—No tengo por qué ocultar mi verdadera personalidad a ningún francés y estoy dispuesto a declinar mi identidad auténtica ante las autoridades francesas en la seguridad de que no me delatarán a los invasores. Usted puede garantizarles que soy un amigo de Francia, un hombre que la ha servido lealmente, que quiere seguir sirviéndola, y que, sin comprometer a nadie, espera sólo no ser entregado.
Mi amigo, un hombre positivamente generoso y leal, dobló la cabeza sobre el pecho y con lágrimas en los ojos y la voz vacilante respondió:
—No haga usted eso. Si alguien supiera en una granja, en una aldea, que usted ha servido a la República, que usted ha ayudado a la guerra de algún modo, que usted ha sido un amigo de Francia, le delatarían a usted inmediatamente. El jefe de la gendarmería francesa a quien usted se confiase se apresuraría a entregarle a los alemanes. Es espantoso para mí que soy francés, tener que decirle esto. Pero tal es la horrible realidad. Nuestros amigos de ayer y de hoy, los que más nos han ayudado hasta este momento, van a ser de aquí en adelante nuestros enemigos. Váyase. Si con un nombre falso puede encontrar trabajo y albergue en la aldea no le revele a nadie su verdadera personalidad ni descubra que fue amigo de la Francia que acaba de morir. Yo mismo tendré que olvidarlo.
Más patética aún que la situación de los extranjeros que habían puesto su fe en Francia es la de los mismos franceses que sostuvieron hasta el último instante la fidelidad de Francia a sus ideales, los que reaccionaban enérgicamente contra la idea de capitulación, los que verdaderamente habían luchado contra el hitlerismo con toda su alma y se encontraron de la noche a la mañana traicionados, vendidos por su propia patria. Para éstos el desgarramiento ha sido aún más espantoso. Yo les he visto en las horas angustiosas del desmoronamiento errar desarbolados tras el fantasma de una Francia capaz de resistir que se desvanecía por instantes. Les he visto acosar con inútiles excitaciones a la lucha al Estado fugitivo, a la masa inerte de funcionarios que sólo se preocupaba de su seguridad personal, abandonándolo todo, renunciando a todo, dejándose en las carreteras de Francia, en el trayecto de París a Tours y de Tours a Burdeos la herencia de veinte siglos de civilización.
Esos hombres, los mejores de Francia, se hallan hoy en su propio país perseguidos como criminales por el delito de haber sido franceses y patriotas. Pocos, muy pocos habrán podido salvarse. Los que hayan conseguido ganar las fronteras habrán caído bajo el control de la Gestapo en España o se encontrarán inmovilizados en Suiza. Los que hayan podido llegar hasta Portugal o embarcar para Inglaterra serán los únicos que escapen a la garra del hitlerismo. Los otros, los que han quedado en el territorio francés no ocupado por los alemanes, van a sufrir de aquí en adelante una dictadura totalitaria que va a ser cien veces peor que la alemana. Es una ley histórica que todo pueblo vencido adopta fatalmente la forma de gobierno del vencedor. Francia va a sufrir de aquí en adelante un nazismo traducido que nada tendrá que envidiar al de Alemania.
Con los cañones apuntando al cielo, los servidores de las piezas inmóviles en sus puestos, los oficiales en las torrecillas y el puente manejando los telémetros, en perfecto zafarrancho de combate desde el momento mismo de largar amarras, zarpaba del puerto de Burdeos el contratorpedero británico gracias al cual un reducido grupo de personalidades francesas, escritores, políticos, periodistas, los más significados, los más representativos de Francia, los que con mayor tesón y coraje habían luchado contra el hitlerismo, se libraban en el último instante no ya de la muerte, la deportación o el confinamiento en los campos de concentración hitlerianos, sino de la servidumbre oprobiosa al vencedor, mil veces peor y más aflictiva ahora que todas las esclavitudes clásicas. Reunidos silenciosamente en la cámara en torno a la mesa de oficiales, aquellos hombres, que tenían plena conciencia de la tragedia inmensa de su patria, permanecían anonadados. De vez en cuando alguno de ellos se levantaba como un autómata para contemplar las orillas fugitivas del estuario del Carona que el contratorpedero cruzaba a veinte nudos por hora, todo erizado de cañones y tremolando orgullosamente el pabellón británico. La fértil tierra con sus bosquecillos y sus viñedos huía vertiginosamente ante la mirada espantada de aquellos buenos franceses que temían no volverla a ver. Hubo un momento en el que
Pertinax,
el frío e impasible
Pertinax
de los agudos esquemas internacionales, se agarró nerviosamente a mi brazo para decirme con mal velada emoción:
—¡Ése es mi pueblo! Ahí nací yo.
Y me señalaba con el dedo una casita aldeana rodeada de una huerta frondosa que pronto perdimos de vista en un recodo del Carona.
Otros, menos contenidos, se desolaban. Êmile Bure, el gordo y desbordante Émile Bure, francés hasta las cachas, trepidaba de angustia al ver cómo se le escapaba la tierra francesa.
—¡Yo no puedo vivir fuera de Francia! —exclamaba—. ¡Yo no quiero vivir fuera de Francia!
Y con una volubilidad trágica detenía en la cubierta del contratorpedero a los oficiales ingleses para explicarles en un francés sabroso y coloreado que ellos no entendían, cómo toda su vida estaba vinculada a aquella tierra fugitiva de la que se alejaba y para suplicarles que diesen orden de detener el contratorpedero y le desembarcasen.
—Aunque Pétain me encarcele. Aunque los alemanes me fusilen. Yo soy un hombre de esta tierra y no sabré vivir sino en ella.
Luego se apaciguaba pensando que el Canadá es tierra francesa y se ponía a soñar en la trasplantación de París, su París, a Montreal.
Madame Tabouis, agotada, extinta, hecha una pavesita, iba y venía por el barco como un alma en pena preguntando acá y allá qué pasaría en Francia en aquellos momentos, buscando radiogramas, queriendo a todo trance mantener el contacto con el país, contacto interrumpido que había sido hasta entonces su verdadera razón de vida.
Y así todos. Para el francés de raza el país es algo más que para la generalidad de los hombres, es la vida misma, el aire que se respira. Aquellos hombres, que al día siguiente habían de ser tachados de antipatriotas y denunciados a los tribunales de Francia, daban al alejarse de ella un espectáculo emocionante de patriotismo, de ternura y devoción por la tierra nativa de la que no sabían apartarse.
El francés, que en estos momentos pierde sin un dolor excesivo su imperio colonial, no se siente, sin embargo, con fuerzas bastantes para afrontar el trance horrible de la emigración para el que no estaba preparado espiritualmente y sólo una minoría muy fuerte de espíritu soportará estoicamente la dura prueba del exilio.
Yo, que soy español, veía serenamente convertirse la tierra de Francia en una línea azul tenue que se desvanecía como fueron desvaneciéndose en el curso de los últimos meses las ilusiones que había puesto en aquella tierra. En Francia, país de asilo, convertido ahora en una inmensa cárcel, quedaban tras las alambradas de espino de los campos de concentración muchos miles de españoles que habían tenido fe en ella. El viejo y acendrado amor que profesábamos a Francia no podrá en mucho tiempo vencer el dolor de la traición que se ha hecho a sí misma y al mundo que creía en ella.
De cara al mar abierto, cuando la tierra de Francia se había borrado ya del horizonte, sentimos renacer nuestra fe y nuestra esperanza. Era la segunda patria que perdíamos. Pero la catástrofe de Francia, como la de España, no era la derrota definitiva. Era sólo una nueva etapa dolorosa de una lucha que no tiene patrias ni fronteras porque no es sino la lucha de la barbarie contra la civilización, de las fuerzas de destrucción contra el espíritu constructivo y el instinto de conservación de la humanidad, de la mentira contra la verdad...
El mar abierto nos mostraba sus rutas innumerables. Aún hay patrias en la tierra para los hombres libres. Sobre nuestras cabezas tremolaba orgullosa-mente el pabellón de la Union Jack.
Los hombres se juntaban poco a poco en la taberna de la esquina para ir a entregarse. Venían todos con un aire desembarazado, el hatillo a la espalda, las manos en los bolsillos. Cada uno que llegaba pagaba su ronda de Pernot arrojando sobre el mostrador de cinc su moneda y exclamaba despectivamente:
—Alors, quoi. On y va?
La orden de movilización general, con sus banderitas tricolores cruzadas, chorreaba engrudo en las esquinas. El Estado Mayor había echado la garra sobre el país. La vida de la nación quedaba en suspenso como por encanto y de los campos, las fábricas y las oficinas iban saliendo por millones los hombres que, abandonando sus quehaceres, habían de convertirse en soldados.
Por primera vez, desde hacía años, los vecinos del barrio, el arrabal o la aldea, que habían estado odiándose y persiguiéndose con saña, se encontraron juntos alternando plácidamente ante el mostrador de la taberna, ya que no con una cordialidad entusiasta, con una inteligente resignación. El Croix de feu del barrio llegaba a la taberna con su hatillo a la espalda como todo el mundo, daba la mano a todos, hasta a los comunistas y, como todo el mundo, se alzaba de hombros y decía desdeñoso:
- Quoi, on y va?
El pueblo de Francia volvía a encontrar en la promiscuidad de la movilización general su cohesión y su unidad perdidas a lo largo de una guerra civil larvada en la que los ciudadanos no se asesinaban unos a otros —como habían estado haciendo gozosamente los españoles— por pura y simple dificultad material, por la sencilla razón de que la gendarmería no había perdido su eficacia y faltaba el margen de impunidad que es indispensable a los héroes de las guerras civiles.
La incorporación al ejército devolvía momentáneamente a los ciudadanos franceses la libertad, la igualdad y la fraternidad perdidas en el encono de aquella guerra civil latente desde 1936 que había hecho imposibles en Francia todas las funciones normales de la ciudadanía. Este solo hecho era ya una victoria alemana, la primera. Triunfaba el sofisma alemán de la libertad en la disciplina, la igualdad en el servicio y la fraternidad en la jerarquía del ejército. Desde el momento en que había sido necesario este aparato ortopédico del militarismo para que la ciudadanía francesa se restaurase, Francia, la Francia liberal, democrática y antimilitarista, estaba moralmente vencida.
El Croix de feu y los comunistas entraban dócilmente y hasta con cierto júbilo en el engranaje militar. Los otros, los demócratas, los liberales, desde el pacifista doctrinario hasta el je m'en fiche bien, entraban rezongando, pero sin poner ninguna energía vital en sus objeciones de conciencia y en las reservas mentales de su pacifismo con un dejarse ir fatalista no exento de valor personal ni de civismo.
Francia iba resueltamente a la guerra y su aparato militar había funcionado con exactitud matemática. Tres millones de hombres estaban dispuestos a hacer la guerra, sin ningún entusiasmo, sin gritos patrióticos ni actitudes heroicas, pero con una profunda exasperación que les hacía exclamar rabiosamente:
—¡Hay que acabar de una vez!
El francés no es cobarde. La convicción de que la guerra era inevitable había arraigado en todas las conciencias y, con una sorda irritación, el ciudadano francés, que no quería la guerra, cargaba con la mochila dispuesto a pelear bravamente sin que le amedrentasen la voluntad y la capacidad guerreras del adversario. He oído a muchos de los que partían para el frente esta declaración expresada en formas diversas pero con un mismo fondo de serenidad, de conciencia, de grave y viril resolución:
—No seré un héroe, pero tampoco un cobarde.
Tengo la íntima convicción de que si Hitler hubiese atacado a Francia a raíz de la declaración de la guerra se habría roto los dientes contra la firme voluntad de luchar y resistir que entonces animaba al pueblo francés. El día primero de septiembre de 1939, tres millones de hombres salieron de sus casas dispuestos a jugarse la vida para defender a su patria. Lo que haya pasado luego es ya otra historia.
Este hombre, que con un sobrio ademán acababa de decir adiós a su mujer, a sus hijos, su hogar y su trabajo y que, por primera vez, se encontraba alternando en fraternal camaradería con otros hombres que no pensaban como él, a los que había odiado y contra quienes había combatido hasta entonces, se hallaba dispuesto a todos los sacrificios, el de sus ideas, el de sus pasiones y hasta el de su vida. Este hombre hubiera podido ser la primera materia de una victoria.
Moralmente, era superior a su adversario. Frente al tamtan guerrero de Alemania, donde los hechiceros de la tribu excitaban a los hombres para llevarlos al combate con voces roncas que les embriagaban de odio y ambición, en Francia no sonaban más que voces claras, discretas, razonables que hablaban fríamente a la inteligencia de la inexorabilidad de la lucha, de por qué había que sacrificarlo todo a la patria, de los compromisos contraídos por el país, de las exigencias de la civilización... Todo ello, sin grandes ni enfáticas palabras, sin ningún alcohol, sin ningún estupefaciente. No creo que se haya hablado nunca a un pueblo que se quiere llevar a la lucha con tan honda sinceridad, con tan honesta lealtad como hablaba Daladier al pueblo de Francia en los primeros días de la guerra cuando su voz cálida, con acento entrañable y un poco aldeano, llevada por las ondas, resonaba patéticamente en el fondo de los hogares franceses con tono tan íntimo que la familia humilde que la escuchaba podía creer que era uno de los suyos, el marido, el padre o el hermano, quien hablaba. Nunca un pueblo ha estado tan cerca de la identificación completa entre sus sentimientos y las palabras y los actos de sus gobernantes. Daladier era al comenzar la guerra el exponente exacto y verdadero del pueblo francés. Ni más ni menos. Lo que a Daladier le faltase, le faltaba a Francia. Las virtudes que Francia tuviese, Daladier las manifestaba. Este equilibrio difícil no fue duradero.
Esa guerra civil, que es la que en realidad ha vencido a Francia, estaba declarada desde que en 1936 la nueva táctica comunista llevó al poder al gobierno del Frente Popular.
La táctica de los Frentes Populares, adoptada por el Komintern en 193 5, ha sido funesta a Francia como lo fue a España. En ambos países dio el triunfo electoral a las izquierdas pero en ambos países provocó automáticamente la reacción profascista que, si en España tomó la forma del alzamiento militar, del típico pronunciamiento español, en Francia sirvió de pretexto para que las fuerzas derechistas de la nación, movidas por el terror pánico al comunismo, torciesen el rumbo de la política internacional francesa orientándola hacia la alianza con Italia y la contemporización con Alemania con lo que prácticamente destruían de un golpe el complicado sistema de alianzas elaborado con discreta perseverancia por Berthelot Barthou y sus oscuros colaboradores desde hacía veinte años, sistema en el que se basaba la teoría de la seguridad colectiva y la seguridad real de Francia.