La agonía de Francia (14 page)

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Authors: Manuel Chaves Nogales

Tags: #historia

BOOK: La agonía de Francia
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Mentalidad Maginot y podredumbre interior

Si Francia hubiese sido una nación sana e interiormente sólida, la guerra de fortaleza que entonces se emprendía, conjugada con el bloqueo británico, hubiera podido durar diez años y al final hubiera dado en tierra con el hitlerismo. Pero Francia estaba podrida e interiormente desgarrada por una guerra civil larvada en la que sólo se había producido una tregua momentánea impuesta por la inminencia del peligro exterior.

Apenas pasó el fervor de los primeros momentos y los franceses se consideraron suficientemente defendidos por la línea Maginot e indefinidamente avituallados merced al dominio de los mares por las escuadras aliadas, se consagraron de nuevo a sus luchas interiores, a esa tragedia sorda en la que el amor a la patria quedaba relegado por el odio de clase o el espíritu de casta. El fermento malsano de las dos revoluciones que habían abortado sucesivamente en 1934 y 1936 volvía a envenenar a las masas. Estas dos revoluciones fracasadas, que aparentemente tenían un signo contrario y dividían al pueblo francés en dos facciones lanzadas ciegamente cada una de ellas contra una de las dos caras de la divinidad totalitaria, resurgieron al choque de la guerra. Antes que en la derrota del enemigo exterior los partidarios de una u otra de las dos caras del Jano totalitario pensaron en que gracias a la guerra iba a presentárseles la ocasión de hacer triunfar el sistema ideológico al que se habían adscrito y de cuya implantación hacían depender el porvenir de la patria. Para los unos, Francia no sería si no era fascista. Para los otros no había más Francia posible que la de la revolución del proletariado.

Las clases socialmente conservadoras que habían sido subyugadas por el fascismo fueron las que primero creyeron que con la guerra había llegado su hora. La guerra les serviría ante todo para apoderarse del claudicante e indefenso Estado liberal, para convertir a Francia en una dictadura totalitaria salida de los cuartos de bandera y las comandancias del frente que no dejarían de producir el Hitler o el Mussolini deseado. Con este espíritu se aplicaron a la lucha interior no sólo contra el comunismo, sino también contra todo lo que significase una supervivencia del espíritu liberal y democrático que era oficialmente, pero sólo oficialmente, la doctrina del Estado. La guerra venía a darles el triunfo que no habían sabido conquistar en 1934.

Sería calumnioso decir que estas fuerzas filofascistas estaban decididas a la capitulación total y sin condiciones ante el hitlerismo al que secretamente admiraban y que hubiesen deseado para Francia. No. Se hacían la candida ilusión de que saldarían la cuenta pendiente con la Alemania hitleriana entregándole el cadáver de la democracia y de la república si era necesario y creían, tal vez de buena fe, que el equilibrio futuro de las potencias totalitarias y su lucha final contra el comunismo —¡la engañosa ilusión capitalista!— exigiría la supervivencia de una Francia fuerte e independiente aunque ideológicamente situada en la órbita del totalitarismo. Su convicción firme era la de que Francia se salvaría sencillamente porque Italia no querría nunca quedarse a solas con la Alemania hitleriana en una Europa sometida absolutamente a la hegemonía germánica. «Pongámonos al lado de Italia — pensaban —, que Italia nos salvará por la cuenta que le tiene y si al fin y al cabo hay que hacer verdaderamente la guerra contra Alemania, no porque sea hitleriana sino porque es Alemania, hagámosla por cuenta de un régimen totalitario como el italiano que satisface nuestros ideales políticos y sociales y no por la cuenta de una democracia como la inglesa cuyo triunfo consolidaría un régimen en el que no creemos.» Éste era concretamente el razonamiento que se hacían las derechas filofascistas francesas y a él se debía su actitud ulterior durante la guerra, que es la que ha llevado paso a paso a la catástrofe.

Los comunistas, por su parte, viendo que la declaración de la guerra ponía el poder auténtico en manos de los fascistas, hacían una reflexión no menos sencilla: «¿Para qué vamos a pelear? —decían—. Esta guerra no tiene sentido para el proletariado. Nosotros ya la hemos perdido. Desde el momento en que es el fascismo el que nos manda ¿por qué hemos de hacernos matar estúpidamente para defender una ficción democrática en la que nadie puede creer? Lo que tenemos que hacer es precipitar el proceso de descomposición y aniquilamiento de este régimen falsamente democrático que no es sino una ficción tras la que se ampara el fascismo capitalista. Este Estado al que tenemos que defender no es el nuestro. No va a ser siquiera el Estado democrático y liberal que consentía, a favor de las libertades públicas, la organización revolucionaria del proletariado, sino que en definitiva va a ser una contrafigura del fascismo sin otra misión que la de defender a los capitalistas de la City de Londres contra el gran fiambre totalitario. Avivemos el desenlace de esta guerra que por nuestra parte está ya perdida. Sólo después de que el país haya pasado por la derrota llegará nuestra hora». Así razonaban los comunistas.

Efectivamente, a los dos meses de declarada la guerra la consigna que el partido comunista difundía era la de que la guerra estaba ya perdida para Francia y era absurdo continuarla por la tenacidad y el interés exclusivo del imperialismo británico.

Así se expandía el derrotismo que la policía era impotente para perseguir. Y así se daban la mano por primera vez, en la anglofobia, el comunismo y el nacionalismo integral maurrasiano.

Frente a estas dos tendencias, coincidentes en un hecho concreto, el de que no había que hacer la guerra, ésta era mantenida únicamente por lo que los marxistas llaman el aparato estatal, es decir, la mayoría parlamentaria, el gobierno, sus funcionarios y los comités directivos de los partidos políticos representados en el seno del gobierno. ¿Cómo reaccionaría éste ante tal estado de cosas?

Daladier

Al frente del gobierno se hallaba Eduardo Daladier, acaso el .hombre más representativo de Francia en estos días y el que más identificado se hallaba con el sentir y el pensar del francés medio, del cual era exponente perfecto como quizás no hubiese otro más genuino en los equipos gubernamentales de que la nación podía disponer. Y conste que expresamos esta opinión pensando tanto en los vicios y defectos nacionales del momento como en las virtudes. Daladier es honesto, enérgico y honda y sinceramente demócrata, sin beatería democrática, sin esa servidumbre a las clientelas partidistas que convierte a los gobernantes demócratas en meros instrumentos de los comités. Es un hombre que tiene una fuerza personal indiscutible, una fuerza natural, salida directamente del terruño francés. Esa fuerza personal de Daladier que en otras circunstancias hubiese podido salvar a Francia ha sido impotente, sin embargo. Hasta sus enemigos reconocen su energía y aunque las gentes de derecha no hayan sabido perdonarle nunca el uso que hizo de ella en la noche del 6 de febrero de 1934 y le hayan seguido llamando rencorosamente
le fusilier,
han tenido que acreditar en él un vigor y una capacidad de mando superiores a los de la generalidad de los gobernantes de la República. En el fracaso incuestionable de Daladier a pesar de las virtudes de gobernante que en él había, los enemigos de la democracia han querido ver a todo trance el fracaso, no del hombre, sino del sistema. «Es el régimen democrático —claman— el que destruye a los hombres más enérgicos y les convierte en trágicas marionetas de la farsa parlamentaria.» Pero no es verdad. Daladier no ha sido nunca juguete ni del Parlamento ni de las asambleas de su partido. Dentro del sistema democrático su fuerza y su autoridad habían podido consolidarse y ser eficaces incluso cuando actuaban contra la corriente de los prejuicios democráticos. ¿No había sido Daladier mismo quien en plena campaña antifascista había ultimado el Pacto de los Cuatro? Daladier hubiese podido gobernar con mano de hierro en pleno régimen democrático porque sabía, cuando llegaba la ocasión, imponerse a la masa sin traicionarla. La democracia no incapacita ni mucho menos al hombre enérgico, sino que redobla su fuerza y su autoridad. ¿No eran los demócratas franceses mismos los que habían creado en torno a Daladier la leyenda del
toro de Vauclusel
?

En un régimen democrático auténtico Daladier no hubiese fracasado. Eran precisamente los enemigos de la democracia, aquellos que se habían negado a consentir su continuidad, quienes esterilizaban su talento y rendían impotente su fuerza. Al juzgar ahora a Daladier, se repite el sofisma mil veces repetido de cargar a la cuenta de la democracia los crímenes que cometen sus enemigos. Daladier fracasaba y llevaba a Francia a la catástrofe no porque fuese demócrata ni porque el régimen democrático condujese fatalmente a la derrota, sino porque, en Francia, actuaban criminalmente y con impunidad unas fuerzas antidemocráticas que estaban resueltas a hundir el país con tal de que se hundiese el régimen. El único pecado de la democracia ha sido no aniquilar esas fuerzas de destrucción antes de que provocasen la rebelión de las masas estimulando sus más bajos instintos. Contra ese movimiento general de regresión que Georges Bernanos llama «la rebelión de los imbéciles», la democracia, es cierto, no ha sabido defender y proteger al pueblo, al
demos
auténtico que no está formado ni mucho menos por esas falanges mesocráticas, híbridas y estériles como muías, que, para adueñarse del poder y conservario, han tenido que caer en la barbarie del totalitarismo.

El gobierno Daladier representaba la solución transaccional, la fórmula típicamente liberal y democrática. No hay que olvidar que la mayoría parlamentaria que le sostenía había salido de las elecciones de 1936 que dieron el triunfo al Frente Popular. Después del fracaso de la
experiencia Blum,
a todo lo largo de la cual Daladier había conservado la cartera de Guerra, el gobierno Daladier, con sus sucesivas modificaciones, no había hecho sino evolucionar a compás con la evolución de la opinión pública, incorporar en lo posible a la gobernación del país a las fuerzas que, eliminadas primero por el triunfo del Frente Popular, tuvieron que ser tenidas en cuenta al producirse el fracaso de éste. Fueron los comunistas quienes con el formidable fracaso de la huelga general que insensatamente decretaron en noviembre de 1938 plebiscitaron la tendencia transaccional del gobierno Daladier. El fracaso de aquella huelga general valía por unas elecciones y autorizaba al gobierno a seguir un nuevo rumbo en el que por otra parte le asistía la mayoría parlamentaria.

En política interior no había cambio sensible aparte la acentuación de lo que León Blum había llamado «la pausa» con ingenuo eufemismo. En política exterior el gobierno Daladier no hacía sino reconocer y aceptar un estado evidente de la opinión pública que no podía seguir ignorando. La voluntad de inteligencia con las potencias totalitarias e incluso el espíritu de capitulación ante ellas que incuestionablemente existían en Francia. Era la época en que las derechas furiosas denunciaban como belicistas a los hombres —de derechas o izquierdas— que intentaban seguir siendo fieles a la política exterior francesa proseguida desde hacía veinte años. El tiempo en que se acusaba de provocadores y agentes de Moscú a los funcionarios del Quai d'Orsay que representaban la continuidad del designio exterior francés y se obstinaban en mantener el sistema de alianzas y garantías en que estaba basada la teoría de la seguridad colectiva. La tendencia de los
capitulards,
que fue la que en definitiva llevó a Munich, estaba representada en el gobierno, y su hombre, más o menos idóneo, era el señor Bonnet, quien, si bien no inspiraba ninguna confianza al clan totalitario pactaba con él y lo servía hasta el extremo de concitar el furor no ya de los hombres del frente popular, sino de cuantos hombres conservaban en Francia el sentido de la dignidad nacional. Paul Reynaud y Georges Mandel, en cambio, representaban en el gobierno la fidelidad de Francia a sí misma y a sus compromisos, la garantía de supervivencia del régimen democrático aun aceptando que las circunstancias pudieran exigir en un momento determinado el depositar en manos de estos hombres unos poderes transitoriamente dictatoriales. Reynaud era para las clases conservadoras francesas la garantía del conservatismo británico; Mandel era la reencarnación del espíritu de Clemenceau por el que los franceses sentían un explicable fetichismo.

Este gobierno, de naturaleza democrática, al hacer frente a la guerra habría podido desenvolverse y llevarla adelante con posibilidades de triunfo si no se hubiese visto sitiado por las fuerzas antidemocráticas que ejercían sobre él una presión insoportable y si, por otra parte, no hubiese estado mal servido por sus propios agentes.

Los comunistas al servicio del enemigo

Los agentes del gobierno, ganados en su mayoría por la propaganda que se hacía contra el régimen, actuaban, no al servicio exclusivo de éste, sino guiados por sus preferencias ideológicas. Así, pues, la eliminación del comunismo del conjunto de fuerzas de la nación que habían de ser movilizadas para hacer y ganar la guerra — operación inexcusable después del pacto Hitler-Stalin, que era lo que verdaderamente la había desencadenado— se convertía al ser puesta en práctica por los agentes del gobierno en una estúpida campaña de represión basada en el error monstruoso de considerar por principio como traidores a la patria a los millones de franceses que durante la etapa del Frente Popular y cuando el comunismo se desgañitaba cantando la Marsellesa, izaba la bandera tricolor y tendía la mano a los católicos, habían tenido la debilidad de aceptar la disciplina de Moscú. Contra este pecado no había remisión posible. La represión se ejercía tan implacablemente como si al término de una guerra civil el bando triunfante se dedicase sistemáticamente a la exterminación del vencido. Haber sido simpatizante del comunismo o sencillamente partidario del Frente Popular se convertía en una patente de traición a la patria.

No era ya que se eliminase a los comunistas de toda intervención en los asuntos públicos y que se les prohibiese toda actuación política. Era que físicamente la vida se les hacía imposible. Era que se les expulsaba del taller donde trabajaban, se les llevaba al ejército con una marca infamante y se les sometía a inútiles y constantes vejaciones policíacas. Es decir, que había una enorme masa de franceses que se veían empujados a la clandestinidad, puestos fuera de la ley por un apasionamiento cerril, por la ruin satisfacción del espíritu de venganza que animaba a unos fautores de guerra civil, que, al socaire de la guerra, querían gozar de la victoria interior que no habían sabido obtener con sus abortadas rebeliones.

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