—Lo siento, no pretendo interrumpir, pero tengo otros pacientes esperando y necesito acabar de examinar a Sebastian. ¿No sería mejor que hablaran de esto fuera?
Gloria y Dean abandonaron la sala de reconocimiento para que el doctor Lim pudiera terminar de examinar a Sebastian, pero Gloria no se quedó a escuchar lo que su marido tenía que decir. Ya había oído suficiente, y estaba claro que no tenía nada más que decirle a él. Por eso, se fue directamente al aseo de señoras y se quedó allí durante varios minutos mientras Dean esperaba fuera. Sabía por experiencia que el doctor Lim no tardaría mucho en terminar y salió del baño justo cuando Sebastian apareció con la enfermera. Gloria confirmó apresuradamente la fecha de la siguiente cita y agarró a Sebastian de la mano, comportándose como si su marido no estuviera allí con ellos, como si fuera invisible.
Sin inmutarse, Dean siguió a su esposa y a su hijo fuera del edificio y a través del aparcamiento mientras caminaban rápidamente hacia el coche. Sebastian no hacía más que volverse para ver si su padre seguía estando detrás de ellos. Cuando llegaron al coche, Gloria buscó frenéticamente las llaves en el interior de su bolso y se le cayeron las gafas de sol mientras lo hacía. Dean las recogió y se las entregó.
Ella le dedicó una mirada llena de odio durante uno o dos segundos y después le quitó las gafas de las manos.
—No voy a dejar que…, no voy a dejar que tú…
—¿Interfiera en las decisiones relacionadas con la salud de mi hijo?
Gloria se quedó en silencio mientras apretaba con fuerza la mano de Sebastian.
—La semana pasada llamé a la clínica para averiguar cuándo era la siguiente cita de Sebastian, pero casi mejor que sepas que, mientras estabas en el baño, le he dicho a la secretaria que además quiero que me informen de todas las próximas citas —le anunció Dean.
El rostro de Gloria adquirió una tonalidad rojo brillante.
—¿Por qué me estás haciendo esto? ¿No has hecho ya suficiente?
Dean dio un paso atrás con una expresión dolida dibujada en la cara mientras contemplaba a Sebastian, que se hallaba entre ellos guardando silencio. No le gustaba hablar de estas cosas delante de su hijo, pero dudaba de que fuera a tener otra oportunidad en un futuro cercano.
—Puede que te cueste creerlo, Gloria, pero mi interés por venir a las citas con el médico de Sebastian tiene solamente que ver con él y nada que ver contigo o conmigo. Siento que te resulte incómodo, pero así es como va a ser hasta que pueda confiar en ti.
Gloria inspiró profundamente.
—¿Confiar en mí? —preguntó mirando con los ojos abiertos como platos a su marido—. ¿Cómo te atreves a hablar de confianza? Esto era lo último que me esperaba escuchar.
Dean contempló a su esposa con lástima y casi con ternura, pero no añadió nada más. Abrazó a Sebastian y le dijo que iría a buscarle el domingo y después se marchó.
Gloria comenzó a farfullar para sí misma mientras abría con la llave la puerta del coche, y Sebastian se soltó de ella y gritó hacia el otro extremo del aparcamiento:
—¡Mofongo!
Dean se volvió y se colocó la mano sobre la oreja.
—¡¡¡Mofongo!!! —gritó Sebastian aún más fuerte—. La abuela Lola va a preparar mofongo este domingo y quiere que vayas a su casa a comer.
Dean sonrió e hizo un gesto con la mano.
—¡Gracias por decírmelo! —le gritó a su hijo.
Sintiéndose bastante satisfecho consigo mismo, Sebastian trepó para sentarse en el asiento trasero y se abrochó rápidamente el cinturón de seguridad.
Gloria arrancó el motor y, cuando se volvió para dar marcha atrás, se quedó mirando fijamente a Sebastian a la cara.
—Eres un bocazas. ¿Te lo han dicho alguna vez?
Sebastian no contestó, pero mientras se alejaban en el coche, por mucho que lo intentara, no podía borrar la sonrisa de su rostro.
Gloria siempre había sido muy madrugadora. Incluso los fines de semana solía estar en pie a las siete con un café y el periódico en la mano, pero eran las nueve del domingo por la mañana y todavía no se había levantado. Abajo, en la cocina, Jennifer sirvió dos cuencos de cereales.
—A lo mejor deberíamos ir a ver cómo está mamá —propuso Sebastian.
—No la molestes —le respondió Jennifer—. Mamá nunca tiene la oportunidad de dormir hasta tarde.
Mientras su hermana vertía la leche sobre los cereales, Sebastian trató de no preocuparse, pero no pudo deshacerse del temor que sentía dándole vueltas en el estómago, el miedo desesperante de que algo terrible le sucedía a su madre. El enfrentamiento con Dean en la consulta del médico la había disgustado profundamente y, en mitad de la noche unos días después, lo había despertado el sonido de sus sollozos.
Disculpándose para ir al baño, Sebastian se apartó de la mesa y subió a la planta de arriba. Llamó suavemente a la puerta del dormitorio de su madre, pero no recibió respuesta. Volvió a llamar y entonces abrió la puerta para encontrarla tumbada boca arriba, tapada hasta la barbilla por las sábanas. Se sintió aliviado al ver que su pecho subía y bajaba lentamente, y se internó unos pasos en la habitación para mirarla más de cerca. La brumosa claridad de la mañana se filtraba a través de las cortinas de encaje y bañaba su rostro con tenues rayos de luz. Su frente y sus mejillas lucían una suavidad aterciopelada y sin preocupaciones, y tenía una especie de sonrisa dibujada en los labios.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Jennifer en un susurro irritantemente alto—. Ya te dije que dejaras tranquila a mamá. Necesita descansar.
—Pero puede que esté enferma —le contestó Sebastian.
Gloria se despertó al oír las voces de sus hijos y abrió los ojos, parpadeando para deshacerse del cansancio y de la confusión momentánea. Sin embargo, cuando su mirada se centró en ellos, unos minúsculos hilos invisibles de nerviosismo se apoderaron inmediatamente de ella, tensándole la frente y la comisura de la boca y dándole forma a aquellas arrugas y pliegues tan familiares que marcaban habitualmente su rostro.
—¿Qué sucede? —les preguntó.
—¿Por qué no te has levantado todavía? ¿Te encuentras mal? —inquirió Sebastian.
Gloria se incorporó, apoyándose sobre los codos.
—Por supuesto que no. Es solo que… estoy cansada.
—Ya te lo dije —remachó Jennifer, pasándole el brazo sobre los hombros a su hermano y dirigiéndolo fuera del dormitorio, pero él la apartó con delicadeza.
—No te olvides de que hoy es domingo y la abuela Lola va a preparar mofongo.
Cuando Gloria escuchó aquello, gimió y se dejó caer de nuevo sobre la almohada.
—No creo que vaya a poder ir a casa de vuestra abuela hoy —dijo.
—¡Pero mamá! —se quejó Sebastian en tono suplicante—. ¡Si va a hacer mofongo!
—¿Qué es el mofongo? —preguntó Jennifer.
Gloria se puso un brazo sobre los ojos en un gesto melodramático, como si, de ese modo, pudiera apartar de sí el mundo y todos sus agobios.
—¡¡¡Mamá!!! —repitió Sebastian—. ¿No me has oído? ¡Tenemos que ir a casa de la abuela Lola a comer mofongo!
—¿¿¿Qué diablos es el mofongo??? —preguntó Jennifer de nuevo.
Su hermano se volvió hacia ella, algo molesto.
—No sé lo que es, pero si lo hace la abuela Lola, tiene que estar bueno.
Gloria bajó el brazo y los miró con ojos entrecerrados.
—Vuestro padre vendrá más tarde a recogeros, y estoy segura de que le encantará llevaros.
—Yo no voy con él —murmuró Jennifer.
—Haz lo que quieras —le respondió Gloria, poniéndose de lado y volviendo a dormirse.
Más tarde ese mismo día, mientras Sebastian esperaba junto a la ventana a que llegara su padre, trató de convencer a Jennifer de que se les uniera.
—Escucha, Sebastian —le dijo su hermana—, ya sé que, a veces, mamá puede llegar a ser una auténtica bruja, pero eso no le da derecho a papá a hacerle lo que le ha hecho. No puedo perdonarlo. Todavía no…, necesito más tiempo.
—¿Pero no quieres probar el mofongo? —le preguntó el niño débilmente, sabiendo que aquella era una causa perdida.
Jennifer negó rotundamente con la cabeza.
—No me importa si la abuela Lola va a preparar el plato más exquisito que han probado labios humanos: no voy a traicionar a mamá.
Jennifer abandonó la casa justo cuando se oyó el estruendo del motor del todoterreno de su padre al final de la calle. Por la ventana, Sebastian lo distinguió saludándola con la mano, pero ella hizo como que no lo veía y continuó su camino. Incluso a aquella distancia, Sebastian percibió el dolor en los ojos de su padre y, para compensar el desagradable comportamiento de Jennifer, él lo esperó fuera, en la acera. Lo último que deseaba era que su padre tuviera que soportar otro difícil encuentro con su madre, que no tenía ninguna gana de ser amable. Al final, Gloria había salido de la cama, pero todavía estaba de un humor de perros mientras leía el periódico y se tomaba el café del desayuno en la cocina. Al tiempo que se alejaban en el coche, Sebastian miró atrás para ver si su madre los había estado contemplando por la ventana, pero, esta vez, las cortinas permanecieron totalmente inmóviles.
—¿Y qué vamos a hacer hoy? —preguntó Dean, haciendo un gran esfuerzo por sonar alegre, aunque la decepción por el comportamiento de Jennifer se le instaló como un nudo en la garganta e hizo que le saliera una voz extraña.
—La abuela Lola va a preparar mofongo. ¿No te acuerdas de que te lo había dicho?
—¡Ah, es verdad! —le contestó su padre con indiferencia. La verdad es que no se había olvidado, pero esperaba que Sebastian sí lo hubiera hecho, pues no tenía demasiadas ganas de enfrentarse a su familia política tan pronto—. Pero vas a casa de tu abuela todos los días. He pensado que, en su lugar, podríamos ir a la playa. Hoy parece que va a hacer buen día.
—Prefiero ir a casa de la abuela Lola y comer mofongo —repuso Sebastian.
Su padre se encogió débilmente de hombros.
—Bueno, vale, si eso es lo que quieres, hijo…
Cuando llegaron a Bungalow Haven, el aroma del ajo y la cebolla friéndose en aceite de oliva los atrajo hacia la casita amarilla al fondo de la urbanización.
—¡Para el carro! ¿A qué viene tanta prisa? —exclamó Dean mientras seguía a su hijo por el serpenteante sendero.
—No quiero quedarme sin nada —le respondió ilusionado el niño sin aliento.
Dean soltó una risita.
—Conociendo a tu abuela, estoy seguro de que habrá preparado comida para cincuenta personas.
Cuando la casita amarilla apareció ante sus ojos, Sebastian se percató inmediatamente de que las cosas habían seguido evolucionando desde su última visita. En el porche ya no había ni rastro de las cajas y los papeles que lo habían cubierto durante los últimos días, y las sillas metálicas habían sido sustituidas por dos asientos de mimbre con cojines de flores. Había una pequeña mesita también de mimbre entre ellos con la vela de rigor en el centro, que todavía se hallaba apagada.
—Veo que tu abuela ha estado haciendo algunos cambios —observó Dean mientras subían los escalones del porche, pero cuando entraron en la casa, Sebastian se quedó boquiabierto al contemplar el cambio más grande de todos.
La pequeña mesa de la cocina en la que no había sitio más que para cuatro personas había sido sustituida por una nueva, y esta era tan enorme que no solo ocupaba una zona de la cocina, sino también la mayor parte del salón. El sofá había sido relegado a la esquina más lejana de la habitación para hacer sitio a la mesa, y doce elegantes sillas de respaldo alto la rodeaban. Varias de ellas ya estaban ocupadas. Mando, Susan y Cindy se encontraban allí, y también Gabi, que se había sentado junto a Terrence. Charlie Jones también había llegado ya y, sin perder ni un instante, esbozó una enorme y blanquísima sonrisa cuando vio que se les unían dos comensales más.
Enfrascada en el trabajo ante la encimera de la cocina, Lola levantó la mirada y también sonrió.
—¡Oh, gracias a Dios que estás aquí, Dean! —exclamó, limpiándose las manos en el delantal—. Estamos a punto de empezar, pero ¿dónde se han metido Gloria y Jennifer? ¿Todavía están en el coche?
Dean se había quedado tan atónito por todos aquellos cambios que apenas supo qué decir. En su lugar, fue Sebastian el que contestó, tirando de la mano de su padre.
—No van a venir, abuela.
—Pero ¿por qué? ¿Tu madre todavía sigue enfadada conmigo? Esa niña no sabe dejar estar las cosas. Nunca ha sabido. ¿Y qué pasa con Jennifer?
Ante aquello, Dean se aclaró la garganta y dijo:
—Creo que Jennifer siente que ahora mismo debe quedarse con su madre… para apoyarla… y todo eso… —Si hubiera sido totalmente sincero, habría añadido que también era porque en el instante en que Gloria hubiera puesto los ojos sobre Susan, se habría dado media vuelta y se habría marchado.
—Ya veo —comentó Lola, apoyándose las manos en las caderas—. Jennifer te culpa de todos los problemas de vuestro matrimonio, ¿verdad?
Dean se sonrojó intensamente.
—Yo…, bueno…, en realidad…, no lo sé.
—Mami, ¿por qué dices cosas así? —le preguntó Gabi—. Lo único que consigues es hacer que la gente se incomode.
—Puede que así sea, pero, si a mi edad me dedico a andarme por las ramas, casi mejor sería que cavara un hoyo bajo el árbol y me tirara dentro.
Al escuchar aquello, Terrence comenzó a reír, y su estruendosa explosión de risa llenó la habitación, aligerando inmediatamente la incómoda tensión que estaba empezando a crearse.
—Tu madre tiene algo de razón —le comentó a Gabi, todavía riéndose.
—Supongo que sí —le respondió ella, con ojos brillantes.
El único hombre que había conocido que podía despejar el ambiente gracias a su risa y no dejar nada más que alegría en el aire era su padre, y se dio cuenta de que, en ese momento, se le había conmovido un poquito el corazón.
Mando se levantó y sacó una silla.
—Siéntate, Dean. Sea lo que sea lo que esté pasando entre Gloria y tú, nos alegra que estés hoy aquí.
—Gracias —murmuró Dean, mientras Sebastian se dirigía directamente a su taburete para ver qué estaba haciendo su abuela.
Había un mortero y una mano de buen tamaño sobre la encimera, y Lola estaba cortando unos plátanos de aspecto extraño en rodajas de poco más de un centímetro de grosor. En una olla hervía una densa mezcla con salsa de tomate y, más allá, en la encimera, sobre una fuente, descansaba una pila de brillantes camarones crudos.