—Ya lo veo —respondió Lola mientras retiraba los trozos quemados de ajo y aceite con un trozo de papel de cocina.
Cuando devolvió la sartén al fuego, esta vez, Sebastian añadió todas las verduras y prestó mucha más atención a lo que estaba haciendo. Nunca había quemado nada y no iba a dejar que aquello volviera a suceder.
Lola agregó la carne picada y una lata de salsa de tomate a la sartén, con un chorrito de ketchup. Al mismo tiempo que removía, agregó unas aceitunas picadas y también un puñado de pasas doradas. Trabajaron en silencio el uno junto al otro durante un rato, Sebastian removiendo el picadillo, cuyos ingredientes se estaban mezclando muy bien, y Lola preparando el arroz. Mientras medía dos tazas de arroz blanco, le explicó a su nieto que servir el picadillo sin arroz era como dar los buenos días sin sonreír.
Sebastian levantó la mirada de su labor, incapaz de aguantarse durante más tiempo.
—Hoy ha pasado algo en el colegio, abuela.
—Ya me imaginaba que algo había —le respondió ella.
—Está esa chica, que se llama Kelly Taylor, y me ha pedido que le enseñara a jugar a un juego durante el recreo. Les gusta a todos los niños del colegio, pero ha sido a mí a quien le ha pedido que le enseñara —explicó Sebastian orgulloso.
—¡Qué maravilla! —respondió Lola—. Y estoy segura de que has sido muy buen profesor.
—Creo que sí —reconoció Sebastian. Resultaba emocionante decir aquellas palabras en alto y saber que eran verdad, y aquello lo animó a contarle aún más a su abuela—. A mí también me gusta, pero —y solo de pensarlo se desanimó— no quiero que tenga lástima por mí. Solo porque no puedo correr, porque soy pequeño… Preferiría que me odiara a que me tuviera lástima.
Lola se quedó desconcertada por aquellas inesperadas palabras de su nieto cargadas de pasión y no supo qué responder. Sebastian continuó removiendo el picadillo y su abuela le añadió más condimentos, entre los que se incluían un sobrecito de achiote y mucho orégano seco. Inhalaron el delicioso aroma y entonces, echándole una mirada a Sebastian, Lola añadió también una pizca de ají y dijo:
—Un poquito de intensidad es algo muy bueno. A veces es lo único que se necesita para dotar a un plato de vida y color. Demasiada lo sobrecargaría, pero la cantidad exacta lo hará cantar.
Justo en ese momento, Charlie Jones subió pesadamente los escalones del porche y empujó la puerta con el bastón. Iba limpio y arreglado, y con el jovial humor que últimamente lo caracterizaba. Sin embargo, por primera vez, venía con las manos vacías. Se deshizo en disculpas por ello, explicando que se había levantado con un tirón en la espalda y no le había apetecido ir al supermercado.
—No te preocupes —comentó Lola—. Hoy estoy preparando algo que te hará olvidar tu dolor de espalda y te volverá a cargar las pilas.
—Entonces, repetiré dos veces y no pararé de comer hasta que pueda volver a bailar —le respondió él con una carcajada.
—¿Solías bailar en tus años mozos, Charlie? —le preguntó Lola mientras tapaba el picadillo para que se hiciera a fuego lento.
—¡Pues claro que sí! —le contestó él con una modesta reverencia—. El foxtrot era mi favorito. Tendrías que haberme visto moviéndome por la pista de baile. Era como una piedra volcánica sobre el hielo.
—Me hubiera encantado verte bailar así —comentó Lola, y en su cara se dibujaron cientos de arrugas en forma de sonrisa—. ¿A ti no, Sebastian?
El niño estudió la encorvada postura del anciano y la multitud de arrugas y pliegues que le recorrían el rostro y la garganta. No parecía posible que Charlie Jones hubiera sido joven alguna vez. En realidad, Sebastian no lograba imaginárselo caminando sin su bastón y mucho menos deslizándose por la pista de baile como una piedra volcánica sobre el hielo. No obstante, sonrió y afirmó que a él también le hubiera encantado verlo.
—¿Y tú, Lola? —preguntó Charlie—. No me cabe la menor duda de que tú tenías que ser una bailarina extraordinaria en su momento. Incluso ahora haces las cosas con ese ritmo y esa gracia…
Lola se echó a reír por el cumplido y negó con la cabeza.
—¡Oh, Dios santo, no! Yo era una bailarina terrible y además, en la isla, la gente se tomaba el baile muy en serio. A mí me consideraban poco menos que una inválida. Gracias a Dios, mi querido Ramiro era muy paciente conmigo. De hecho, creo que me tenía lástima —confesó Lola, dedicándole un pequeño guiño a Sebastian.
—Estoy convencido de que un hombre podría sentir muchas cosas por ti, pero nunca lástima —le contestó Charlie Jones.
—¡Oh, pues estás totalmente equivocado, Charlie! —replicó Lola con los ojos tiernos llenos de añoranza—. Poco después de conocernos, Ramiro solía invitarme a ir a bailar con él, pero yo siempre declinaba la invitación porque no quería que supiera lo mala que era. Pero él disfrutaba tanto bailando que yo sabía que finalmente tendría que acabar acompañándolo o me arriesgaría a perderlo.
»La primera vez que acepté, me llevó a un club a unos kilómetros del pueblo, cerca del océano. Era una hermosa noche templada y agradable, y corría una brisa suave que hacía que las hojas de las palmeras se balancearan como si ellas también estuvieran bailando. Escuchamos el tintineo de los vendedores ambulantes en la calle que vendían cocos, mangos y papayas frescos. Ramiro se ofreció a comprarme algo de comer, pero yo estaba demasiado nerviosa como para aceptar. En su lugar, nos bebimos un café en una pequeña cafetería cerca del club y, como me temblaban tantísimo las manos, la taza repiqueteaba sobre su platillo. Ramiro me tomó el pelo diciéndome que sonaba como unas maracas y que aquello le indicaba que yo sería excelente llevando el ritmo. Por supuesto, lo único que hizo su comentario fue hacerme sentir peor, porque estaba convencida de que se decepcionaría tanto al verme bailar que no volvería a invitarme jamás.
»El club era bellísimo. Las mesas tenían manteles blancos y jarrones con flores frescas. Había una hilera de parpadeantes lucecillas blancas a lo largo del techo y, por supuesto, la banda era buenísima. Tocaban las tradicionales plenas, y ya sabéis lo que se dice, que si no te entran ganas de moverte cuando escuchas una plena, es porque estás muerto; y, sin embargo, yo me pasé bastante rato pegada a la pared. Menos mal que Ramiro tuvo mucha paciencia. Se quedó a mi lado, hablándome en voz baja y tratando de convencerme de que no me moriría de vergüenza solo por intentarlo. Cuando le confesé que no tenía ni un solo hueso con ritmo en todo el cuerpo, se echó a reír y me cogió de la mano. Poco a poco fue separándome de la pared hasta que nos encontramos más o menos al borde de la pista de baile. Entonces, me pasó el brazo por el hombro y nos balanceamos de un lado a otro al compás de la música.
»—¿Sientes el ritmo? —me preguntó—. ¿Lo notas fluyendo a través de tu cuerpo como un río?
»—No, no siento nada de nada —respondí, segura de que todo el mundo en la estancia nos estaba mirando, comentando qué pareja tan desigual hacíamos.
»—Cierra los ojos —me dijo, y yo obedecí—. Ahora olvídate de todos los que están aquí e imagínate que estamos tú y yo solos. No hay nadie más en el mundo aparte de ti y de mí. ¿Puedes hacerlo?
»Me sentí encantada de poder hacer tal cosa. Era un placer pensar que, en todo el planeta, no estábamos más que Ramiro y yo. Sin chicas preciosas intentando robármelo, sin nadie haciéndome preguntas sobre dónde había estado y con quién. De golpe, sentí que la música fluía por mi interior como un río, tal y como él me había dicho, y comencé a moverme sin ni siquiera pensarlo.
»—¡Excelente! —me susurró Ramiro—. Eres aún mejor de lo que yo pensaba.
»Me cogió entre sus brazos y bailamos sin parar, y le hice prometerme que si seguíamos juntos, bailaríamos todos los días de nuestras vidas.
La olla de picadillo comenzó a repiquetear sobre el fuego, rompiendo por completo el hechizo. Y entonces Charlie Jones murmuró algo ininteligible, e inclinándose pesadamente sobre su bastón, se levantó de la mesa. La expresión de su rostro carecía de la alegría que lo había poseído últimamente y su tono de voz sonó sorprendentemente serio.
—Tengo que irme —anunció con un gesto rígido.
—¡Pero si acabas de llegar! ¿No te quedas a cenar? —le preguntó Lola.
—El telediario es a las nueve —respondió él—. Necesito ponerme al día de lo que pasa en el mundo.
—¡Pero si apenas son las cinco! —le espetó Lola.
Charlie sacudió la cabeza en señal de negativa, como si le irritara terriblemente la demora. Recogió su sombrero y se lo puso en la cabeza con tanta fuerza que el ala le dobló las orejas ligeramente hacia delante.
Lola lo acompañó hasta la puerta.
—Bueno, mañana cuando vengas…
—No puedo venir mañana —repuso él sin apenas mirarla—. Cita con el médico.
Y se marchó sin mediar palabra. Lola volvió a la mesa algo desconcertada por el repentino cambio de humor de Charlie.
—Creo que el señor Jones hoy no se siente demasiado bien —comentó Sebastian—. A lo mejor es por culpa de su espalda.
—Puede que sí, pero es más probable que a Charlie Jones le haya mordido el monstruo de ojos verdes —repuso Lola con una expresión divertida y a la vez decepcionada al caer en la cuenta de aquello—. Debería haber sabido que mi cabello tendría este efecto en él. Casi ningún hombre puede resistirse a una pelirroja.
—¿Qué es el monstruo de los ojos verdes? —preguntó Sebastian, intrigado al imaginarse a un monstruo de brillantes ojos verdes que asaltaba a ancianos desaliñados.
—Charlie Jones está celoso —reveló Lola asintiendo con firmeza.
—¿Pero de qué está celoso?
—Del pasado —respondió Lola—. Los hombres pueden llegar a ser muy tontos, Sebastian. Independientemente de lo mayores que sean.
Juntos comenzaron a poner la mesa y, mientras lo hacían, Sebastian pensó en el estúpido comportamiento de su padre con la señorita Ashworth. Estúpido o no, Sebastian lo echaba de menos y deseaba no tener que esperar hasta el fin de semana para poder verlo. Quizá él hubiera podido darle algún consejo que le sirviera con Kelly Taylor. Cuando el niño comenzó a colocar las cucharas, preguntó:
—Abuela, ¿tú crees que el abuelo Ramiro te tenía lástima por ser tan mala bailarina?
—Supongo que sí —le respondió Lola con nostalgia. Suspiró y miró con tristeza hacia Charlie Jones, que justamente en ese momento estaba entrando en su casita azul. Cuando terminaron de poner la mesa, la anciana aprovechó la oportunidad de hablarle a Sebastian sobre el amor tal y como ella lo entendía, que era una mezcla rica y complicada de diferentes emociones, un misterio de deseos y anhelos que tenía un poco de todo. Dada su naturaleza divina, se escapaba a la comprensión humana—. El amor viene de Dios —concluyó— y es un objetivo en sí mismo.
Mientras Sebastian removía el picadillo, reflexionó sobre lo que su abuela le acababa de contar, especialmente sobre la parte de que el amor venía de Dios. Nunca antes había pensado realmente en Dios y se preguntó si el Señor se preocuparía por él y, si lo hacía, por qué le habría dado aquel corazón tan malo. Quizá era para que Kelly Taylor le tuviera un poquitín de lástima y lo quisiera tanto como él a ella.
Contemplaron el cochinillo asado que descansaba sobre la fuente como si esperaran que en cualquier momento fuera a abrir los ojos y salir corriendo y chillando por la encimera. Por muy dorado y delicioso que pareciera, no se podía negar que también era adorable, y adorable y delicioso son dos conceptos que no tienen por qué ir necesariamente juntos.
Anteriormente, habían visto cómo lo preparaba Lola. Había masajeado el cochinillo con una mezcla de sal, pimienta, orégano, ajo y el zumo de unas naranjas amargas hasta que relucía cada milímetro de su piel. A medida que se asaba lentamente en el horno, se intensificaron los deliciosos aromas, provocando que alguno de los adultos comentara de tanto en tanto lo riquísimo que estaría y lo mucho que todos deseaban hincarle el diente. Estos comentarios recibían una oleada de murmullos de aprobación y animaban la discusión sobre la comida.
Lola estaba demasiado ocupada friendo plátanos macho como para prestarle excesiva atención a la ambigua reacción de sus nietos ante el plato principal. El arroz con gandules ya estaba preparado, y lo único que tenía que hacer era hervir los tubérculos que previamente Sebastian le había preparado. Lola llevaba un delantal nuevo y había puesto la mesa con más esmero de lo habitual, con servilleteros y copas para el agua junto con otras para el vino. Sebastian pensaba que la mesa estaba bastante bonita, con las copas, la vajilla y la cubertería formando un patrón que se repetía a lo largo de la mesa y que le hacía sentir una feliz expectación solo con mirarla.
Gloria, algo torpe, estaba ayudando a Lola en la cocina, aunque iba muy arreglada con el nuevo vestido que se había comprado la última vez que había ido de tiendas con Jennifer y Gabi. También se había pintado ligeramente los labios. Sebastian pensaba que nunca había visto a su madre tan guapa y lamentaba que su padre no estuviera allí para presenciarlo. Incluso aunque no estuviera tan preciosa y despreocupada como aparecía en las fotografías de la pared, aquel día nadie podía dudar que era ella. Quizá no había desaparecido totalmente después de todo.
—Nena, ¿qué estás haciendo? —le preguntó Lola con las manos en las caderas.
Gloria inmediatamente dejó caer la cuchara.
—Remover el arroz, ¿qué es lo que parece que estoy haciendo?
Lola meneó la cabeza, consternada como siempre por la falta de habilidad de su hija en la cocina.
—No remuevas el arroz. ¿Quién diablos te habrá dicho que hagas tal cosa?
Lola y Sebastian intercambiaron una mirada, como diciéndose: «¿Puedes creerte tamaña ignorancia culinaria?».
—Lo siento, mami —respondió Gloria—. Bueno, y entonces, ¿cómo puedo ayudarte?
—Hay una barra de pan recién hecho sobre la encimera —le dijo Lola—. ¿Por qué no la cortas en rebanadas y las untas con mantequilla?
—Eso sí puedo hacerlo —afirmó Gloria, y se puso inmediatamente manos a la obra.
—Quería decirte que hoy estás muy guapa. Me gusta tu vestido nuevo.
Gloria pareció satisfecha al oír aquello.
—Gabi lo escogió por mí. Yo nunca habría elegido algo así para mí misma.
—Acentúa tu figura y además te hace parecer más delgada.
Gloria se encogió de hombros, claramente incómoda con todas aquellas cosas que su madre estaba comentando.