Gloria, que no se había quitado el camisón, cruzó los brazos sobre el pecho y miró a Sebastian con ojos entrecerrados, sin creerse del todo lo que acababa de escuchar.
—¿Así que Susan ayudó a preparar el mofongo? ¿De verdad se dignó mancharse las manos?
—Y también comió un poco —añadió Sebastian—. Y creo que le gustó.
Jennifer comenzó a deshacer el paquete de mofongo que había sobre la mesa.
—No me puedo creer que Cindy no hubiera oído nunca la historia de Otto y Rubina. Claro que, pensándolo un poco mejor —prosiguió—, sí que me lo creo. Tiene todo el sentido del mundo.
—Cindy le pidió por favor a la abuela Lola que le hablara de ellos —les dijo Sebastian—, así que la abuela le contó la historia mientras comíamos.
—¿Y qué hizo Susan? —preguntó Gloria, dedicándole una mirada hambrienta al mofongo, que finalmente había sido liberado del plástico de cocina—. ¿Trató de sacar a Cindy de allí antes de que se enterara de la verdad sobre sus antepasados?
—No, se quedó y escuchó, como todos los demás —le respondió Sebastian—. Y ¿sabéis?, es gracioso, porque, aunque yo ya he oído esa historia un millón de veces, oír a la abuela contándola otra vez ha sido como si fuera la primera.
Jennifer colocó las bolas de mofongo en un plato.
—¿Tengo que meterlas en el microondas? —le preguntó a su hermano.
—Como mucho veinte segundos —le contestó él—. Y tápalas con un trozo de papel de cocina húmedo para que no se sequen.
—Vamos, Sebastian —le dijo Gloria—, cuéntanos la historia. Tengo curiosidad por saber si ha cambiado tanto como todo lo demás.
Y a medida que la cocina se impregnaba de la deliciosa fragancia del mofongo que los envolvía, Sebastian volvió a relatar la historia de su abuela tal y como la recordaba, pero su madre y su hermana se la imaginaron narrada con la voz de Lola.
«Cuando tu tatarabuelo Otto salió de Alemania hace aproximadamente ciento cincuenta años, dejó atrás a una muchacha con la que tenía la intención de casarse. Helga era una chica dulce y bonita con la que cualquier hombre habría sido feliz si hubiera podido tomarla por esposa, pero Otto era pobre y, en aquella época, los hombres de honor no pensaban en casarse a menos que pudieran mantener a su mujer y su familia. Cuando Otto se enteró de que existían oportunidades en el Nuevo Mundo, decidió emprender un largo viaje hacia Puerto Rico. Una vez que lograra ahorrar suficiente dinero, regresaría a casa y se casaría con Helga.
»Otto nunca antes en su vida había salido de Alemania, y cuando se encontró con la cálida y suave brisa de los trópicos y el exuberante y hermoso verdor de la isla, tuvo el presagio de que aquel era su destino con tanta certeza como notaba el calor del sol tropical. Inmediatamente escribió a Helga diciéndole que la mandaría a buscar en lugar de volver él, pues no le cabía la menor duda de que a ella también le encantaría.
»Una vez que Otto se estableció, inició un negocio de exportación de café, y las cosas le fueron muy bien. Era un trabajador tenaz y su negocio no paraba de crecer. Aunque estaba muy ocupado, no pudo evitar fijarse en lo bellas que eran las mujeres puertorriqueñas, tan variadas y pintorescas como las brillantes conchas que el mar dejaba sobre la playa. Algo en la mezcla de culturas bajo los cielos tropicales las hacía incluso más seductoras. Por muy tentadoras que fueran, Otto se resistía a sus encantos. Le había hecho una promesa a Helga y tenía toda la intención de cumplirla.
»Después de tres años de duro trabajo levantando su negocio, Otto finalmente ahorró suficiente dinero como para casarse con Helga del modo en el que él consideraba que ella se merecía. Acababa de ultimar los preparativos en el pueblo para mandar a buscarla e iba camino a casa, cuando su caballo se encabritó y lo tiró al suelo. Después, el animal se marchó rápidamente galopando de vuelta al establo, dejando a Otto tirado al borde del camino con una pierna rota. Desgraciadamente, aquella era una senda poco transitada, y Otto sabía que pasaría bastante tiempo hasta que alguien lo encontrara y que tal vez falleciera, pues no llevaba consigo comida ni agua.
»Tras varias horas, Rubina apareció a pie y, cuando Otto la vio mirándolo desde arriba, pensó que se había muerto y estaba contemplando el rostro de un ángel. Aquel ser celestial, una hermosa mujer con ojos en forma de almendra y piel color caramelo, en realidad, era la esclava de otro hombre que regresaba a casa después de hacer unos recados. Otto pesaba demasiado como para que Rubina lo llevara en brazos, así que lo ayudó a acomodarse todo lo que pudo, le dio un poco de agua y se sentó con él a esperar.
»—Quizá sería mejor que fueras a buscar ayuda —le sugirió, aunque en realidad no deseaba que ella se apartara de su lado.
»Su presencia le hacía sentir un vibrante anhelo en el corazón que era lo suficientemente fuerte como para superar la agonía producida por sus huesos rotos.
»—Pero ¿y qué pasa si el Señor te roba el espíritu mientras yo no estoy? —le preguntó ella—. Te quedarás solo, y no hay nada peor que morir en soledad.
»—¿Tú crees que estoy a las puertas de la muerte? —le preguntó a su vez Otto.
»—No estoy segura, pero si lo estuvieras, ¿querrías vivir tus últimos momentos en este mundo conmigo o sin mí?
»—Contigo, está claro que contigo —le respondió Otto, que nunca había tenido nada más claro en toda su vida.
»Mientras esperaban juntos a que viniera la muerte o un carro tirado por un caballo, lo que primero llegara, Otto y Rubina charlaron sobre sus vidas y sobre todo lo que se les fue ocurriendo para pasar el tiempo. Ambos pensaron que la conversación del otro era muy agradable y apenas notaron el paso de las horas. Cuando les entró hambre, Rubina abrió su hatillo y compartió con su nuevo amigo la comida que guardaba en él. Lo que llevaba era mofongo, y Otto pensó que era la cosa más deliciosa que había probado en toda su vida, pero aquello no le sorprendió ni lo más mínimo. No le cabía la menor duda de que todo lo que tenía que ver con Rubina era extraordinario y realmente se sintió decepcionado cuando vio la polvareda que levantaba un carro aproximándose por el camino. Sabiendo que no tendría otra oportunidad, le dijo a Rubina que quería comprar su libertad para casarse con ella tan pronto como pudiera. Por supuesto, todos en el pueblo, incluida Rubina, sabían que Otto ya estaba prometido con una muchacha alemana llamada Helga que pronto se reuniría con él en la isla.
»—¿Y qué hay de Helga? —le preguntó Rubina—. ¿No se sentirá terriblemente disgustada cuando llegue y se encuentre que el hombre al que ha estado esperando durante todo este tiempo ya está casado?
»Durante las mágicas horas que Otto había pasado con Rubina, había olvidado por completo a Helga, pero, de algún modo, convenció a Rubina de que arreglaría el problema, aunque no sabía cómo, y Rubina aceptó casarse con él.
»En la isla, no eran poco corrientes los matrimonios entre blancos y negros, pero, en este caso, la situación se complicaba porque Rubina era una esclava. El hombre al que pertenecía era conocido por su avaricia, y cuando se enteró de que Otto se había enamorado de su hermosa esclava, le pidió un altísimo precio por ella. Por suerte, Otto pudo emplear el dinero que había estado ahorrando para su boda en comprar su libertad.
»Pocos días después de que Otto y Rubina se casaran, Helga llegó a la isla. El viaje había sido difícil, y se encontraba gravemente enferma. Al enterarse de que Otto ya tenía otra esposa, estuvo a punto de morir. Sin embargo, como era una buena cristiana, Rubina no podía cerrar su corazón al sufrimiento de otros, así que insistió en que Helga se quedara con ellos y, durante las semanas y los meses siguientes, Rubina la cuidó para que recobrara la salud. Incluso después de quedarse embarazada, Rubina estuvo pendiente de Helga, y ambas mujeres acabaron siendo como hermanas. Al final, Helga no pudo culpar a Otto de haberse enamorado de una mujer tan buena. Por supuesto, también contribuyó el hecho de que ella misma finalmente también encontrara el amor. Se casó con el hermano de Rubina casi un año después de la fecha en la que llegó a la isla. Y las dos parejas tuvieron más de veinte hermosos niños criollos entre las dos.»
Gloria y Jennifer se habían zampado hasta el último resto de mofongo con camarones aproximadamente hacia la mitad de la historia de Sebastian. Tenían los labios brillantes por el aceite de oliva y, de buen grado, se habrían comido mucho más si hubieran podido.
—No recordaba la historia exactamente así —comentó Jennifer—. Creo que la abuela cambia de una vez para otra lo que Rubina lleva en su hatillo. Hubiera jurado que era otra cosa la última vez que la escuché.
—Está claro que ha cambiado —afirmó Gloria—. Pero me ha gustado, especialmente la parte en la que Rubina aparece como un ángel. Le da un toque muy bonito.
—¿Qué os ha parecido el mofongo? —les preguntó Sebastian.
—Estaba buenísimo, pero me hubiera encantado que trajeras más —dijo Jennifer.
—¿Y a ti, mamá, te ha gustado?
—¿Cómo podría no gustarme? —le contestó Gloria con una sonrisa fácil, aunque con ojos pensativos, como si hubiera un deje de pesar en su expresión.
Escuchar aquella historia le hacía sentir viejas sensaciones, una mezcla de morriña y añoranza de una época en la que la vida era más sencilla y en la que ella todavía creía en la inocencia del amor verdadero.
Sebastian se inclinó sobre la mesa hacia ella.
—Papá dice que el mofongo es su plato favorito y que siempre lo será. Después de comer, estuvo mirando las fotos de la pared de la abuela Lola durante mucho tiempo, sobre todo esas en las que estáis los dos juntos.
Gloria inmediatamente ondeó su servilleta delante de la cara de Sebastian como si así pudiera romper aquel absurdo encantamiento en el que habían caído.
—¿Quieres hacer el favor de dejar de hablar sobre esas fotografías, Sebastian? Nos las hicieron hace muchísimo tiempo y no tienen nada que ver con lo que está pasando ahora.
Suspiró, tiró el plástico del mofongo a la basura y se marchó de la cocina sin añadir ni una palabra más.
Jennifer y Sebastian escucharon las pisadas lentas y pesadas de su madre mientras esta subía las escaleras y caminaba por el pasillo hasta su habitación. Cuando oyeron que se cerraba la puerta del dormitorio, Jennifer le dijo a su hermano:
—Será mejor que te hagas a la idea: mamá y papá no van a volver a estar juntos jamás.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque lo sé —le espetó ella, y cuando vio que las lágrimas se acumulaban en los ojos de su hermano, añadió—: No te pongas tan triste. Es que no quiero que tengas muchas esperanzas, eso es todo.
Sebastian asintió, pero el bienestar que había experimentado durante el día se había evaporado y, en su lugar, sentía un vacío que se abría paso hasta lo más hondo de su ser. Quería decirle a su hermana que se equivocaba como nunca antes en su vida, pero no logró reunir la energía ni las palabras para llevarle la contraria.
—No es el fin del mundo —lo consoló Jennifer—. La gente se divorcia todo el tiempo.
Sebastian asintió y se secó los ojos. Deseaba ser tan estoico y realista sobre aquellas cosas como su hermana, pero para él, así era precisamente cómo lo sentía: como si fuera el fin del mundo.
—Ellos no son gente cualquiera —murmuró—. Son papá y mamá.
—Eso es cierto, déjame que me corrija —le contestó su hermana—. Mamá y papá se van a divorciar, y no hay nada que tú o yo podamos hacer.
Era estupendo volver a jugar al balompié atado y Sebastian golpeaba la pelota con la punta del pie, deleitándose con el hormigueo que le subía por las piernas y el torso. Se preparó perfectamente, le propinó otra patada y la contempló girando en torno al poste por encima de su cabeza. Más allá, vio el cielo azul. Tal vez no fuera el más brillante que había visto en su vida, pero se sintió agradecido de que hiciera una temperatura suave y de que pudiera jugar durante varios minutos sin cansarse. Mantuvo los pies listos y cerró los ojos, escuchando la sibilante vibración y el repiqueteo de la cadena en el interior del poste. No tuvo que abrirlos para saber que la pelota estaba perdiendo velocidad, así que la golpeó de nuevo, exactamente en el lugar adecuado para que subiera disparada hacia el cielo. De no ser por la cadena, se imaginó que la pelota se habría escapado por encima de las copas de los árboles perdiéndose de vista. Pasaría un buen rato hasta que tuviera que golpearla de nuevo, así que bajó los pies y esperó, reuniendo fuerzas.
Y en mitad del gemido lastimero de la cadena, adelante y atrás, de un lado a otro, un susurro mágico embargó sus sentidos, y escuchó claramente la siguiente frase: «Mantente en tu posición». De nuevo, se repitieron aquellas inquietantes palabras que se escapaban del poste repiqueteante: «Mantente en tu posición. Aunque el suelo tiemble bajo tus pies, tú mantente en tu posición».
Sebastian abrió los ojos y, entre la superficie arañada y los parches de metal, vio unos ojos penetrantes que lo contemplaban. La anciana de pelo negro dijo: «Mantente…», giró sobre la cabeza de Sebastian «en tu…» y dio otra vuelta hasta regresar formando una curva «… posición». El niño la contempló, aunque se le saltaron las lágrimas por la luz del sol y, para evitarlo, se presionó la base de las palmas de las manos contra las cuencas de los ojos. Volvió a mirar hacia aquel rostro de nuevo: ella lo desafiaba, le proporcionaba apoyo, lo animaba a ser fuerte. Se le acercaba y volvía a alejársele con cada órbita, y Sebastian bajó los pies. No podía golpear la pelota mientras la anciana estuviera en ella.
—¿Quién eres? —le preguntó, sin estar seguro de haber pronunciado aquellas palabras en alto—. ¿Cómo te llamas?
La anciana no le contestó. Simplemente, cerró los ojos y sonrió. Sebastian se imaginó que balancearse por el aire, como ella estaba haciendo en aquel momento, debía ser muy emocionante y durante un instante, la envidió.
A medida que la pelota iba disminuyendo su velocidad, la piel cuarteada y los parches rotos perdieron su magia, y la cadena dejó de gruñir y se quedó en silencio. Sebastian se preparó para volver a golpear la pelota con la esperanza de que la anciana regresara, y entonces alguien la agarró. Sean, el amigo de Keith, estaba de pie sobre él, con su peculiar sonrisa torcida en el rostro.
Sebastian se sentó y vio a Keith junto a él con otros de sus compañeros de clase. Se puso en pie, examinando el grupo en busca de Kelly Taylor, con la que podía contar para que pusiera a Keith a raya, pero entonces recordó que la niña llevaba enferma toda la semana y un miedo frío le subió desde el estómago.