—Nada es imposible, Sebastian —susurró la anciana de pelo negro—. Nada.
La pizarra se encontraba más sucia que nunca y Sebastian estaba disfrutando de lo lindo limpiándola. Y mientras lo hacía, confiaba en que más tarde la señorita Ashworth le aseguraría entusiasmada que él era el mejor limpiador de pizarras que había conocido. El niño no se cansaba de recibir cumplidos y, ahora que su turno como alumno del mes había llegado a su fin, los valoraba más que nunca. Seguía necesitando el taburete con escalerilla para llegar a las esquinas superiores de la pizarra, pero ya no le hacía falta subirse al escalón más alto y se daba cuenta de que si continuaba creciendo al mismo ritmo que durante los últimos meses, al año siguiente ni siquiera tendría que utilizar el taburete.
Por supuesto, el próximo curso estaría en una clase nueva con una profesora totalmente diferente, y su madre le soltaría su vehemente discurso sobre el corazón enfermo de su hijo y todo el proceso empezaría de nuevo. Sin embargo, independientemente de quién le tocara de profesora, dudaba de que fuera tan guapa y agradable como la señorita Ashworth. Había sido tan amable como para entregarle otro medallón de alumno del mes cuando se enteró de que había «perdido» el primero, que él guardó en el cajón de arriba de su escritorio en casa, junto con todas las notas que le habían escrito Keith y Kelly y el resto de sus compañeros. De vez en cuando, sacaba el medallón para admirarlo antes de sentarse a hacer los deberes.
—¿Va todo bien, Sebastian? —le preguntó la señorita Ashworth levantando la mirada de su escritorio, donde estaba poniendo notas.
Sin darse cuenta, la había estado contemplando fijamente con una desesperada expresión de tristeza y desamparo en su rostro.
—Sí, todo va bien —le respondió él, y reemprendió su trabajo, rociando la pizarra con el producto de limpieza y dejando que se asentara durante varios segundos antes de frotar.
Aquello siempre funcionaba perfectamente, pero ese día no podía retrasarse demasiado porque pronto tendría que marcharse a su cita con el doctor Lim. Aquella sería la primera visita desde la cancelación de la operación, así que Sebastian se sentía un poco inquieto. Quizá el doctor Lim le diría que tenía que buscarse a otro médico porque él no aceptaba tratar a pacientes cobardes. Esa posibilidad le producía más tristeza que vergüenza, pues le gustaba el doctor Lim. Incluso puede que hasta lo quisiera un poquito.
Gloria le había dicho a Sebastian que llegaría unos minutos después de que terminaran las clases, así que no merecía la pena que él fuera hasta casa de su abuela. No obstante, el niño esperaba que pudieran pasarse por allí después del médico. Lola le había dicho el día anterior que, si le apetecía, prepararía un postre especial, puede que flan de coco, que era el favorito de Sebastian, y él sabía que su abuela probablemente no lo decepcionaría.
Acababa de terminar de limpiar una mitad de la pizarra y se encontraba admirando lo bien que había quedado en comparación con la otra mitad, cuando sonó el teléfono. La señorita Ashworth solía recibir llamadas personales después de clase, y a Sebastian le gustaba escucharla, pues la profesora no se recataba en su presencia. La había oído discutiendo con los de la tintorería por un vestido que le habían estropeado, y en una ocasión, había supuesto que estaba charlando con su novio. Su voz era amable y alegre como siempre, pero mientras hablaba, se enrollaba un mechón de pelo en el dedo, y las mejillas se le tiñeron de un hermoso rubor.
Aquella conversación en concreto fue breve, y cuando colgó, le dijo:
—Tu madre te está esperando en el despacho del director. ¿Tienes paraguas? —Sebastian negó con la cabeza y ella le entregó el que guardaba bajo su mesa—. Te presto el mío.
Sebastian miró por la ventana y vio las nubes grisáceas y el asfalto resplandeciente que siempre se ponía oscurísimo cuando se mojaba. De hecho, en el patio se estaban empezando a formar charcos aquí y allá, cosa que indicaba que llevaba lloviendo un buen rato. Sebastian se sorprendió, porque a la hora del almuerzo el sol había brillado con fuerza y no recordaba haber visto ninguna nube.
—No te preocupes por la pizarra —le dijo la señorita Ashworth con una sonrisa—. Puedes terminar de limpiarla mañana.
Sebastian metió el trapo y el producto de limpieza en el armario, recogió su cartera y se dirigió a la puerta, paraguas en mano. Justo cuando estaba saliendo, se volvió para mirar a la señorita Ashworth, aún ante su escritorio, poniendo notas. Con su larga melena cubriéndole los hombros estaba tan hermosa como en una fotografía de una revista. «Gracias», murmuró Sebastian en voz baja, pero ella se encontraba tan concentrada en su tarea que no lo oyó.
Una vez fuera, Sebastian se tomó un momento para admirar la delgada cortina de agua que caía del cielo y la bruma que había transformado el patio en un paisaje onírico, como si todo estuviera flotando sobre una nube. Oyó el borboteo de la lluvia que corría por el canalón sobre su cabeza y el murmullo suave que llenaba el aire que lo rodeaba. Inspiró profundamente, percibiendo la diferencia entre la acera y la tierra mojadas, como si el suelo bajo sus pies estuviera adquiriendo vida propia, y sintió un picor agradable en la piel mientras asimilaba todas aquellas sensaciones.
No lograba recordar cuándo había sido la última vez que había llovido, y pensó en lo hermosa que estaría la urbanización de Bungalow Haven bajo aquel sombrío cielo. Sin duda, las velas ya se hallarían encendidas, y su abuela le diría que las tardes lluviosas eran perfectas para la luz de las velas, y sí, claro que lo eran. Casi podía ver ante sus ojos la deliciosa comida que le había prometido. Y entonces él la ayudaría en la cocina, seguro de que su abuela prepararía algo adecuado para el primer día lluvioso de la temporada, e intentó imaginarse de qué podía tratarse. Quizá sería guiso de carne o una enorme y sabrosa empanada, como la que había preparado para Keith. También estaría bien un caldo de pollo con grandes trozos de verdura y fideos, pero bueno, fuera lo que fuese, Sebastian tenía claro que estaría tan delicioso como siempre, y ya casi podía sentir su nutritiva calidez en el interior del estómago. Todo iría bien siempre que pudiera convencer a su madre de que fueran a casa de la abuela Lola después de la cita con el doctor Lim.
Estaba a punto de abrir el paraguas cuando vio que las nubes grisáceas se habían despejado para dejar al descubierto un trozo de brillante cielo azul justo por encima de su cabeza. La lluvia que caía por aquella ventana etérea estaba embebida de dorada luz del sol, creando aquí y allá manchas de colores, prismas filtrados de luz que lo dejaron embelesado. Y entonces, de repente, la luz se movió como un caleidoscopio a través del cielo, derramándose sobre el patio ante él. Sebastian siguió con la mirada el espectacular rastro de luz y color, hasta que vio algo totalmente inesperado.
Más allá del patio, en el centro mismo del campo de fútbol, había una pelota, un balón de reglamento que brillaba bajo la lluvia. Tendrían que haber guardado el equipo deportivo después del último recreo, pero estaba claro que alguien se había olvidado de aquel último balón.
Sebastian pensó que la señorita Ashworth se sentiría enormemente agradecida si le hacía el favor de recogerlo del campo, por lo que dejó caer la cartera y el paraguas en el sitio y salió de debajo de la cornisa del edificio hacia el campo de fútbol. Notó la refrescante humedad de la lluvia en el rostro. Se le empapó el pelo en cuestión de segundos, y lo tonificó el frescor que le recorrió los hombros y los brazos, allá donde se le estaba calando la ropa. Empezó a acelerársele el pulso al tiempo que avanzaba hacia el campo de fútbol, y el ritmo de su respiración se fue haciendo cada vez más constante mientras su mirada estaba fija en la perfección del balón blanco y negro que descansaba sobre el césped verde, como si lo hubieran colocado expresamente allí para él. No podía apartar los ojos a medida que se aproximaba hacia el balón sin parar, a un paso suelto y fácil, con los músculos en tensión.
Cuando por fin llegó junto a la pelota, escuchó un estruendo seguido de un rugido ensordecedor que pensó que había sido un trueno, pero, cuando levantó la vista, se sorprendió al ver un estadio lleno a reventar de espectadores poniéndose en pie a ambos lados y rodeándolo como una marea humana, que ondulaba como una titánica criatura de carne y hueso, cargándole las pilas e impulsándolo a continuar. Sobre su cabeza y más allá, vio el sol a través del velo de nubes, y todos los cielos que pudiera imaginarse se unieron en un único hilo cósmico. Si lograra desatar aunque fuera solo uno de ellos, los demás se liberarían, y él estaba dispuesto a sacrificarlo todo para hacerlo realidad. Aquel era el momento que había estado esperando durante toda su vida, lo que había estado soñando y anhelando desde siempre. Le embargó el asombro y le tembló el centro del pecho por la emoción, y aquel temblor se le extendió por el torso, los brazos y las piernas como si se tratara de una corriente eléctrica.
El gentío comenzó a decir su nombre al unísono: «¡Sebastian, Sebastian!», coreaban sin cesar, hasta que notó su propio nombre martilleándole los oídos, al mismo ritmo que el latido de su corazón y el pulso palpitante de la sangre corriéndole por las venas.
Sintiéndose invencible, se aproximó a la pelota, y cuando tocó con el pie el cuero brillante, la multitud se volvió loca, y comenzaron a golpear las gradas con tanta violencia que Sebastian pensó que la enorme estructura del estadio se derrumbaría formando un enorme montón de escombros. Y entonces los demás jugadores se materializaron a través de la lluvia como fantasmas y comenzaron a avanzar hacia él desde todas las direcciones, pero él arrancó a correr como un rayo, abriéndose paso en zigzag, dirigiendo el balón con pericia entre sus pies y a través de los de sus adversarios.
Se abrió paso entre sus rivales, con las piernas moviéndose sin ningún impedimento, con el corazón dirigiéndolo con sus latidos hacia la portería. Apenas conseguía distinguirla más allá de la cortina de bruma y futbolistas, y entonces la vio a ella, de pie junto a la red, con el rostro por encima del hombro del portero. No estaba sonriendo ni frunciendo el ceño, sino contemplándolo con un intenso interés que lo incitó a seguir adelante. Esto era para lo que estaba hecho, su destino, su mayor gloria, y la anciana de pelo negro no quería perderse ni un segundo de aquello.
Sebastian corrió fuera de sí, al límite de la capacidad de su corazón, y se abrió paso hasta un lugar que nunca antes había conocido o imaginado. Se transformó en un ser de luz y deslumbró a sus oponentes y esquivó los obstáculos ante él como una bala plateada en mitad de la niebla; cuando por fin tuvo la portería a tiro, adelantó ligeramente el pie y golpeó la pelota, que se elevó en el aire por encima de su cabeza, y ejecutó la chilena más perfecta jamás vista en la historia del fútbol. El balón se deslizó entre las manos del portero y chocó contra la red con un formidable golpe seco que simbolizó la victoria de la manera más innegable y gratificante posible. Sebastian lo sintió en lo más hondo de su corazón, un suave latido circular que reverberó por todo su cuerpo. Era maravilloso y definitivo, y lo mejor que podría haber hecho en su vida. Le producía una sensación aún más agradable de lo que él se imaginaba, y el asombro de que aquella vida era posible le embargó el alma, al igual que la sagrada comprensión de que nada era imposible. Había cumplido su sueño, su cielo particular.
Al terminar, se arrodilló en el suelo y levantó los brazos en el aire hacia sus fieles seguidores para recibir sus aplausos. Todo el estadio se balanceó adelante y atrás para ovacionarlo, vitoreándolo sin cesar.
La anciana de pelo negro fue la primera persona en el campo que se acercó a felicitarlo por su extraordinaria actuación. Caminó con agilidad por el terreno de juego hacia él, como si ya no fuera anciana, sino joven y llena de vida, con una alegre sonrisa en su rostro cuando le tendió la mano a Sebastian. Ya no tenía manos nudosas, sino completamente sanas y de aspecto normal. El niño se la cogió y percibió que estaba cálida, seca y era reconfortante. Volvió a mirarla a los ojos. Eran como el cielo y el océano arremolinándose en la lejanía y aproximándose hacia él. Y entonces, de repente, comprendió quién era y quién había sido todo ese tiempo.
—¿Por qué no me dijiste antes quién eras? —le preguntó atónito.
—No era el momento adecuado, Sebastian.
—¿Pero ahora sí?
—Sí, ahora es el momento ideal.
Sebastian miró al otro lado del campo de fútbol, hacia su clase. Apenas podía ver el contorno del edificio cuadrado detrás de la bruma gris que lo envolvía. Parecía muy lejano y sombrío en comparación con los vibrantes colores que lo rodeaban en el campo de fútbol. Y, más allá, vio a su madre andando por el pasillo hacia su clase. No pudo verle la cara a aquella distancia, pero sospechó que ella también se sentía inquieta por la cita con el doctor Lim.
Sebastian se volvió hacia la anciana de pelo negro y ambos caminaron por el campo de fútbol cogidos del brazo, alejándose de su madre y de la clase cubierta de neblina grisácea y dirigiéndose hacia los demás, que estaban esperando en las gradas ansiosos por felicitar a la estrella del partido.
Se encontraban casi en el borde del campo, cuando Sebastian le preguntó:
—¿Qué te ha parecido mi gol?
—Ha sido asombroso, el mejor que he visto en mi vida. Por supuesto, no me sorprende. Alguien que puede bailar con la muerte tan bien como tú está destinado a ser un atleta excepcional.
Gloria, que se preguntaba por qué Sebastian tardaba tanto en llegar al despacho del director, decidió ir a buscarlo a clase. Puede que se hubiera parado para ir al aseo y se estuviera entreteniendo porque se sentía nervioso al tener que enfrentarse de nuevo al doctor Lim. Por muy amable que fuera, el médico podía llegar a ser muy fastidioso dada su insistencia, y Gloria estaba más que preparada para proteger a su hijo de cualquier tipo de presión. No era justo que sometiera a tanto estrés a un niño tan pequeño y, solo de pensar en lo que había sucedido la última vez que estuvieron en la consulta, se sintió furiosa de nuevo.
Iba caminando enérgicamente por el pasillo cuando localizó la cartera de Sebastian tirada en el suelo y entonces percibió un destello por el rabillo del ojo que la incitó a mirar hacia el campo de fútbol. Al principio no supo quién era, porque nunca antes había visto correr a su hijo como un niño normal, con los brazos y las piernas moviéndose despreocupadamente, la cabeza alta y los hombros echados hacia atrás mientras recorría el terreno de juego suave y decididamente. Sin embargo, cuando comprendió que era él, lo dejó caer todo y echó a correr hacia él, gritándole frenéticamente para que se detuviera, pero Sebastian no la oyó. Era como si estuviera en otro mundo o en mitad de un trance y, por la manera en la que movía los pies, esquivando a izquierda y derecha, daba la sensación de que estuviera golpeando una pelota imaginaria, a pesar de que todos sus esfuerzos eran reales y la alegría de sus movimientos resultaba innegable.