo, Gloria apenas pudo creer lo que estaba oyendo. Por lo que a ella respectaba, le estaban pidiendo permiso para matar a su niño, y se negó rotundamente. Sin embargo, Dean y el resto de la familia acabaron por convencerla. Le dijeron que si Sebastian no se sometía a otra operación, seguramente moriría: quizá no mañana, ni al cabo de un mes, pero muy pronto. ¿Qué podía hacer ella? Tuvo que avenirse a lo que todo el mundo le decía que era lo correcto para salvar la vida de su bebé, pero, al final, todos se equivocaron. La segunda operación tuvo como resultado más complicaciones que la primera. Aparte de necesitar un marcapasos, Sebastian sufrió una insuficiencia cardíaca congestiva unos días más tarde y desarrolló una infección sanguínea que casi acabó con su vida. Gloria se sentía tan desolada que estaba convencida de que su hijo moriría pronto. E incluso cuando Sebastian comenzó a recuperarse lentamente, le resultó muy difícil volver a creer en las bondades de la vida, y un frío helador se le instaló en la parte más profunda de su propio corazón. Aquello la protegía y le garantizaba que, independientemente de lo que sucediera en el futuro, siempre lograría mantener la cabeza fría.
Nunca pudo volver a confiar en los médicos ni en nadie más después de aquello. Solamente confiaba en sí misma, en sus instintos y en sus conocimientos. No le cabía la menor duda; aquello era lo que había permitido a su hijo sobrevivir los diez primeros años de su vida, sin ningún otro incidente que la amenazara. Y si Dios quería, aquello era lo que haría que cumpliera muchísimos años más.
—Me gustaría hablar del asunto con el doctor Gower —murmuró finalmente Gloria.
El doctor Gower era el endocrino de Sebastian.
El doctor Lim se sintió satisfecho de que la madre de su paciente no rechazara la idea por completo, como había sucedido en el pasado. En varias ocasiones, ya le había advertido en privado que era solo cuestión de tiempo que el corazón de su hijo comenzara a debilitarse aún más, y eso provocaría otra insuficiencia cardíaca congestiva si no hacían algo para remediarlo. No obstante, el médico siempre tenía la impresión de que ella no le creía. Normalmente, solía responder que ella y su marido lo habían hablado y pensaban que era mejor esperar. Quizá por fin estaban empezando a aceptar la gravedad de la situación.
—Está bien, señora Bennett —le respondió el doctor Lim—. Estoy seguro de que el doctor Gower también deseará llevar a cabo varias pruebas adicionales. Podemos empezar con algunas de ellas hoy mismo, si lo desea.
—Sí, por favor, gracias —contestó Gloria asintiendo bruscamente con la cabeza.
Mientras el doctor Lim impartía las órdenes pertinentes, Sebastian comprendió que tendría que volver a enfrentarse a la aguja una vez más y le dedicó a su madre una mirada de rencor, pero ella se hallaba demasiado perdida en sus pensamientos como para darse cuenta.
Cuando el doctor Lim colgó el teléfono, Sebastian le preguntó:
—Si crezco más, ¿podré jugar al fútbol?
—Vamos a ver, Sebastian —prorrumpió Gloria soltando una risita nerviosa—. Aquí nadie ha dicho nada de jugar al fútbol.
Ignorándola, el doctor Lim se sentó delante de su pequeño paciente para poder mirarlo directamente a los ojos.
—Si creces y ganas peso, está claro que eso contribuirá a que estés más fuerte en general, pero me temo que ni siquiera entonces podrás jugar al fútbol con los demás niños.
—¿Qué tengo que hacer para poder jugar al fútbol? —le preguntó Sebastian.
—Tendrías que someterte a otra operación —le respondió el doctor Lim con una expresión grave y firme.
—¿Tendría usted que volver a abrirme el pecho?
El doctor Lim asintió.
—Sí, así es.
—¿Por la cicatriz que ya tengo?
El médico volvió a asentir.
—¿Y después, qué? —preguntó Sebastian.
El doctor Lim levantó la mirada hacia Gloria, que estaba colorada y claramente disgustada por la dirección que estaba tomando la conversación, pero el médico continuó de todas maneras.
—Yo haría varias incisiones en el interior de tu corazón y suturaría las partes que todavía no funcionan como es debido. Si todo va bien, tu corazón será mucho más fuerte y no te cansarás tanto como ahora.
Escuchar aquellas sencillas palabras del doctor Lim dio rienda suelta a la imaginación de Sebastian, y se vio a sí mismo jugando al fútbol con los demás niños y corriendo, saltando y cayendo sobre los codos y las rodillas, y aceptando con valentía cualquier herida con la que le condecorara ese despreocupado y juguetón estilo de vida. Kelly Taylor y él podrían comparar cicatrices y se reirían, y se echarían carreras de un lado a otro del patio. Sebastian no tenía claro si la dejaría ganar. No, probablemente, no.
—Y si todo no va bien —soltó Gloria—, ¿entonces, qué?
El doctor Lim se aclaró la garganta, pero parecía resistirse a hablar con tanta candidez como lo había hecho hacía un momento.
—Vamos, dígaselo, doctor, es mejor que lo sepa —le instó Gloria en tono desafiante, pues hacía tiempo que había perdido la costumbre de hablar con respeto a los médicos.
El doctor Lim se aclaró la garganta de nuevo y dijo:
—Siempre hay riesgos asociados a intervenciones quirúrgicas como esta.
—¿Eso quiere decir que puedo morirme? —preguntó Sebastian.
El doctor Lim contestó en voz baja:
—Bueno, nosotros… Yo haré todo lo que esté en mi mano para garantizar que eso no ocurra, pero existe la posibilidad de que el corazón no mejore y se quede aún más débil de lo que está ahora.
Sebastian levantó la mirada hacia su madre y, cuando vio que un temor irrefrenable se había apoderado de ella, la esperanza que había sentido hacía un momento se desvaneció, y comenzó a temblar de pies a cabeza. Apartó la mirada de su madre y trató de centrarse de nuevo en el doctor Lim. El médico estaba garabateando algo en su historial, y la expresión de su rostro era tan tranquila y serena como siempre. Seguramente, el médico sabía más de estas cosas que su madre. Después de todo, había ido a la Facultad de Medicina durante muchos años para hacerse médico, y su madre solo vendía casas para ganarse la vida y últimamente tampoco es que vendiera demasiadas. Y, aun así, Sebastian no podía negar que aquella misteriosa convicción de su madre era tan vehemente y poderosa como un rayo que podía eclipsar a cientos de miles de títulos de medicina. Ella era su madre, la mujer que le había dado la vida, y lo que ella sabía trascendía a la ciencia, a las estadísticas e incluso al sentido común.
Unos segundos más tarde la enfermera entró en la consulta con una bandeja llena de frascos y agujas y, por primera vez, Sebastian se alegró de verla. La decepción y la confusión que sentía en aquel momento eran infinitamente peores que el pinchazo de una aguja, así que agradeció la distracción.
Gloria caminó en silencio mientras volvían al coche, y Sebastian percibió que su madre estaba enfadada con él por haberle preguntado directamente al doctor Lim por la operación. Nunca le había dicho que no pudiera hacerlo, pero él sabía que había cruzado una línea invisible y, aunque no pudiera verlo con sus propios ojos, lo notaba tan claramente como la mano de su madre presionando cada vez con más fuerza la suya. No obstante, deseaba hablar del asunto con ella y decirle que no tenía miedo y, puede que si le oyera decirlo en alto, también ella dejaría de sentir tanto temor. Quizá, solo quizá, sería capaz de convencerla.
—Tengo que enseñar un par de casas esta noche. Te dejaré en casa y Jennifer puede prepararte la cena. No estoy segura de a qué hora volverá tu padre.
—¿Puedo ir mejor a casa de la abuela Lola? —preguntó él—. Nos pilla de camino.
—Supongo que sí —respondió su madre lacónicamente—. Come lo que puedas allí, y yo iré a comprar unas hamburguesas de camino a casa.
Gloria dejó a Sebastian, que caminó a buen paso por el serpenteante sendero hasta el final de la urbanización. Disfrutaba contemplando los pequeños
bungalows
a ambos lados del camino que despedían un titubeante brillo azulado a medida que los inquilinos se acomodaban delante del televisor para ver su programa favorito, pero él sabía que su abuela no encendería la televisión hasta mucho más tarde. Lola prefería prolongar la cena todo lo que podía y después lavaba los platos y los ordenaba antes de hacer ninguna otra cosa.
En ese momento, al niño se le ocurrió que sería una buena idea que él viviera con su abuela. Su casita se hallaba mucho más cerca del colegio, y el sofá era bastante cómodo. Sintiéndose mucho mejor que después de haber salido de la consulta del médico, subió los escalones de la entrada y localizó la plateada coronilla de Lola brillando bajo la luz que había sobre la mesa de la cocina. Mientras comía, adoptaba una postura ligeramente encorvada sobre el plato, y tenía varios envases abiertos delante de ella.
Sebastian entró por la puerta de pantalla.
—Abuela, ¡ya estoy aquí! —le anunció con alegría.
Ella levantó la vista sobresaltada, y una gran sonrisa apareció en su rostro cuando vio a su nieto.
—Has llegado justo a tiempo —le dijo, haciéndole un gesto con la mano para que se acercara a la mesa—. Hoy Terrence ha traído pollo con guarnición, y hay suficiente comida para los dos.
Sebastian miró desconfiado lo que había en el plato de su abuela, una acuosa sustancia amarillenta, con guisantes y zanahorias flotando alrededor, junto con unos tropezones de aspecto misterioso.
Se sentó de mala gana y esperó a que su abuela le sirviera un plato, pero no pudo contenerse durante más tiempo.
—El doctor Lim dice que si me opera otra vez, podré jugar al fútbol.
Lola regresó a la mesa con el plato, pero la luz que se reflejaba en sus gafas impidió que Sebastian pudiera interpretar la expresión de su abuela.
—¿Y qué dice tu madre de eso? —preguntó.
—No dice nada —respondió Sebastian—. Lo único que hace es quedarse muy callada.
Lola asintió pensativa y se quedó callada ella también.
—Creo que tiene miedo —añadió Sebastian, y cogió la cuchara. Estaba empezando a pensar en darse por vencido, pero no quería hacerlo, aún no—. Pero el doctor Lim dice que solo podré jugar al fútbol si me opero. Por favor, abuela, ¿me ayudarás a hablar con mamá para convencerla de que me deje operarme?
Lola frunció los labios y adoptó una expresión muy parecida a la de Gloria en la consulta del médico. La incertidumbre en los ojos de su abuela desinfló aún más las esperanzas del niño, y dejó la cuchara sobre la mesa, luchando contra las ganas de echarse a llorar. En ese momento estaba seguro de que podía escuchar su corazón borboteando, burlándose de él, dejándole clara la ineludible realidad de quién era y de cómo sería para siempre su vida.
Al percibir el abatimiento de su nieto, Lola le apretó el brazo cariñosamente.
—¡Oh, Sebastian! Incluso aunque intentara hablar con tu madre, no serviría de nada. Ya no me escucha. —Lola sonrió con tristeza—. Pero no es solo tu madre. A tu tío Mando y a tu tía Gabi les pasa igual.
—Pero puede que si lo intentas con más ganas que nunca, ella te escuche.
—Puede que sí —contestó Lola, que volvió a quedarse en silencio, y su mirada vagó hasta el crucifijo de madera que colgaba en la pared y después hasta la flor de fotografías junto a él.
Sin embargo, parecía concentrada, como si estuviera pensando más que recordando, cosa que hizo que Sebastian sintiera un rayo de esperanza.
Se sentó erguido en la silla y cogió la cuchara de la mesa.
—¿Hablarás con mamá esta noche cuando venga a recogerme?
Lola apoyó el tenedor en el plato mientras reflexionaba sobre ello.
—Hablaré con ella —respondió—, pero no esta noche. Tengo que pensar en qué le voy a decir y tengo que esperar al momento adecuado para hacerlo. Estas cosas pueden ser muy delicadas, ya sabes.
Sebastian asintió y se metió en la boca un gran bocado de pollo y guarnición, masticándolo y tragándolo lo más rápido que pudo para no tener que notar su sabor.
—Está bastante bueno, ¿verdad? —le preguntó Lola.
Sebastian asintió alegremente y engulló otro bocado con rapidez.