Los tres tomaron juntos la cena, pero la mayor parte del tiempo guardaron silencio. Comieron frijoles, sabroso caldo de pollo y deliciosa empanada española. Keith ingería los alimentos metódica y vorazmente, con la cabeza gacha y el puño cerrado en torno al tenedor, como si fuera la herramienta de un obrero con la que estuviera rellenando un pozo sin fondo. Aunque opinara que la comida estaba buena, no dijo ni palabra. A Sebastian lo invadió una inesperada sensación de tranquilidad mientras comían. Ya no le daba la impresión de que Keith fuera tan malo. De hecho, había momentos en los que parecía asustado o preocupado porque alguien pudiera quitarle la comida de delante de sus narices.
Cuando prácticamente habían terminado de comer, y Lola vio que Keith estaba disfrutando, comenzó a charlar alegremente sobre cómo había preparado la comida, centrándose principalmente en la empanada, de la que Keith ya se había comido dos raciones. Comentó que el relleno estaba hecho con pollo y chorizo, y sazonado generosamente con pimentón dulce para que adquiriera aquel distintivo sabor tan característico. Había preparado la masa ella misma y la había amasado hasta obtener una pasta bastante gruesa para que soportara bien el relleno húmedo. De postre Lola había confeccionado un bizcocho de ron, un delicioso pastel con sabor a ron y a miel. Les contó que en la isla, aquel siempre había sido el postre favorito de su hermano mayor y que ella se lo preparaba cada vez que se enfadaban, cosa que sucedía a menudo.
De vez en cuando, Keith levantaba los ojos del plato mientras Lola hablaba y estaban llenos de gratitud. Cuando se sació totalmente y ya no pudo comer ni un bocado más, se enderezó y dijo:
—Me tengo que ir ya a casa.
—Bueno, pues vete —le dijo Lola—, pero recuerda que siempre habrá sitio para ti en mi mesa.
Keith masculló unas palabras de agradecimiento, le dedicó una mirada de soslayo a Sebastian y se marchó. Después de aquello, abuela y nieto se sintieron extraños, como si acabaran de pasar la tarde con un ser de otro planeta. Sebastian seguía sin poder creerse que Keith hubiera estado allí, sentado a la mesa con ellos, disfrutando de la comida que su abuela había preparado con tanto cariño. Y a él no le había dedicado ni una palabra desagradable, provocadora o desdeñosa… ni una sola vez.
Mientras Lola comenzaba a recoger la mesa, Sebastian le preguntó:
—¿Qué le has dicho cuando estabais al lado del buzón?
—Te lo diré después, pero primero tienes que contarme tú cómo has conseguido traerlo hasta aquí.
Sebastian le contó a su abuela todo lo que había sucedido ese día en el despacho del director, las cosas que el padre de Keith había dicho y cómo había reaccionado Keith cuando su madre sacó los cigarrillos del bolso. Incluso entonces, Sebastian no comprendía qué significaba todo aquello, pero supuso que Keith se sentía agradecido hacia él por haber mentido y haberle ahorrado una paliza de su padre. A medida que Lola escuchaba, asentía comprensivamente, sin sorprenderse lo más mínimo al oír todo lo que su nieto le estaba contando.
—Y además, tenías razón sobre lo que me dijiste de la anciana de pelo negro —concluyó Sebastian—. Le pregunté sobre Keith, y me dijo que lo invitara a tu casa y que todo saldría bien, justo como tú habías dicho.
Lola se mordió el labio y apartó la mirada de su nieto para que no pudiera ver que se le estaban acumulando las lágrimas en los ojos.
—¡Abuela! —exclamó Sebastian, con los ojos como platos cuando pensó en ello—. Le he dicho una mentira al director. Pensaba que no iba a poder. ¿Tú crees que he hecho mal?
—No —le respondió ella, y se secó apresuradamente los ojos con la servilleta—. Ha sido la cosa más noble y valiente que podías hacer, y cada segundo que pases dentro del círculo de castigados será un símbolo del triunfo de tu buena acción. —Suspiró y se levantó de la mesa—. Y ahora, hay algo que tengo pendiente.
Lola llamó a la policía, y entonces la pasaron con otro departamento donde denunció lo que sospechaba que estaba sucediendo entre Keith y sus padres, asegurándose de mencionar específicamente las pequeñas costras redondas que Keith tenía en las manos y los cigarrillos de su madre. Le garantizaron que un asistente social lo investigaría y que, si Keith estaba en peligro, se tomarían las medidas necesarias para protegerlo. Cuando Lola regresó a la mesa, le prometió a Sebastian que lo ayudaría a explicarle a su madre lo que había pasado, porque, sin duda, Gloria habría recibido una llamada del colegio informándola de lo que había sucedido durante el encuentro con los padres de Keith, incluyendo el hecho de que Sebastian hubiera admitido su mentira y su castigo de una semana durante el recreo.
A continuación, Sebastian le preguntó:
—Entonces, ¿qué le has dicho a Keith al lado del buzón?
—Le he dicho que sabía que estaba sufriendo y le he prometido que si aprovechaba la oportunidad y compartía la cena con nosotros, comenzaría a pasársele.
—¿Tú crees que ya se le está pasando, abuela?
Lola lo pensó durante un instante y respondió:
—Sí, a todos se nos está pasando.
Hacía un día cálido y maravilloso, así que Dean llevó a Sebastian y a Jennifer de paseo en coche por la costa, algo que llevaba queriendo hacer desde hacía bastante tiempo. A Sebastian no le importó cederle el asiento delantero a su hermana. Estaba tan contento de que hubiera decidido ir con ellos que habría ido montado sobre la baca del coche si eso la hubiera hecho feliz. Dean también estaba contento. No hacía más que reírse entre dientes de sus propias bromas, mirando de vez en cuando hacia su derecha, como si quisiera asegurarse totalmente de que era realmente su hija la que estaba sentada a su lado y no un producto de su imaginación. Por el momento, la mera presencia de Jennifer parecía compensar todo lo que no iba bien en la familia y, por primera vez desde que su padre se marchó, Sebastian tuvo esperanzas de que las cosas mejoraran. Ahora serían dos los que le dirían a su madre lo bien que iba todo con su padre y, quizá esta vez, Gloria los escucharía un poco más.
Cuando Jennifer estaba de buen humor podía hablar sin parar sobre cualquier cosa, incluso una visita al supermercado desembocaba en un monólogo sin fin, pero nunca el timbre de su voz le había parecido tan melódico a Sebastian. Dean lograba intercalar alguna que otra palabra de vez en cuando. El estruendoso rugido del motor del todoterreno impedía que Sebastian escuchara lo que estaban diciendo, pero el sonido cadencioso de su agradable conversación hacía que el niño se sintiera relajado y se contentaba con contemplar el océano y las amplias playas de arena por la ventanilla bajo el cielo, tan azul que casi dolía mirarlo directamente. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan complacido, pero entonces se le ocurrió que tal vez no debía permitirse el lujo de disfrutar demasiado del momento. Al final del día su padre los dejaría en casa, y aquel helador sentimiento de vacío volvería a atenazarlo y desencadenaría un dolor mucho peor que cualquier dolencia física que hubiera padecido antes. Sin embargo, todavía quedaban muchas horas para que eso sucediera, así que trató de no pensar en ello.
Tras un largo paseo por la playa comieron en un pequeño restaurante a la orilla del mar en donde solamente servían pescado y patatas fritas, o tiras de pollo empanado para la gente a la que no le gustaba el pescado. Sebastian se moría de hambre, así que pidió una ración grande de pescado y patatas. Jennifer dijo que ella solamente tomaría una ensalada porque la cocina de su abuela la estaba haciendo engordar y muy pronto no lograría enfundarse su uniforme de animadora. Dean les confesó que el aire marino le había abierto el apetito a él también, así que pidió lo mismo que Sebastian.
No habían hablado sobre su madre en todo el día, aunque, cuando todos se quedaron en silencio, Sebastian sintió como si ella se cerniera sobre sus cabezas como un fantasma espía, no muy satisfecho de que su familia lo estuviera pasando tan bien en su ausencia.
Jennifer también sintió lo mismo, porque en mitad de la comida comentó:
—Papá, ¿por qué crees tú que mamá es tan testaruda?
Dean se quedó bloqueado ante la pregunta sin saber muy bien qué contestarle.
—Tu madre siempre ha tenido mucho carácter —dijo finalmente—. Esa es una de las razones por las cuales me casé con ella.
—Oh, ¡venga ya, papá!, ¡no seas condescendiente conmigo! Se está comportando como una auténtica arpía, y tú lo sabes.
Dean parpadeó una vez. Durante las semanas que había estado fuera había olvidado lo categórica que podía llegar a ser su hija, de hecho, exactamente igual que su madre.
—Por favor, no hables así de tu madre. Ella os quiere muchísimo a los dos.
—Eso ya lo sé, pero ya está bien. Llevas casi tres meses fuera y te has disculpado y todo. —Jennifer remojó una patata frita en el ketchup—. Mamá es la persona que mejor consigue mantenerse enfadada de todas las que conozco.
Dean no pudo decirle nada en respuesta, y continuaron comiéndose el pescado y las patatas fritas en silencio. Sin embargo, el alegre humor que habían compartido durante la mayor parte del día se echó a perder, y a Sebastian le ofendió que Jennifer hubiera llamado arpía a su madre, incluso aunque estuviera de acuerdo en que podía describírsela así a veces.
Después de comer, decidieron dar un paseo por el muelle. Había unos cuantos hombres pescando al final de él, inclinándose sobre la barandilla con sus cañas colocadas en diferentes ángulos dentro del agua. Estaban tan inmóviles e inertes que casi parecían estatuas, y resultaba fácil imaginarse que llevaban años esperando pacientemente a que picara un pez.
Sebastian le echó un vistazo a sus cubetas llenas de agua y vio que solamente dos de los hombres habían conseguido pescar y, aun así, nadie parecía desanimado. Disfrutaban estando allí en aquella cálida tarde y quizá realmente no les importaba no pescar nada. La pesadumbre que había caído sobre ellos tras la comida fue aligerándose poco a poco a medida que caminaban por el muelle, y Dean iba tarareando una melodía cuando llegaron al final del todo.
Mientras se inclinaban sobre la barandilla, señaló hacia el mar.
—¡Eh, mirad! Se ve la isla de Catalina clara como el agua.
La isla resplandecía en el horizonte como una corona herrumbrosa, y resultaba muy agradable estar allí de pie, bajo la luz del sol, con la brisa fresca del océano dándoles en la cara, contemplando la isla de Catalina con su padre entre ambos. Jennifer miraba al vacío, perdida en sus pensamientos. Sebastian se preguntó si se sentiría mal por lo que había dicho antes, aunque su hermana parecía bastante satisfecha de estar allí, y el niño no creía que fuera a decir nada más que pudiera estropear el momento. Entonces, Dean pasó los brazos por los hombros de sus hijos y se quedaron allí en silencio durante un rato, disfrutando del calor del sol y del bienestar del momento.
A continuación, dijo en voz baja:
—He disfrutado mucho pasando el día con vosotros dos y detesto que tenga que terminarse, pero le he prometido a vuestra madre que no os llevaría a casa demasiado tarde. Después de todo, mañana hay que ir al colegio.
Caminaron lentamente hacia el coche y Sebastian contempló la puesta de sol sobre el océano de camino a casa. Trató de conservar los agradables sentimientos que había experimentado durante el día, la sensación de esperanza y felicidad en el interior de su estómago, pero a medida que el sol iba desapareciendo paulatinamente del cielo, se sintió flaquear, y la cruda realidad de la separación de sus padres se instaló de nuevo en su interior como un bloque de hielo. Odiaba pensar que sería así para siempre y que tendría que acostumbrarse, pero estaba empezando a creer que así sería, y muy pronto la esperanza dolería más que la mera resignación.
Jennifer también estaba callada. Solo se oía el zumbido del motor y el estruendo de los trompicones del todoterreno, y únicamente se veía el suave resplandor dorado del sol poniéndose en el horizonte. Cuando desapareció por completo, una luz grisácea descendió lentamente por el cielo, cubriendo los últimos rescoldos de luz del día, poco a poco, hasta que la creciente noche acabó por disipar todos los colores diurnos.
Sebastian notó que se le secaba la garganta y contuvo las lágrimas el resto del viaje y durante el tiempo que pasó con su madre y su hermana en casa viendo la televisión antes de subir a su habitación. Las contuvo mientras se daba un baño y mientras terminaba sus deberes de ortografía, aunque notaba la bola que se le estaba acumulando y le iba creciendo en el interior de la garganta. Solo después de que su madre apagara la luz y le diera un beso de buenas noches permitió que fluyeran libremente. Sin embargo, ni siquiera entonces hizo un solo ruido para que su madre no lo oyera sollozando a través de la pared, del mismo modo que él la oía a veces a ella.
El reinado de Sebastian como «alumno del mes» había llegado a su fin. Aunque se había pasado una de las semanas de ese mismo mes sentado en el círculo de castigados con Keith durante el recreo, había sido un mes extraordinario. Los dos muchachos comenzaron a intercambiarse notas mientras se encontraban en el círculo de castigados y, a veces, también durante las clases, y una sincera si bien frágil amistad se empezó a fraguar entre ellos. Fue gracias a una de aquellas notas de Keith como Sebastian se enteró de que su nuevo amigo ya no vivía con sus padres, sino con una tía que residía cerca, una mujer a la que Keith describía como «aburrida pero amable».
A medida que los días pasaban, Sebastian percibió que Keith iba cambiando gradualmente. Ya no empleaba un lenguaje obsceno en el patio, aunque de vez en cuando se le escapaba alguna palabrota cuando se enfadaba mucho o se ponía muy contento por algo, y el violento brillo amenazante de sus ojos había perdido algo de intensidad. Cuando antes corría por el campo de fútbol, parecía que lo único que lo impulsaba era la rabia, mientras que ahora lo que predominaba era su agilidad y su deseo de ganar. Y siempre que marcaba un gol, cosa que ocurría con frecuencia, parecía verdaderamente satisfecho y orgulloso de su logro.
A Sebastian le gustaba mucho el nuevo Keith, igual que a todos los demás, así que, si el muchacho ya era muy popular antes, ahora era una superestrella. Tanto alumnos como profesores se apiñaban a su alrededor en cuanto tenían la menor oportunidad. Incluso en una ocasión, Sebastian vio al señor Grulich darle una palmadita con afecto paternal en la espalda a Keith al salir ambos del despacho del director, y los ojos de la señorita Ashworth siempre brillaban de admiración y compasión cada vez que lo miraba. Sin duda, tanto ella como el señor Grulich estaban al corriente de lo que Keith había padecido en su casa y sentían lástima por él, o quizá simplemente lo admiraban por haber soportado aquella situación durante tanto tiempo.