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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

La alternativa del diablo (19 page)

BOOK: La alternativa del diablo
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—Señor presidente, dentro de pocos días recibiremos tal vez más información de el Ruiseñor. Esto podría darnos algún indicio de cómo enfoca el Kremlin el problema.

El presidente Matthews asintió con la cabeza.

—Si llega tal información, Bob, quiero que se traduzca al inglés y me la traigan inmediatamente.

Cuando se levantó la sesión presidencial, en el atardecer de Washington, hacía rato que era noche cerrada en Inglaterra. Los archivos de la Policía mostraron, más tarde, que, en la noche del 11 al 12 de agosto, se habían producido docenas de robos y atracos; pero lo que más preocupó a la Policía fue el robo perpetrado en una tienda de armas de fuego deportivas de la agradable población rural de Taunton.

Indudablemente, los ladrones habían visitado la tienda en hora diurna de la víspera o de pocos días antes, porque el cable de la alarma había sido descubierto y limpiamente cortado por alguien. Una vez inutilizado el sistema de alarma, los ladrones habían empleado unos fuertes alicates para cortar la reja de la ventana que daba a un callejón tras la tienda.

Esta no había sido saqueada, ni se habían robado, como de costumbre, escopetas que se utilizaban después para atracar los Bancos. El propietario declaró que sólo faltaba un rifle de caza, un bello «Sako Hornet 22«, de origen finlandés, arma de suma precisión, y dos cajas de municiones «Remington», de punta plana y hueca, que alcanzaban gran velocidad y penetración, y se deformaban mucho al chocar con el blanco.

En su piso de Bayswater, Andrew Drake se hallaba en compañía de Miroslav Kaminsky y de Azamat Krim, contemplando el botín colocado sobre la mesa del cuarto de estar: dos pistolas, con dos cargadores completos para cada una; un rifle, con dos cajas de municiones, y el intensificador de imagen.

Existen dos tipos fundamentales de aparatos de visión nocturna: el infrarrojo y el intensificador. Los que disparan de noche suelen preferir el último, y Krim, con su historial de cazador en el oeste del Canadá y sus tres años con los paracaidistas canadienses, había elegido bien.

El visor infrarrojo se basa en el principio de que, si se envía un rayo infrarrojo a lo largo de la línea de fuego para iluminar el blanco, éste aparece ante el punto de mira como una silueta verdosa. Pero como emite luz, aunque esta sea imperceptible a simple vista, el visor infrarrojo necesita una fuente de energía. El intensificador de imagen funciona a base del principio de recoger todos los pequeños elementos de luz presentes en un medio «oscuro», y concentrarlos, de la misma manera que la retina gigantesca de un búho puede concentrar las menores cantidades de luz y ver moverse un ratón en lugares donde el ojo humano no percibiría nada. No necesita fuente de energía.

Inventado en principio con fines militares, los pequeños intensificadores de imagen manuales habían interesado, a finales de los años setenta, a la industria de seguridad norteamericana, y eran empleados por vigilantes de fábricas y otros guardianes. Pronto pudieron comprarse libremente en el comercio y, a principios de los años ochenta, los ejemplares más grandes, susceptibles de ser montados en el cañón de un rifle, pudieron adquirirse en América con sólo pagar su precio en la tienda. Azamat Krim había comprado uno de éstos.

El rifle tenía ranuras en la parte superior del cañón, para poder adaptarle una mira telescópica en las prácticas de tiro. Con una lima y un tornillo de carpintero sujeto al borde de la mesa de la cocina, Krim empezó a retocar las grapas del intensificador de imagen, para adaptarlas a aquellas ranuras.

Mientras Krim trabajaba, Barry Ferndale hizo una visita a la Embajada de los Estados Unidos, en Grosvenor Square. Su objeto era entrevistarse, según habían convenido previamente, con el jefe de operaciones de la CIA en Londres, aparentemente agregado de la Embajada de su país.

La entrevista fue breve y cordial. Ferndale sacó de su cartera de mano un fajo de papeles y lo entregó al otro hombre.

—Recién salidos de la prensa, amigo mío —dijo al americano—. Un buen fajo, ¿eh? Esos rusos son muy parlanchines. En todo caso, le deseo suerte.

Aquellos papeles correspondían a la segunda entrega de el Ruiseñor y estaban ya traducidos al inglés. El americano sabía que tendría que cifrarlos y enviarlos personalmente. Nadie más debía verlos. Dio las gracias a Ferndale y se dispuso a trabajar de firme durante toda la noche.

Pero no fue el único que durmió poco aquella noche. Muy lejos de allí, en la ciudad de Ternopol (Ucrania), un agente de paisano de la KGB salió del club de suboficiales, contiguo a los cuarteles de la KGB, y emprendió a pie el camino de su casa. Su rango no le permitía usar un coche oficial, y su vehículo particular estaba aparcado cerca de su casa. Pero no le importaba; la noche era cálida y agradable, y había pasado una velada muy amena en el club con sus colegas.

Probablemente por esto no advirtió la presencia de dos figuras en un portal, al otro lado de la calle, que parecían vigilar la entrada del club y que se hicieron una seña con la cabeza.

Era más de medianoche, y Ternopol, incluso en las cálidas noches de agosto, estaba como muerta. Para ir a su casa, el policía se apartó de las calles principales y se adentró en el parque de Shevchenko, donde los frondosos árboles casi ocultaban los estrechos senderos. Fue el atajo menos corto que jamás había tomado. En mitad del parque oyó unas pisadas furtivas detrás de él; se volvió a medias, recibió en la sien el porrazo dirigido a su occipucio, y se derrumbó.

Casi había amanecido cuando recobró el conocimiento. Le habían arrastrado a una espesura de arbustos y le habían quitado la cartera, el dinero, las llaves, la cartilla de racionamiento y el documento de identidad. La Policía y la KGB investigaron durante varias semanas esta desacostumbrada agresión, pero no pudieron descubrir a los culpables. En realidad, ambos habían tomado el primer tren que salía de Ternopol y estaban de regreso en sus hogares de Lvov.

El presidente Matthews presidió personalmente la reunión del comité que estudió la segunda información de el Ruiseñor. Era una reunión secreta.

—Mis analistas han previsto ya algunas posibilidades derivadas del hambre en la Unión Soviética los próximos invierno y primavera —informó Benson a los ocho hombres reunidos en el Salón Oval—, pero no creo que ninguno de ellos se atreviera a ir tan lejos como el propio Politburó al predecir un quebrantamiento de la ley y el orden en todo el país. Es algo inaudito en la Unión Soviética.

—Lo mismo digo de mis hombres —confesó David Lawrence, del Departamento de Estado—. Aquí se dice que la KGB sería incapaz de mantener el orden. Creo que nosotros no habríamos llegado a este pronóstico.

—Entonces, ¿qué debo contestar a Maxim Rudin, sobre su petición de compra de cincuenta y cinco millones de toneladas de cereales? —preguntó el presidente.

—Señor presidente, responda con un «No» —le aconsejó Poklevski—. Ahora tenemos una oportunidad que nunca se nos había presentado y que quizá no volveremos a tener jamás. Tiene usted a Maxim Rudin y a todo el Politburó en la palma de la mano. Durante dos decenios seguidos, las administraciones de los Estados Unidos han sacado las castañas del fuego a los soviets cada vez que han tenido problemas económicos.

»Y ellos se han mostrado cada vez más agresivos. Cada vez nos han correspondido incrementando su intervención en África, en Asia, en la América Latina. Cada vez han hecho creer al Tercer Mundo que los soviets se han recobrado de la crisis por su propio esfuerzo, que el sistema económico marxista funciona.

»Pero ahora el mundo podrá ver, sin la menor sombra de duda, que el sistema económico marxista no funciona y nunca funcionará. Ahora, aconsejo que le apriete los tornillos. Puede pedirles una concesión por cada tonelada de trigo. Puede exigirles que se alejen de Asia, de África y de América. Y, si no lo hacen, puede derribar a Rudin.

El presidente Matthews golpeó con el dedo los informes del Ruiseñor que tenía delante.

—¿Podríamos derribar a Rudin... con esto?

Le respondió David Lawrence, y nadie discrepó.

—Si le ocurriese a la Unión Soviética lo que dicen aquí los propios miembros del Politburó, sí; Rudin caería en desgracia como cayó Kruschev —respondió.

—Entonces, emplee su fuerza —apremió Poklevski—. Haga uso de ella. Rudin no tiene alternativa. Deberá aceptar sus condiciones. Y si no lo hace, derríbele.

—Pero su sucesor... —empezó a decir el presidente.

—Su sucesor verá lo que le ha pasado a Rudin y se aplicará el cuento. Tendrá que aceptar las condiciones que le pongamos.

El presidente Matthews pidió su opinión al resto del grupo. Todos, menos Lawrence y Benson, se mostraron de acuerdo con Poklevski. El presidente Matthews tomó su decisión: los halcones habían triunfado.

El Ministerio soviético de Asuntos Exteriores se encuentra en uno de siete edificios casi idénticos, del estilo arquitectónico «pastel de boda» tan apreciado por Stalin; diríase una construcción neogótica hecha por un pastelero loco con piedra arenisca parda, y se levanta en el bulevar Smolensky, esquina Arbat.

El día penúltimo del mes, el «Cadillac Fleetwood Brougham» del embajador americano en Moscú se deslizó en la zona de aparcamiento delantero de la puerta principal, y mister Myron Donaldson fue acompañado al cuarto piso, donde se hallaba el despacho de Dmitri Rykov, el veterano ministro soviético de Asuntos Exteriores. Los dos hombres se conocían bien; antes de venir a Moscú, el embajador Donaldson había pasado una temporada en las Naciones Unidas, donde Dmitri Rykov era un personaje muy conocido. Con frecuencia había brindado allí amigablemente, y lo propio habían hecho en Moscú. Pero la entrevista de hoy era oficial. Donaldson iba acompañado por el jefe de su Cancillería, y Rykov, por cinco altos funcionarios.

Donaldson leyó cuidadosamente su mensaje en inglés. Rykov entendía y hablaba bien el inglés, pero un ayudante le fue traduciendo el mensaje oído.

La comunicación del presidente Matthews no aludía para nada a su conocimiento del desastre de la cosecha soviética de trigo, pero tampoco expresaba sorpresa por la petición soviética, formulada a primeros de mes, de comprar la asombrosa cantidad de cincuenta y cinco millones de toneladas de grano. En términos muy medidos, lamentaba que los Estados Unidos de América no estuviesen en condiciones de vender a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas la cantidad de trigo requerida.

Casi sin hacer la menor pausa, el embajador Donaldson empezó a leer la segunda parte del mensaje. Esta, aparentemente sin relación con la primera, pero siguiéndola sin interrupción, lamentaba el poco éxito de las conversaciones sobre limitación de armas estratégicas, conocidas por SALT 3, terminadas en el invierno de 1980 y encaminadas a relajar la tensión mundial, y expresaba la esperanza de que las SALT 4, cuya discusión preliminar estaba prevista para el otoño y el invierno próximos, fuesen más fructíferas y permitiesen al mundo un auténtico avance en el camino de una paz justa y duradera. Esto era todo.

El embajador Donaldson dejó el texto del mensaje sobre la mesa de Rykov, escuchó las palabras de reconocimiento, oficiales y graves, del canoso y serio ministro soviético de Asuntos Exteriores, y se marchó.

Andrew Drake pasó la mayor parte del día consultando unos libros. Sabía que Azamat Krim estaba en algún lugar de los montes de Gales, probando el rifle de caza con su nueva mira montada sobre el cañón. Miroslav Kaminsky seguía estudiando inglés, con gran aprovechamiento. En cuanto a Drake, sus problemas se centraban en el puerto ucraniano de Odessa.

Su primera obra de referencia fue la Lloyds Loading List, de rojas cubiertas, que era una guía semanal de los barcos que cargaban en puertos europeos, con destino a todas las partes del mundo. Por ella se enteró de que no había servicio regular entre el norte de Europa y Odessa, sino tan sólo un pequeño servicio transmediterráneo independiente que recalaba en varios puertos del mar Negro. Se denominaba «Salonika Line» y tenía dos barcos.

Después pasó al Lloyds Shipping Index, de cubiertas azules, y resiguió sus columnas hasta encontrar los dos barcos en cuestión. Los presuntos armadores de los mismos eran dos compañías, cada una de ellas propietaria de uno solo de los barcos, registradas en Panamá; lo cual quería decir, casi con toda seguridad, que, en ambos casos, la Compañía» armadora no era más que una placa de metal colgada de la pared de un bufete de abogado de la ciudad de Panamá.

La tercera obra de referencia, un libro de cubiertas pardas titulado Greek Owner's Directory, le informó de que el agente de aquellos barcos era una empresa griega con sede en el Pireo, que es el puerto de Atenas. Drake sabía lo que esto significaba. En el noventa y nueve por ciento de los casos, el agente griego de un buque de pabellón panameño es, en realidad, el propietario del mismo. Si se disfraza de «agente», es para aprovechar la circunstancia de que los agentes no son legalmente responsables de las faltas de sus principales. Estas faltas pueden ser unas pagas y condiciones inferiores a las legales para la tripulación; unos barcos defectuosos y con bajo nivel de seguridad, pero con valoraciones altas para el seguro de «pérdida toral», y, en ocasiones, un acentuado descuido en la pérdida de crudos.

Debido a todo esto Drake empezó a mirar con simpatía la «Salonika Line». Un barco registrado como griego sólo podía emplear oficiales griegos, pero podía admitir tripulantes cosmopolitas sin más requisito que estar provistos de pasaporte. Y los barcos de «Salonika Line» visitaban regularmente Odessa.

Maxim Rudin se inclinó hacia delante, dejó sobre la mesa de café la traducción del mensaje negativo del presidente Matthews cursado por el embajador Donaldson, y observó a sus tres visitantes. Había oscurecido, y le gustaba tener bajas las luces en su despacho particular del extremo norte del edificio del Arsenal, en el Kremlin.

—Chantaje —escupió, furioso, Petrov—. Un sucio chantaje.

—Desde luego —admitió Rudin—. ¿Qué esperaba usted? ¿Conmiseración?

—Ese maldito Poklevski está detrás de esto —dijo Rykov—. Pero ésta no puede ser la última respuesta de Matthews. Sus propios «Cóndor» y nuestra oferta de comprar cincuenta y cinco millones de toneladas de trigo deben de haberles revelado la posición en que nos hallamos.

—¿Hablarán en definitiva? ¿Negociarán a fin de cuentas? —preguntó Ivanenko.

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