Las dos grandes fuerzas de destrucción del mundo moderno, el comunismo y el fascismo, la nueva barbarie de nuestro tiempo, que ha conseguido arrastrar consigo las eternas antinomias de tradición y revolución, pobreza y riqueza, nación y universalismo, habían librado en Francia una larga batalla no por incruenta menos funesta. Todo había sido arrasado a derecha e izquierda. Quedaba únicamente lo que era indestructible, la norma, el espíritu, que si bien no impide a las naciones morir, es lo que las permite resucitar.
El proceso de descomposición que venía siguiendo Francia parecía detenerse súbitamente al borde del abismo al estallar la guerra. Hubo un momento en el que se tuvo la impresión de que Francia iba a salvarse una vez más gracias al aglutinante del peligro exterior. Como hemos dicho, el ciudadano francés al acudir a la orden de movilización había hecho tabla rasa de sus querellas, había olvidado sus odios, sus intereses de clase y hasta sus pequeños egoísmos personales e iba dispuesto a todo. Había en el pueblo francés una cierta voluntad de sacrificio nacida de la desesperación que hubiera podido salvarlo. En esta actitud no hubo excepciones. Los comunistas acudieron a los cuarteles con la misma buena voluntad y el mismo sentimiento patriótico que los demás. Incluso podía advertirse en ellos una preparación espiritual a la disciplina militar que sorprendía a sus nuevos jefes. Algunos de éstos se maravillaban:
—El material humano que habían reclutado esos canallas de comunistas —me decía un oficial, naturalmente reaccionario— es formidable. Nunca he visto soldados mejores. Parece mentira que tales hombres hayan podido ser sugestionados y extraviados por el comunismo. ¡Qué Francia soberbia vamos a hacer con ellos cuando les arranquemos de Moscú y los inclinemos del otro lado!
Aquel oficial, y como aquél otros muchos, no quería comprender que era precisamente el comunismo lo que había procurado a aquellos hombres sus virtudes militares. Desde el primer momento, se vio que una parte de la oficialidad francesa iba a emprender la peligrosa operación de atacar a fondo la moral de una masa de hombres en el momento mismo de llevarles al combate. Era una aventura peligrosa.
La descomposición empezó desde el momento mismo en que aquellos grupos de ciudadanos que habían ido llegando a los centros de movilización con el mejor espíritu y después de haber pactado una tregua en sus discordias civiles, cayeron en la trituradora del aparato militar. Hay que decirlo de una vez. El ejército francés, sus cuadros, su sistema, han sido incapaces de utilizar la masa de humanidad que se les confiaba.
Desde el primer momento de la movilización, el ciudadano francés se encontraba metido en un engranaje rudimentario y herrumbroso que funcionaba mal, chirriando, atascándose, tropezando constantemente. Por primera providencia, aquel hombre que había abandonado sus quehaceres y su familia con una voluntad de acción y de resolución imperiosas, se encontraba tumbado estúpidamente en un puñado de paja esparcida sobre el parquet reluciente de una sala de baile o un cine convertidos en centros de movilización donde había de permanecer inmóvil horas y horas, días y días, semanas y semanas, consumiéndose en la inacción y la desesperación mientras los rábulas de la administración militar se dedicaban morosamente al expediente para irle vistiendo, calzando y armando, tarde y mal. El soldado tenía la impresión neta de que al abandonar su vida civil había caído en un estancamiento fatal, en un pozo de estupidez del que no conseguiría salir más que por su propio esfuerzo personal, mucho más eficaz que las disposiciones de la superioridad y que los reglamentos meticulosos con los que en definitiva no se conseguía nunca nada eficaz. Esto era tan evidente que llegó a implantarse en todos los grados del ejército lo que humorísticamente se llamaba el
sistema D,
es decir, el sistema
débrouillard,
consistente en que cada cual se las arreglase como pudiese sustituyendo con su ingenio y su iniciativa personal la tramitación regular que nada resolvía en definitiva. Esto creaba en el seno de la organización militar un fermento anarquista desastroso. La disciplina quedaba reducida al cumplimiento mecánico de ciertos ritos militares, los más vacíos de sentido, por lo general. El rito del saludo fue desde el primer instante uno de los que se suprimieron de manera vergonzante. Los soldados consideraban humillante el saludar a los oficiales, quienes, por su parte, desdeñaban el corresponder al saludo de sus inferiores y se llegó prácticamente a suprimir el saludo, estableciendo el convencionalismo estúpido de que cuando un oficial veía venir a un soldado volvía la cabeza hacia otro lado para no enterarse de si el soldado le saludaba o no. Análogos convencionalismos se establecieron en cuanto al uso del uniforme y de las prendas reglamentarias. El soldado, en teoría, debía vestir de una manera uniforme, pero en la práctica cada cual se vestía como le daba la gana. La ambición personal de cada soldado era la de no parecerse a los demás en su indumentaria, la de vulnerar los reglamentos. En esto se derrochaban prodigios de imaginación. La administración militar suministraba al soldado, por ejemplo, un gorro de cuartel uniforme. Pues bien, cada soldado ponía todo su empeño en deformar aquel gorro para darle una forma arbitraria, personal y exclusiva como si la uniformidad fuese un atentado a su dignidad. Lo estiraban, lo encogían, le remitían las puntas, se las aguzaban, lo plegaban, lo torcían, lo adornaban con insignias y escarapelas, todo menos colocárselo en la cabeza de una manera regular y uniforme.
Los defectos de la Intendencia Militar, sus fallas y la vejez de sus almacenes favorecían este prurito de diversidad. Se daba a los reservistas de cuarenta años las mismas guerreras azul-horizonte que se habían quitado en 1918 y como no podían meter en ellas su voluminoso abdomen de hombres maduros andaban desabrochados luciendo desenfadadamente sus camisas, sus chalecos y sus corbatas de hombres civiles. Hubo un momento en que a la Intendencia le faltaron pantalones. Los jefes, que también practicaban el famoso
sistema D,
resolvieron incautarse de las existencias de varios almacenes de ropas hechas de París y vistieron a sus hombres con unos grotescos pantalones civiles a rayas que los soldados denominaron humorísticamente
pantalón Daladier.
Tampoco había botas bastantes en los almacenes y se veía a los soldados calzados con zapatos de fantasía de los más caprichosos colores y las formas más arbitrarias.
Este ejército abigarrado y grotesco que se veía en los acantonamientos de la retaguardia, vestido todavía con el famoso uniforme azul-horizonte que reglamentariamente debía haber sido sustituido por el uniforme caqui, daba la impresión de ser un ejército perfectamente superfluo.
Aquellos millones de hombres movilizados, mal vestidos y desarmados, no servían para nada. Se veía que el Estado Mayor que se había apoderado de ellos para tenerlos al alcance de la mano en los centros de movilización, no sabía qué hacer con ellos luego. Así habían de permanecer meses y meses aburriéndose y desesperándose mientras los campos quedaban sin laborar, la mano de obra escaseaba en las fábricas y los comercios se cerraban. La vida del país se había paralizado mientras tres millones de hombres ganduleaban por cuenta del Estado consumiendo cantidades fabulosas de provisiones, aburriéndose y desesperándose sin la más remota posibilidad de que pudieran convertirse nunca en verdaderos combatientes.
Tumbado en la paja de su acantonamiento, inmovilizado por la codicia de hombres del Estado Mayor, el ciudadano francés presenciaba pasivamente el desmoronamiento del país.
Esta ociosidad, y sobre todo, esta conciencia de la propia inutilidad, fueron desde el primer día el principal elemento de corrupción de la masa que había acudido a la orden de movilización general con un espíritu que hubiese podido esperar la victoria. No se podía dejar a los hombres pudriéndose en la incomodidad inútil de los acantonamientos. Era estúpido arrancarles de sus actividades civiles, separarles de sus familias, desinteresarles de sus industrias y negocios para dejarles abandonados al ejercicio oneroso de ciertos ritos militares sin ninguna eficacia. En sus largas horas de inacción, el soldado, a quien se había despojado de sus virtudes cívicas, caía fatalmente en todos los vicios militares sin que se llegase a infundirle ninguna virtud militar verdadera.
Lo que en Francia ha fallado, primera y principalmente, no ha sido el pueblo sino el ejército, no ha sido la democracia sino el mili-[...]
(falta texto en la edición original)
—taba dispuesta al sacrificio, sino los cuadros de mando que no han sabido utilizarla ni infundirle espíritu alguno. De la derrota de Francia se sacaron impresionantes conclusiones antidemocráticas, pero la verdad es que lo que ha fallado antes que nada en Francia no ha sido el pueblo, sino el ejército; no ha sido la democracia, sino el militarismo; no ha sido el liberalismo del pueblo, sino el prejuicio antiliberal de los jefes. No vamos a caer en la puerilidad de creer que esas afirmaciones pintorescas de individualidad que hemos apuntado, esa personalidad arbitraria del ciudadano que se resiste a la uniformidad militar, ha sido la causa profunda de la catástrofe de Francia. Con ciudadanos franceses análogos a estos de ahora, más rebeldes, más arbitrarios y con más prejuicios revolucionarios había hecho Napoleón sus famosos
grognards.
En el ejército francés había también esta vez —aunque el volumen de la derrota lo haya hecho desaparecer— el germen de un nuevo
grognard
y un nuevo
poilu
que, sin la incapacidad fundamental de los jefes, hubiese podido salvar al país una vez más.
A medida que reflexionemos más hondamente en la catástrofe de Francia tendremos una convicción más firme en que no han sido las corruptelas de la democracia y el liberalismo sus causas auténticas y estaremos más convencidos de que a la derrota física del país no hay que unir la derrota moral y el fracaso de cuanto representaba Francia ante el mundo como ciegamente han creído quienes esperan hoy que, negando la esencia misma de la nación, imitando servilmente al vencedor, sometiéndose no sólo a su ley, sino a su espíritu, tienen algo que salvar.
Estos jefes militares que hoy intentan justificar su vergonzosa sumisión al enemigo diciendo que el pueblo no ha querido batirse son los responsables principales de la derrota. Si ellos hubiesen querido, si hubiesen sabido llevar a los hombres al combate, el pueblo, a pesar de todo, se habría batido. Pero, aparte la voluntad de sumisión al hitlerismo que existía entre los jefes militares franceses enemigos de la democracia y por tanto traidores a la causa que debían defender, existía la incapacidad profesional de una inmensa mayoría de jefes y oficiales. El hecho de que la Escuela Militar francesa fuese la primera de Europa, la perfección académica de sus enseñanzas y el mérito personal de sus profesores no han servido para mantener en los cuadros de la oficialidad la capacidad de mando y la eficacia indispensables.
Muchos de los oficiales que habían tomado parte en la Gran Guerra habían ido ascendiendo automáticamente sin que hubiesen vuelto a preocuparse de las evoluciones que el arte militar hubiese podido experimentar en los últimos veinte años. Para ellos, la forma definitiva de la guerra se había conseguido en Verdún de una vez y para siempre. Humorísticamente decíase en los medios militares franceses que el Estado Mayor va siempre «con una guerra de retraso». En 1914 quería hacer la guerra como en 1870 y en 1939 estaba pensando todavía en la guerra de 1914.
Esto no escapaba, naturalmente, a la comprensión de un fuerte núcleo de oficiales y jefes inteligentes y bien preparados que, por extraña paradoja, abundan más en el ejército francés que en ningún otro ejército del mundo. La gran mayoría de los oficiales tenía la convicción de que el ejército francés iba a la guerra con un concepto de ella anticuado y funesto. Cualquier mediano oficial decía a todo el que le quería oír que las concepciones estratégicas del Estado Mayor eran viejas y estaban sobrepasadas por el nuevo concepto de la guerra impuesto por el empleo sistemático de las unidades blindadas y motorizadas. Esto, aunque parezca extraño, lo sabían todos y lo decían todos sin ningún recato. No era que una pequeña minoría fuese más avisada que el resto de la oficialidad y hubiese descubierto a última hora un secreto táctico que la mayoría ignorase o no estuviese en condiciones de comprender. La posición doctrinal del general De Gaulle era compartida por casi todos los jefes del ejército, quienes veían con sorprendente lucidez la posición de inferioridad de la estrategia francesa ante la alemana al plantearse la guerra. Se había convertido en tópico la afirmación de que la táctica anticuada del Estado Mayor francés ante las divisiones blindadas de Hitler correspondía exactamente a la posición funesta en que se encontraban ante las divisiones de Napoleón las masas de regimientos infinitamente superiores de que disponían contra él los ejércitos aliados.
De esto, todo el mundo estaba absolutamente convencido. En el famoso
Salón Rojo
del Ministerio de la Guerra, donde todos los días un portavoz del Estado Mayor hacía la exégesis del parte oficial ante los cronistas y comentaristas de las operaciones militares, esta inferioridad fundamental de la táctica francesa se consideraba como un axioma. Nadie se engañaba. Y esto era lo más extraño y desconcertante. Porque nadie hacía el menor esfuerzo para reaccionar contra esta terrible verdad cuya evidencia todos aceptaban resignadamente como si se tratase de un hecho fatal, ineluctable.
Los acontecimientos han demostrado que el ejército francés se consideraba vencido aun antes de entablar la lucha. Se ha dicho, incluso, que el generalísimo Gamelin mismo estaba íntimamente convencido de la falsa posición estratégica que había adoptado y con sus millones de hombres apelotonados detrás de la Línea Maginot, esperaba sólo poder mantener la apariencia de frente de batalla, mientras evolucionaba la situación política internacional creando unas nuevas circunstancias que evitasen la trágica realidad de una batalla verdadera que el ejército francés no estaba en condiciones de emprender. Una gran parte de los jefes del ejército francés estaba convencida de que si al final de las llamadas «ofensivas de paz» había que luchar de verdad, se perdería irremisiblemente. Y no se sabe por qué oscuras y acaso inconscientes inclinaciones se habían hecho a la idea de que no se lucharía de veras, de que no habría guerra. ¿Tenían desde luego la idea fija de la capitulación aunque fuese en la subconsciencia?