Desde que las derechas se alzaron abiertamente a esta nueva política exterior creyendo que con ella provocarían el fracaso del Frente Popular y el derrumbamiento del Gobierno, los dos dictadores de Roma y Berlín se encontraron con las manos libres en Europa. Francia se ponía a su merced. Por miedo a Moscú, las derechas francesas entregaban a Francia a la voluntad de Alemania e Italia.
En realidad, la defección de la derecha francesa a los fines exclusivamente nacionales de la política exterior seguida hasta entonces por Francia es anterior al Frente Popular mismo. Tiene su arranque en el problema de las sanciones contra Italia por la conquista de Abisinia. Fue entonces cuando se concretó la traición derechista a la política internacional franco-británica.
En Francia, o mejor dicho, en París, existe tradicionalmente una inclinación un poco morbosa a buscar en la concusión y el soborno la única motivación de las defecciones políticas. He oído decir al director de un diario parisiense que Francia estaba vendida y a merced de sus enemigos a partir de la campaña antisancionista que se hizo en la prensa y los medios políticos de París por el procedimiento del soborno puro y simple. Mussolini compró entonces por cuarenta millones de francos distribuidos hábilmente entre unos cuantos políticos y periodistas a los cuarenta millones de ciudadanos franceses que Pétain y Laval le han librado ahora atados de pies y manos.
Sin conceder a la venalidad de los políticos y la prensa todo el poder maléfico que el vulgo le atribuye, sin aceptar que los franceses hayan sido vendidos a franco la pieza y sin hacer coro a la propaganda hitleriana que tan hábilmente ha sabido explotar en daño de las democracias esta morbosa delectación que el ciudadano francés experimenta cuando llena de lodo a sus hombres políticos y les acusa, con razón o sin ella, de traidores y vendidos, hay que conceder a la corrupción de la política francesa toda la parte que electivamente le ha correspondido en la catástrofe del país. En realidad, los regímenes totalitarios no marcan una superioridad sobre las democracias más que cuando éstas se hallan interiormente podridas. Frente a una democracia que conserva sus virtudes cívicas la inferioridad y la impotencia de los regímenes totalitarios siguen siendo incuestionables. Ante la democracia británica el totalitarismo germánico no ha podido todavía apuntarse ningún tanto a su favor ni podrá conseguirlo mientras no se produzcan en ella los mismos fenómenos de descomposición social y política que se han producido en la democracia francesa.
La propaganda totalitaria se hace a base del sofisma de que, puesto que hay democracias podridas, la podredumbre es inherente al régimen democrático.
Pero ocurre que, aun en el caso de Francia, donde el régimen se halla en plena descomposición, no han sido los elementos democráticos auténticos los que han podido ser acusados de la corrupción que ha provocado la catástrofe nacional, sino precisamente los elementos antidemocráticos de la nación. El
affaire
Stawisky puso al descubierto todas las lacras del régimen. Topaze revela una lamentable realidad interior. Todo ello, sin embargo, no hubiese provocado el derrumbamiento del Estado, y tal vez hubiese sido corregido e incluso aprovechado ejemplarmente de no haber sido por la corrupción profunda e irremisible de los enemigos de la democracia, quienes llevados tanto por su afán de lucro personal como por su obsesión ideológica se vendieron al enemigo exterior. El soborno por Alemania de destacadas figuras de la intelectualidad que habían renegado del liberalismo, la captación por el nazismo de importantes núcleos de antiguos combatientes sugestionados por el caporalismo y las turbias maniobras de agentes nazis como el famoso Abetz en los medios mundanos hostiles al régimen, no quieren decir que fuese la democracia la que estaba vendiendo a la nación, sino que era precisamente la Francia antidemocrática la que llevaba su putrefacción hasta el extremo de venderse al enemigo por el importe de los derechos de autor de unas problemáticas ediciones alemanas, por unos viajes gratuitos, unos halagos torpes y unas promesas de lucro basadas en la esperanza de la explotación sin límites del proletariado francés bajo la benévola protección de las potencias totalitarias. Cuando Henri de Kérillis tenía que morderse los labios porque no podía decir que un mariscal de Francia, el glorioso vencedor de Verdún, actuaba como si estuviese vendido al enemigo, no era la corrupción de la democracia la que estaba patente, sino precisamente la de todo lo que en Francia era hostil a los ideales democráticos.
La corrupción de los hombres públicos no basta para explicar catástrofes como la de Francia. La causa profunda de lo que había de suceder hay que buscarla en el proceso de los últimos diez años de la vida francesa, proceso claro, evidente, de acabamiento, agonía y descomposición de un pueblo.
Después de la
experiencia Poincaré
, que no fue en definitiva más que el último esfuerzo hecho para ver si merced a la idea de Unión Nacional, Francia podía seguir viviendo a costa de su propia sustancia tradicional, conservadora, rebañando los últimos residuos de vitalidad de la república burguesa, Francia había pasado por algo mucho más terrible y funesto que una revolución triunfante; había pasado por dos revoluciones abortadas; la de las Ligas reaccionarias de 1934 y la del Frente Popular en 1936.
Las energías vitales que le quedaban a Francia después de la sangría de la Gran Guerra y de la lenta consunción que el régimen Poincaré representaba, se gastaron estérilmente en estos dos intentos fracasados de revolución. Ni las Ligas ni el Frente Popular tuvieron fuerza bastante para sacar al país del marasmo en que lo había sumido la costosa e infecunda victoria. Ambos intentos revolucionarios, uno de la derecha y otro de la izquierda, se saldaron con una docena de muertos en la plaza de la Concordia sobre cuyos cadáveres se quiso montar una explotación política repugnante y con unas ocupaciones de fábricas en que los obreros se contentaban con bailar y beber en los talleres con un júbilo pueril de triunfadores que se satisfacen con poco. La
sagesse
francesa sirvió únicamente para hacer inútiles estos dos últimos movimientos de energía vital, de sobresalto de un país que se siente morir poco a poco y reacciona desesperadamente. Gastón Doumergue, primero, y León Blum, después, vinieron a raíz de cada una de estas crisis para anestesiar al paciente y volverlo prudentemente a su lenta y sosegada agonía. Todo el talento de estos hombres y de quienes les han secundado ha servido para evitar el dolor. Francia se ha ahorrado las convulsiones terribles, dolorosas, de un parto difícil, pero ha sucumbido dulcemente en la septicemia del aborto.
Porque, ni el movimiento reaccionario francés se liquidó con la disolución de las ligas y las traiciones y sobornos de sus jefes, ni el impulso revolucionario se diluyó en el contento de las vacaciones pagadas y la semana de cuarenta horas.
Los gérmenes de las dos revoluciones abortadas seguían intoxicando el organismo nacional y a partir de 1936 crearon un estado morboso de guerra civil latente, crónica, una guerra civil en la que los ciudadanos no se asesinaban unos a otros pero poco a poco iban asesinando entre todos al país.
Por efecto de la decadencia general, unos y otros habían buscado la línea de menor resistencia y en vez de despedazarse mutuamente, como hacían los españoles, saciaban su odio y su rencor minando y destruyendo la base de sustentación común, el país al que arruinaban, los unos retirándole sus capitales y cerrando sus industrias, los otros escatimándole el esfuerzo de sus brazos. Frente a una Alemania que multiplicaba su producción, Francia disminuía la suya y vivía cada vez más a costa de sus recursos. Los acuerdos del Hotel Matignon entre patronos y obreros se hicieron a base de que unos y otros salvasen sus intereses y ambiciones encontradas a costa de la nación. Éste fue el verdadero sentido de lo que se llamó
la pausa
.
La pausa fue el sepulcro de todas las ilusiones que se había hecho el proletariado, la liquidación a bajo precio pagadero en papel del Estado, de una victoria revolucionaria. Era evidente que la disminución de las horas de jornada, los salivazos furtivos sobre los automóviles de lujo de los capitalistas y la engañosa sensación de detentar el poder in
partibus
no agotaban las ambiciones del proletariado.
El fracaso del Frente Popular y la liquidación de la
experiencia Blum
que no fue sino una hábil neutralización del movimiento revolucionario del pueblo francés que se sentía morir y quería salvarse como fuera, aunque fuese echándose en brazos de los comunistas, sumieron a las masas proletarias francesas en un estado lamentable de agonía, del mismo modo que después de la
experiencia
Poincaré
las fuerzas reaccionarias, que habían querido inútilmente buscar una salvación a su manera provocando el sobresalto revolucionario de las Ligas, perdieron toda ilusión y se dejaron llevar mansamente por los acontecimientos.
Los comunistas, que eran quienes habían creado el Frente Popular, al verlo fracasado quisieron echarse fuera y eludir su responsabilidad en el fracaso reanudando con estúpida contumacia sus campañas de agitación a base de repetir mecánicamente sus viejos eslóganes que después de la ascensión al poder del Frente Popular no tenían ya sentido alguno.
Pretendieron seguir utilizando la guerra civil española como plataforma política, pero el pueblo francés, que había sentido por la República agredida una solidaridad cordial y entusiasta y hubiera estado dispuesto a exigir la ayuda auténtica y eficaz de Francia a los republicanos, descubrió finalmente el siniestro juego de la política comunista respecto de España. Mientras León Blum lloraba y se rasgaba las vestiduras para justificar el abandono en que se dejaba a los republicanos y mientras Maisky en el Comité de Londres jugaba el juego de la
no intervención
, desempeñando el papel que le estaba asignado, las células comunistas seguían imperturbables la falsa campaña de agitación proespañola gritando sin ninguna convicción en todas las plazas de los pueblos de Francia:
«Des avions pour l'Espagne... Pour les enfants d'Espagne... Des canons, des avions...»
Se llegó a tener la sensación de que los aviones alemanes e italianos no despanzurraban niños españoles más que para que sus cadáveres sirvieran de propaganda al estalinismo.
Para los comunistas, la guerra civil española era pura y simplemente una plataforma política. El pueblo francés, que aún era capaz de movimientos sentimentales y generosos, no tardó en irritarse contra esta explotación sistemática de la guerra civil española y su utilización como banderín de enganche del estalinismo. A las brigadas internacionales fueron muchos franceses a quienes su amor por la libertad y su heroísmo no sirvieron sino para que se hiciese de ellos un instrumento de la política estaliniana interesada, con un estrecho egoísmo nacional ruso, en que la guerra contra el fascismo prosiguiese indefinidamente en el Mediterráneo.
El gran delito comunista ha consistido en convertir las agresiones del fascismo contra los pueblos libres en mero instrumento de propaganda del Partido. Esta convicción apartó a las masas populares francesas de sus deberes de solidaridad con los pueblos agredidos y permitió impunemente a las derechas desarrollar su política profascista. Todo movimiento generoso del liberalismo francés se convertía automáticamente en servidumbre a Moscú. Todo intento de fidelidad a la política exterior seguida desde hacía veinte años por Francia era un atentado contra la patria.
Cuando se planteó el problema de Checoslovaquia la opinión francesa no se conmovió siquiera. Los tímidos intentos de las izquierdas en favor de los checos fueron la irrisión de los prohitlerianos franceses. L'Action Francaise se burlaba donosamente de los franceses idiotas que estaban dispuestos a morir
pour les tchéques
. Este lema sarcástico campeaba en Francia inmovilizando los generosos impulsos del liberalismo hasta que el
morir por los checos
se convirtió en morir por Danzig, no menos sarcástico, que, demasiado tarde ya, quisieron recoger como un reto las izquierdas. Francia no comprendió que, para seguir viviendo con dignidad como nación independiente, los franceses tenían que morir por España, por Checoslovaquia y por Danzig. Tal vez, ahora comience a comprenderlo.
Entonces se acusaba de belicistas a los hombres que intentaban provocar una reacción decorosa de Francia ante la vasta maniobra envolvente que metódicamente desarrollaba el hitlerismo con la colaboración de Italia y con la complicidad de los mismos reaccionarios franceses. No eran —según ellos— Mussolini y Hitler quienes creaban al instalar a los falangistas en los Pirineos la tercera frontera que Francia tendría que defender, sino que eran los demócratas franceses quienes creaban esa tercera frontera de lucha al negarse a cerrar los ojos a la realidad y atreverse a proclamarlo.
Jamás un pueblo ha querido engañarse a sí mismo con tan firme voluntad. No era sólo que sus dirigentes practicasen la política clásica del avestruz. Era que el pueblo mismo la exigía y la aplaudía. Refieren los íntimos de Daladier que cuando éste volvió de Munich con la conciencia cargada con el peso de la claudicación cometida no pudo contener el asco que le producía la abyección de los grupos que se formaron en la calle para aplaudirle y con una repugnancia incontenible exclamó:
«Les c...!».
Éste era el clima moral de Francia. La impotencia y la esterilidad de los últimos movimientos, tanto reaccionarios como revolucionarios, la falta de fe no sólo en los hombres, sino en las ideas y en los sistemas, la íntima convicción de la inutilidad de todo esfuerzo colectivo, habían creado un ambiente de claudicación y un sentimiento de derrota en las masas francesas que habían llegado a estar muy por debajo del exponente que eran sus hombres públicos. Ésta era la dura realidad. El gobernante francés y en general el político, no obstante su mediocridad, a pesar de todos sus defectos, de su falta de visión histórica y aun, en ocasiones, de su claudicante moralidad, era, en los últimos tiempos, muy superior a la masa que representaba. Este hecho, que cada vez se verá más claro, ha permitido hasta el último instante mantener en pie la ficción de un país que interiormente se había derrumbado. El edificio se había venido abajo y sólo quedaba la fachada. Las gentes que veían únicamente esta fachada concluían que era lamentable y estaba llena de grietas y resquebrajaduras, pero no sospechaban siquiera que detrás de ella no había nada. En Francia no quedaba en pie más que la estructura exterior del régimen, de ese calumniado régimen democrático que todavía permitía hacer creer a los extraños que Francia seguía siendo un pueblo fuerte, capaz de desafiar los embates de sus formidables enemigos exteriores.