—Nunca pensé que llegaría el día en el que mi hijo le pegaría una paliza a un enano —gruñó el hombre.
—No es un enano —repuso Keith, pero su voz y la expresión de su rostro eran tan planas como la superficie de la mesa.
Resultaba extraño verle tan apagado, cuando en clase siempre era el alma de la fiesta y estaba tan animado que apenas podía quedarse quieto. Sebastian casi no lograba reconocerlo.
—Este niño —sentenció el padre de Keith, señalando con un grueso dedo a Sebastian— es un maldito enano.
Y entonces su rostro se encendió y apretó los puños formando dos bolas enormes de carne y golpeó la mesa con una de ellas. Keith y Sebastian pegaron un bote, mientras que la madre de Keith, que estaba buscando algo en su bolso, levantó la vista sobresaltada, tras lo cual sacó un paquete de cigarrillos.
—Juro por Dios —murmuró iracundo el padre de Keith— que si te expulsan por esto, te voy a dar una buena lección de cómo no darles palizas a lisiados. Desearás no haber nacido, chico.
Keith le dedicó una mirada de horror a su padre, pero rápidamente apartó la vista.
—Estás exagerando, Willard —comentó la madre de Keith—. Todavía no sabemos qué ha pasado, ¿verdad?
Y, en aquel momento, fijó sus ojos hundidos en Sebastian y le dedicó una extraña sonrisa helada que le provocó un escalofrío. A continuación, sacó un cigarrillo del paquete y lo golpeó ligeramente sobre la mesa. Cuando Keith la vio haciendo aquello, palideció y empezaron a temblarle las manos. Sebastian se preguntó por qué Keith reaccionaría así ante algo aparentemente tan inofensivo.
El director, un hombre alto y calvo que llevaba un traje gris, entró en la sala de conferencias unos instantes después, se presentó a los padres de Keith y le pidió a Sebastian que tomara asiento. Sebastian optó por sentarse cerca del director y lo más lejos posible de Keith y sus padres. El señor Grulich empezó a explicar que había tenido lugar un incidente el día anterior fuera del colegio entre ambos chicos y entonces repitió casi palabra por palabra lo que Sebastian y su madre le habían contado aquella misma mañana. Keith había abordado a Sebastian después del colegio de camino a casa de su abuela, le había quitado por la fuerza el vale de descuento de McDonald’s y después le había dado un puñetazo para mayor seguridad. Mientras tanto, Sebastian contemplaba como el padre de Keith iba frunciendo cada vez más y más su aterrador ceño hasta convertirlo en una mueca de odio.
Y, a medida que el director continuaba hablando, Sebastian pensó en todo lo que había sucedido entre él y Keith desde el principio del curso. Keith se había comportado de forma desmedidamente cruel. Lo había humillado en incontables ocasiones e incluso había tratado de orquestar su muerte para diversión de los demás. A Sebastian no se le ocurría que pudiera odiar a nadie más que a Keith. Y entonces pensó en la historia que su abuela le había contado y se imaginó a un solitario niño asustado viviendo como un animal en la selva, muerto a la orilla del río… —aquel niño mono a quien todo el mundo le tenía tanto miedo y al que nadie conocía realmente—. Vaya coincidencia que lo llamaran así.
Si la verdad pudiera revelarse por sí misma, resonaría como una poderosa campana desde la torre más alta en la montaña más imponente, pero, a veces, la verdad merodea como un fantasma en los lugares más inesperados, susurrando a los oídos de aquellos que tienen el valor de escucharla. «Las coincidencias no existen», murmuraba, y Sebastian sintió el corazón latiéndole con fuerza dentro del pecho y comprendió que la vida de otro ser humano dependía de él. Le daba vueltas la cabeza y pensó que iba a vomitar encima de la mesa, pero se agarró con fuerza a los brazos del asiento y repentinamente se puso en pie.
—Siéntate, Sebastian —le ordenó el señor Grulich—. Todavía no he terminado.
Sin embargo, Sebastian se quedó de pie, con aspecto bastante sobresaltado y aturdido.
—¿Qué sucede? —preguntó el señor Grulich, percatándose de su atormentada expresión—. ¿Necesitas ir al servicio?
—No —le contestó Sebastian en voz baja.
—Bueno, pues entonces, ¿qué ocurre?
—En realidad, eso no fue lo que pasó ayer —anunció Sebastian, como si su voz fuera un fino junco mecido por el viento.
—¿Cómo puede ser, si lo único que estoy haciendo es repetir lo que tu madre me ha contado esta misma mañana?
—Ya lo sé —reconoció Sebastian, y el corazón le latió con tanta fuerza que apenas logró escuchar su propia voz, y comprendió que probablemente estaba gritando, o a punto de hacerlo—. Le mentí a ella y a usted también, señor Grulich. Lo siento.
—Bueno, pues entonces —repuso el director, cruzándose de brazos y dedicándole a Sebastian una dura mirada—, ¿quieres hacer el favor de contarme la verdad sobre lo que ocurrió ayer después de clase?
Sebastian inspiró profundamente y se colocó la mano sobre el corazón para tratar de tranquilizarse. Sabía que tenía un aspecto patético, pero esta vez no pudo evitarlo.
—Keith no me robó el vale de descuento, yo se lo di.
—¿Y por qué ibas a hacer una cosa así? —le preguntó el señor Grulich con recelo.
—Porque no me gustan las hamburguesas —respondió Sebastian, poniendo una mueca para mayor credibilidad—. Las odio. Nunca me han gustado.
—No conozco a muchos chicos que odien las hamburguesas, pero supongamos que tú eres uno de los pocos. Según tú, le diste a Keith tu vale de descuento y entonces ¿qué pasó? —preguntó el director, que claramente no estaba muy convencido.
Sebastian miró a todo el mundo alrededor de la mesa con los ojos como platos y ellos le devolvieron una mirada similar. Los ojos de Keith eran los más abiertos de todos.
—Fui corriendo hacia Keith y lo empujé. Quería hacerle mucho daño.
—¿Por qué querías hacerle daño? —preguntó el director—. ¿No nos acabas de decir que tú mismo le diste tu vale de descuento?
Ante aquello, Sebastian se quedó en blanco. Este asunto de mentir era mucho más complicado de lo que había esperado, y no podía pensar tan rápido como el señor Grulich, que, obviamente, tenía mucha más experiencia con este tipo de cosas. Si no se le ocurría una buena razón por la cual había deseado hacerle daño a Keith, nada en su historia tendría ni el más mínimo sentido. Sebastian sintió que se le ponían los ojos calientes y húmedos. No tenía ni la menor idea de qué hacer o decir. Se volvió para mirar a Keith, que parecía tan preocupado como él mismo. Y entonces oyó otro susurro que le provocó un escalofrío por la espalda. «El monstruo de ojos verdes —decía—. Háblales sobre el monstruo de ojos verdes.»
El señor Grulich se apartó de la mesa; se le estaba terminando la paciencia.
—¡El monstruo de ojos verdes! —exclamó Sebastian.
—¿Perdona? —le preguntó el director.
—Me mordió el monstruo de ojos verdes —dijo Sebastian sin aliento—. Por eso quise hacerle daño a Keith.
El señor Grulich mantuvo la seriedad a duras penas.
—Haz el favor de explicarte, Sebastian. ¿Qué tiene que ver ese monstruo de ojos verdes con todo esto?
—Keith me dijo que iba a invitar a Kelly Taylor a ir al McDonald’s —respondió Sebastian.
—Ya veo —comentó el señor Grulich—. ¿Y tú te sentiste celoso?
—Nos gusta a los dos —declaró Sebastian con un gesto solemne hacia Keith—. Bueno, en realidad, Kelly Taylor les gusta a todos. Es que ella es genial.
—¿Y después, qué pasó? —preguntó el señor Grulich con un brillo de esperanza en los ojos.
—Seguí… seguí empujándolo —respondió Sebastian con mucha más confianza. Parecía que había intercambiado la verdad por una mentira mucho mayor de lo que había previsto—. E intenté pegarle, pero no pude acercarme lo bastante, así que le puse la zancadilla y él se cayó al suelo y siempre que intentaba levantarse, yo lo empujaba una y otra vez, pero paré cuando parecía que se iba a poner a llorar y entonces, al final, se puso de pie y fue cuando me pegó el puñetazo —afirmó Sebastian encogiéndose de hombros—. Supongo que me lo merecía.
Todo el mundo digirió aquella nueva versión durante un momento, y Sebastian se percató de que la cara del padre de Keith había vuelto más o menos a adquirir un color normal, y ya no tenía sus enormes puños firmemente apretados. Keith ya no parecía asustado, sino asombrado y confuso, y se enderezó en el asiento, esperando para ver qué pasaría a continuación.
El señor Grulich meneó la cabeza, pero esta vez no era incredulidad por lo que Sebastian había contado. En su lugar, recordó lo entrañables e impredecibles que podían llegar a ser los niños, y aquello lo aplacó y aumentó considerablemente su compasión. Cuando los padres de Keith habían llegado exigiendo ver al niño que había acusado a Keith de pegarle, se sintió preocupado porque la situación pudiera complicarse, pero las cosas estaban saliendo mejor de lo que él había esperado y ya podía concebir una solución rápida y justa para aquella reunión.
—Esta es una historia muy interesante —comentó el señor Grulich, y se volvió hacia Keith—. ¿Qué tienes que decir ante esto, jovencito? ¿Por qué estabas tan dispuesto a cargar con las culpas por algo que no habías hecho?
Keith miró a Sebastian y farfulló:
—Me… me daba vergüenza que él me hubiera pegado, por eso no he dicho nada.
—¿Y no tienes nada más que añadir?
Keith bajó los ojos hacia la mesa y negó con la cabeza, pero entonces le dirigió una mirada de admiración a Sebastian y añadió:
—Es más fuerte de lo que parece.
En aquellas circunstancias, el señor Grulich decidió que, aunque ninguno de los dos chicos merecía ser expulsado, ambos serían castigados y se pasarían todo el recreo en el círculo de castigados durante el resto de la semana: Sebastian, por haber empezado la pelea en primer lugar, y Keith, por haberlo golpeado.
Los padres de Keith abandonaron el colegio relativamente satisfechos de que su hijo no fuera el principal culpable esta vez. El padre de Keith pareció apaciguarse momentáneamente, pero antes de marcharse se aseguró de decirle al director que, si a su hijo se le ocurría poco menos que parpadearle a otro niño, no avisaran a su esposa, como normalmente hacían, sino que le llamaran a él para que pudieran encargarse del asunto mediante sus propios métodos. El señor Grulich se quedó impresionado por la buena disposición del padre de Keith para implicarse en la disciplina de su hijo.
—Desearía que hubiera más padres involucrados como usted —comentó.
La señorita Ashworth se sorprendió al enterarse de que tanto Sebastian como Keith pasarían el resto de la semana en el círculo de castigados durante el recreo. Los llevó ella misma y les dijo que se sentaran lo más alejados el uno del otro que pudieran. No podían hablar entre sí ni a ninguna otra persona a lo largo de su castigo. Si lo hacían, tendrían que pasar un recreo extra en el círculo de castigados durante la semana siguiente. La profesora se quedó algo extrañada de que ambos niños se mostraran tan dispuestos, casi alegres, de aceptar aquella sanción.
Una vez que la profesora se marchó, Sebastian se sacó una nota del bolsillo que había escrito previamente en clase. Impaciente por obedecer a la anciana de pelo negro, de quien prometió no volver a dudar jamás, lanzó el papel hacia el extremo del círculo de castigados ocupado por Keith. En la nota ponía: «Si quieres, hoy puedes venir conmigo a casa de mi abuela después del colegio». Y después, como si lo hubiera pensado en el último minuto, añadió: «Mi abuela cocina muy bien». Keith agarró la nota y se la metió en el bolsillo sin leerla.
Aquella tarde, Sebastian se encontraba a medio camino de casa de su abuela cuando oyó pasos a sus espaldas. Se volvió y vio a Keith a aproximadamente diez metros de él, con una expresión impasible en el rostro, tratando de simular que simplemente pasaba por allí. Sin embargo, cuando Sebastian se detuvo, Keith hizo lo propio, y cuando reemprendió la marcha, Keith se echó a andar también, manteniendo siempre la misma distancia entre ellos. Sebastian notó que se le aceleraba el pulso con una mezcla de expectación y temor. Durante el resto del camino hacia casa de su abuela, se fue volviendo de vez en cuando para ver si Keith todavía le seguía, y todas las veces lo encontró allí. Sebastian había prometido que no volvería a dudar de la anciana de pelo negro, pero, aun así, las dudas lo atenazaron. No pudo evitar sentir que algo terrible sucedería si Keith lo seguía todo el camino hasta casa de su abuela, pero ya no había vuelta atrás.
Sebastian vaciló cuando llegó a Bungalow Haven y entonces prosiguió su camino lentamente por el serpenteante sendero, consciente de que Keith le pisaba los talones. Aún le parecía imposible que Keith, la persona más malvada que Sebastian había conocido en su vida, hubiera entrado en su santuario, y que él realmente lo hubiera conducido hasta allí y que pronto fueran a llegar a casa de su abuela.
Sebastian subió las escaleras del porche y abrió la puerta, pero Keith no avanzó más allá del buzón.
—Puedes entrar si quieres —le dijo Sebastian—. No pasa nada.
Keith negó con la cabeza y se metió las manos en los bolsillos. Por primera vez parecía realmente avergonzado de sí mismo.
Cuando Sebastian entró en la casa, se encontró a su abuela en la cocina y, por lo que parecía, había estado trabajando mucho. La encimera se hallaba repleta de comida. Había un cuenco grande de arroz con frijoles, caldo de pollo, y salchichas y queso cortados en rodajas. Y había también otro plato que Sebastian no había visto nunca. Era un pastel de forma cuadrada, horneado con un perfecto color tostado. Lola ya había cortado una porción y Sebastian vio que estaba relleno de huevo, salchicha, pimientos y cebolla, y una carne que parecía pollo o algún tipo de pescado.
—¡Justo a tiempo! —exclamó Lola cuando vio a su nieto—. ¿Ha venido Keith contigo?
—Está fuera, pero no quiere entrar —le contestó Sebastian—. Ya le he dicho que no pasaba nada, pero creo que no hay manera —añadió, tratando de echarle un vistazo mejor a aquel pastel.
—Eso ya lo veremos —le respondió Lola limpiándose las manos en el delantal.
Sebastian dio un paso hacia ella.
—Ten cuidado, abuela. Puede llegar a ser muy malo.
—Tendré cuidado —le prometió ella asintiendo solemnemente.
Sebastian miró desde el interior de la casa mientras Lola salía a encontrarse con Keith, que seguía de pie junto al buzón. El chico permitió que la anciana se le acercara aproximadamente un metro y medio antes de retroceder. Lola habló con él durante unos minutos y dio un paso hacia él. Esta vez, Keith no retrocedió. A pesar de todo, siguió sin decir palabra, con la cabeza gacha y las manos flojas a ambos lados del cuerpo. Lola dio otro paso hacia él, alargó la mano y le tocó el hombro. Keith no se acobardó ni le apartó la mano, y entonces ella le pasó el brazo por los hombros, lo condujo hasta la casa y lo sentó a la mesa.