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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

La alternativa del diablo (18 page)

BOOK: La alternativa del diablo
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En realidad, la lente era un intensificador de imágenes que podía comprarse sin licencia en los Estados Unidos, pero no en Inglaterra.

El domingo, 8 de agosto, hacía un calor sofocante en Moscú, y los que no podían ir a las playas llenaban las numerosas piscinas de la ciudad y, en particular, las que habían sido construidas para la Olimpíada de 1980. Pero el personal de la Embajada británica, lo mismo que el de otra docena de legaciones, estaba en la playa del río Moscova, más arriba del puente de Uspenskoye. Adam Munro estaba entre ellos.

Trataba de mostrarse tan despreocupado como los demás, pero no le resultaba fácil, Miró su reloj demasiadas veces y, por último, se vistió.

—¡Oh, Adam! No irá a marcharse tan pronto, ¿verdad? Todavía quedan muchas horas de luz —le gritó una de las secretarias.

El se esforzó en sonreír.

—El deber me reclama —le respondió— o, mejor dicho, los planes para la visita de la Cámara de Comercio de Manchester.

Echó a andar entre los árboles y se dirigió a su coche; dejó en él sus ropas de baño, miró disimuladamente a su alrededor, para asegurarse de que nadie le observaba, y cerró con llave la portezuela. Había por allí demasiados hombres en sandalias, calzón corto y camisa abierta, para que uno más llamase la atención, y Munro se alegró de que los de la KGB no se quitasen nunca la chaqueta. No vio a nadie que pareciese tener algo que ver con la Oposición. Caminó por el bosque en dirección Norte.

Valentina le estaba esperando a la sombra de los árboles. A pesar de lo mucho que le complacía verla, Munro sintió un nudo en el estómago. Ella carecía de experiencia, y podían haberla seguido sin que lo advirtiese. Si era así, lo peor que podía ocurrirle a él era que le expulsasen del país; pero las repercusiones serían enormes. Sin embargo, no era esto lo que más le preocupaba, sino lo que le pudiera pasar a ella si la sorprendían. Fuesen cuales fueren sus motivos, lo que estaba haciendo sería calificado de alta traición.

El la tomó en sus brazos y la besó. Ella le besó también, y tembló entre sus brazos.

—¿Estás asustada? —preguntó él.

—Un poco —confesó ella—. ¿Escuchaste la grabación?

—Sí. Antes de entregar la cinta. Supongo que no hubiese debido hacerlo, pero lo hice.

—Entonces, sabes que estamos amenazados por el hambre. Cuando yo era pequeña, Adam, presencié el hambre en este país, inmediatamente después de la guerra. Era mala cosa, pero había sido causada por los alemanes. Podríamos resistirlo. Teníamos a nuestros jefes de nuestra parte, y ellos cuidarían de arreglar las cosas.

—Quizá puedan también arreglarlas ahora —dijo Munro, sin gran convicción.

Valentina sacudió furiosamente la cabeza.

—Ni siquiera lo intentan —exclamó—. Yo estoy sentada allí, escuchando sus voces, pasando a máquina sus grabaciones. No hacen más que disputar, tratando cada cual de salvar su pellejo.

—¿Y tu tío, el mariscal Kerensky? —preguntó él, afectuosamente.

—Es tan malo como los otros. Cuando me casé, el tío Nikolai estuvo en la boda. Entonces me pareció un hombre alegre, simpático. Pero aquello correspondía a su vida privada. Ahora le escucho en su vida pública; es, como todos ellos, implacable y cínico. Sólo luchan para aventajarse los unos a los otros, por el poder..., ¡y que el pueblo se vaya al diablo! Supongo que yo debería ser como ellos, pero no puedo. No puedo serlo ahora, ni podré serlo jamás.

Munro miró al otro lado del claro, pero sólo vio los olivos y oyó a un mozo de uniforme que cantaba: Tú no eres mi dueña. Era extraño, pensó, que los regímenes establecidos fuesen a veces demasiado lejos y, a pesar de su poder, perdiesen el control de sus súbditos por culpa de sus excesos. No siempre, no a menudo; pero sí algunas veces.

—Yo podría sacarte de aquí, Valentina —dijo—. Tendría que renunciar al Cuerpo diplomático, pero no sería el primero. Sasha es lo bastante joven para criarse en otra parte.

—No, Adam, no; la idea es tentadora, pero no puedo hacerlo. Pase lo que pase, yo pertenezco a Rusia y tengo que quedarme. Tal vez un día... No sé.

Estuvieron un rato sentados en silencio, asidos de las manos. Ella fue la primera en hablar:

—Vuestro Servicio de Información... ¿envió la cinta a Londres?

—Creo que sí. Yo la di al hombre que creo que representa al Servicio Secreto en la Embajada. Me preguntó si habría más.

Ella asintió con la cabeza y señaló su bolso.

—Sólo es una copia a máquina. Ahora ya no puedo hacerme con las cintas. Las guardan en una caja fuerte después de las transcripciones, y no tengo la llave. Los papeles que traigo son de la siguiente reunión del Politburó.

—¿Cómo los consigues, Valentina? —preguntó él.

—Después de las sesiones —explicó ella—, las cintas y las notas taquigráficas son llevadas, bajo custodia, al edificio del Comité Central. Allí hay un departamento cerrado, donde trabajo yo con otras cinco mujeres. A las órdenes de un hombre. Cuando terminamos las transcripciones, se guardan las cintas en lugar seguro.

—¿Cómo obtuviste la primera?

Ella se encogió de hombros.

—Desde el mes pasado tenemos un nuevo jefe. El anterior era más descuidado. En la habitación contigua hay un estudio de grabación donde se copian las cintas antes de encerrarlas en la caja fuerte. El mes pasado, yo estuve sola allí el tiempo suficiente para apoderarme de la segunda cinta y sustituirla por otra, falsa.

—¿Una cinta falsa? —exclamó Munro—. Descubrirán la sustitución, si vuelven a escucharlas alguna vez.

—Es muy improbable —dijo ella—. Las transcripciones constituyen los archivos, una vez cotejadas con las cintas para mayor exactitud. Tuve suerte aquella vez; saqué la cinta en una bolsa de la compra, debajo de los comestibles que había comprado en la comisaría del Comité Central.

—¿No os registran?

—Casi nunca. Confían en nosotros, Adam, porque somos la élite de la nueva Rusia. Los papeles son más fáciles de sacar. Cuando trabajo, llevo un viejo cinturón. Al transcribir a máquina la última sesión del mes de junio, puse una copia de más y, después, reduje en una unidad la cifra de control. E introduje la copia de más dentro de mi cinturón. No se advertía el bulto.

Munro sintió que se le encogía el estómago al pensar en el riesgo que corría ella.

—¿De qué hablaron en esa reunión? —preguntó, señalando el bolso.

—De consecuencias —respondió ella—. De lo que pasará cuando se produzca el hambre. De lo que hará el pueblo de Rusia. Pero, Adam..., hubo otra reunión después de ésta. A primeros de julio. No pude copiarla, porque estaba de vacaciones. No podía renunciar a éstas; habría resultado sospechoso. Pero cuando volví, hablé con una de las chicas que habían hecho la transcripción. Estaba muy pálida y no quiso decirme nada.

—¿Puedes conseguirla? —preguntó Munro.

—Puedo intentarlo. Pero tendré que esperar a que la oficina esté vacía y emplear la máquina copiadora. Después, puedo arreglar ésta, de modo que no se note que ha sido usada. Pero no puedo hacerlo hasta el próximo mes, en que me corresponderá el último turno y podré trabajar a solas.

—No debemos encontrarnos de nuevo aquí —le dijo Munro—. Las repeticiones son peligrosas.

Empleó una hora en explicarle las cosas del edificio que había de saber, si seguían encontrándose. Por último, le dio un fajo de hojas de papel, escritas a máquina a un solo espacio, y que llevaba sujetas con el cinturón, debajo de su holgada camisa.

—Aquí está todo, querida. Apréndetelo de memoria y quémalo. Y echa las cenizas en el sumidero.

Cinco minutos después, ella sacó del bolso unas hojas de papel muy fino, escritas a máquina en caracteres cirílicos; se las dio, y se alejó entre los árboles del bosque, en busca de su coche, aparcado en un camino arenoso a medio kilómetro de distancia.

Munro se amparó en la sombra proyectada por el arco de la puerta lateral de la capilla. Sacó un rollo de cinta adhesiva del bolsillo, se bajó los pantalones hasta las rodillas y sujetó las hojas de papel a uno de sus muslos. Subidos de nuevo los pantalones y ceñido el cinturón, sintió el contacto del papel sobre su muslo al caminar; pero las hojas quedaban perfectamente disimuladas bajo la holgada pernera de confección rusa.

A medianoche había leído doce veces los papeles, en el silencio de su piso. El miércoles siguiente salieron para Londres en la cartera sujeta a la muñeca del mensajero, dentro de un grueso sobre sellado y dirigido, en clave, al enlace del SIS en el Foreign Office.

Las puertas cristaleras que daban a la rosaleda estaban herméticamente cerradas, y sólo el zumbido del acondicionador de aire turbaba el silencio del Salón Oval de la Casa Blanca. Los templados días de junio habían quedado muy atrás, y el asfixiante calor de agosto en Washington prohibía que se abriesen las puertas y las ventanas.

Delante del edificio, en la fachada de Pennsylvania Avenue, los turistas, acalorados y sudorosos, admiraban la imagen familiar de la entrada principal de la Casa Blanca, con sus columnas, su bandera y su curva avenida, o hacían cola para la visita con guía del sanctasanctórum de Norteámerica. Pero ninguno de ellos entraría en el pequeño edificio del ala occidental, donde el presidente Matthews se hallaba reunido en cónclave con sus consejeros.

Ante su mesa estaban Stanislav Poklevski y Robert Benson. Se había unido a ellos el secretario de Estado, David Lawrence, abogado de Boston y pilar del establishment en la costa oriental.

El presidente Matthews cerró el legajo que tenía delante. Hacía tiempo que había devorado la primera transcripción del Politburó, traducida al inglés; lo que ahora acababa de leer era la valoración de ésta por sus expertos.

—Bob, su cálculo de un déficit de treinta millones de toneladas se acercó bastante a la verdad —dijo—. Ahora resulta que el próximo otoño les faltarán de cincuenta a cincuenta y cinco millones de toneladas. ¿Están seguros de que esta transcripción viene efectivamente de dentro del Politburó.

—Señor presidente, lo hemos comprobado todo. Las voces son auténticas; los rastros de una cantidad excesiva de «Lindane» en la raíz del trigo son reales; la guerra en el seno del Ministerio de Agricultura soviético es un hecho. No creemos que exista ningún motivo para dudar seriamente de que la grabación corresponde a una sesión del Politburó.

—Tenemos que andarnos con mucho cuidado —murmuró el presidente—. Esta vez no podemos permitirnos el menor error de cálculo. Nunca tuvimos una oportunidad como ésta.

—Señor presidente —dijo Poklevsky—, esto significa que los soviets no se enfrentan con una grave escasez, como pensamos que sufrían cuando invocó usted, el mes pasado, la ley Shannon. Ahora se enfrentan con el hambre.

Sin saberlo, repetía las palabras de Petrov en el Kremlin, dos meses antes, y que no habían sido grabadas, porque las había dicho en privado a Ivanenko. El presidente Matthews asintió lentamente con la cabeza.

—Estamos de acuerdo en esto, Stan. La cuestión es: ¿qué vamos a hacer?

—Dejar que pechen ellos con el hambre —contestó Poklevski—. Este es el mayor error que han cometido desde que Stalin se negó a creer las advertencias de los occidentales sobre los preparativos nazis en su frontera, en la primavera de 1941. Sólo que esta vez el enemigo está dentro de casa. Dejemos que lo resuelvan a su manera.

—¿David? —inquirió el presidente a su secretario de Estado.

El secretario, Lawrence, movió la cabeza. Las diferencias de opinión entre el halcón Poklevski y el precavido bostoniano eran legendarias.

—Discrepo, señor presidente —respondió al fin—. En primer lugar, no creo que hayamos examinado bastante a fondo las posibles alternativas que pueden producirse si la Unión Soviética se ve sumida en el caos la próxima primavera. A mi modo de ver, no es sólo cuestión de dejar que los soviets se asen en su propio jugo. Un fenómeno como éste puede tener enormes implicaciones en el ámbito mundial.

—¿Bob? —inquirió el presidente Matthews.

El director de la CIA estaba sumido en profunda reflexión.

—Tenemos tiempo, señor presidente —contestó—. Ellos saben que usted invocó la ley Shannon el mes pasado. Saben que, si necesitan trigo, tendrán que acudir a usted. Como dice el secretario Lawrence, deberíamos estudiar a fondo las posibles consecuencias del hambre en la Unión Soviética. Tarde o temprano, el Kremlin tendrá que iniciar el juego. Cuando lo haga, nosotros tendremos todos los triunfos. Sabemos lo mala que es su situación, y ellos no saben que lo sabemos. Tenemos el trigo, tenemos los «Cóndor», tenemos el Ruiseñor y tenemos el tiempo de nuestra parte. Esta vez tenemos los cuatro ases. No hace falta que decidamos desde ahora la manera de jugarlos.

Lawrence asintió con la cabeza y miró a Benson con nuevo respeto. Poklevski se encogió de hombros. El presidente Matthews tomó su resolución.

—Stan, de momento quiero que forme un grupo adecuado dentro del Consejo de Seguridad Nacional. Un grupo pequeño y absolutamente secreto. Usted, Bob y David, aquí presentes; el presidente del Estado Mayor conjunto, y los secretarios de Defensa, del Tesoro y de Agricultura. Quiero saber lo que pasará, a nivel mundial, si la Unión Soviética se muere de hambre. Necesito saberlo, y pronto.

Sonó uno de los teléfonos de su mesa. Era el correspondiente a la línea directa con el Departamento de Estado. El presidente Matthews dirigió una mirada interrogadora a David Lawrence.

—¿Me llama usted, David? —preguntó, sonriendo.

El secretario de Estado se levantó y cogió el auricular. Escuchó durante unos minutos, y colgó.

—Señor presidente, las cosas se aceleran. Hace dos horas, el ministro de Asuntos Exteriores, Rykov, llamó al embajador Donaldson a su Ministerio. En nombre del Gobierno soviético, ha propuesto la compra a los Estados Unidos de cincuenta y cinco millones de toneladas de cereales varios, en la próxima primavera.

Durante unos momentos, sólo se oyó en el Salón Oval el tictac del reloj de bronce dorado de encima de la chimenea de mármol.

—¿Qué ha respondido el embajador Donaldson? —preguntó el presidente.

—Desde luego, que transmitiría su petición a Washington para su estudio —contestó Lawrence— y que estaba seguro de que la respuesta no se haría esperar.

—Caballeros —dijo el presidente—, necesito saber lo que les he dicho, a la mayor brevedad posible. Puedo demorar cuatro semanas mi respuesta, pero, el 15 de septiembre, lo más tardar, tendré que contestar. Cuando lo haga quiero saber con qué nos enfrentamos. Todas las posibilidades.

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