Aquí y allá, desentonando, un muchacho descalzo montado en una mula, era un campesino; había otro cargando un barril azul y que gritaba su pregón de «¡agua fresca!», probablemente un gallego. Un monje delgado, con sotana negra y una cuerda atada a la cintura a modo de cinturón, pasaba entre dos hombres sentados en la acera, uno con la cabeza apoyada en el regazo del otro, que le inspeccionaba el pelo: se había abierto allí el periodo de la caza a los piojos. Por el otro lado, pasaba un muchacho tirando de un cochecito de madera lleno de pan, excitando a los pavos de dos campesinos de Ribatejo. Las aves estaban en pleno alboroto en torno al cochecito y los campesinos intentaban controlarlas con los cayados. Por el Rocio circulaban caballos, muías, burros, coches y carros, se veían rebaños de cabras y vacas conducidos a los cafés y barecitos para ofrecer leche, pero lo más extraño era un pequeño vagón de tren que se asentaba sobre unos carriles y era tirado por dos caballos. Las personas subían al vagón, junto a la cooperativa A Lusitana, pagaban un billete y se sentaban en un largo banco central, esperando que el cochero iniciase la marcha.
—Es el Americano —dijo un campesino junto al Bebedero de los Cuatro Angelitos, sintiéndose casi una persona fina al lado de aquellos provincianos—. Lleva a la gente por la ciudad. Salen cada cuarto de hora, de las siete de la mañana a las siete de la tarde. Si quieren aprovechar para dar una vueltecita…
No quisieron, pensaron que era demasiado caro para sus posibilidades. Más valía ir a pie.
—¿Vamos a ver a Ermelinda? —sugirió la señora Mariana.
—Oye, hija, calma, tenemos tiempo —exclamó Rafael—. Vamos a dar una vuelta más, anda, aún es temprano.
Salieron del Rocio y entraron por una calle sinuosa, que se inclinaba y subía, empinada, y la apariencia moderna de la ciudad se fue perdiendo, comenzó a aparecer el lado miserable, en cierto modo Lisboa se volvía casi tan indigente como Rio Maior. Se veían mendigos, hombres tumbados en el suelo que exhibían horrendas heridas para avivar la piedad de los transeúntes, además de perros, cerdos, gallinas y patos patinando en el barro. Y lo peor era toda la inmundicia, una inmundicia más inmunda que la de Carrachana, una inmundicia de letrina y olores fétidos que todo lo ensuciaba y penetraba. El señor Rafael y su familia saltaban descalzos de piedra en piedra, evitando los excrementos y los ríos de orina que se deslizaban calle abajo. Había canales para desagües abiertos al lado de las aceras y que descendían hacia el río, pero a muchos lisboetas les daba mucha pereza ir allí a depositar las deyecciones, y preferían arrojarlas en medio de la calle, lo que siempre daba menos trabajo. Aquí no se veía gente aplomada, el suelo era demasiado sucio para zapatos de alta sociedad.
—Esta ciudad está llena de mierda —farfulló el señor Rafael, que intentó limpiar en las piedras un resto de excrementos humanos que se había pegado al talón desnudo de su pie derecho.
Los excursionistas de Rio Maior siguieron obstinados por aquellas callejas estrechas e inclinadas, escudriñándolas de arriba abajo, pero un grito de «¡agua va!», seguido de porquería arrojada desde una ventana a la calle, los convenció a dar media vuelta.
—Ay, Jesús, vámonos, vámonos, si no acabaremos bañados en caca —aconsejó Mariana, con una risita nerviosa y muy atenta a las ventanas de alrededor.
Regresaron al Rocio, siempre era más seguro y no corrían el riesgo de pillar una lluvia de excrementos. No era porque no estuviesen habituados a la porquería. Lo estaban, sí, pero no a semejante abundancia de porquería. Una vez de vuelta a la gran plaza central, se encaminaron en dirección a los Restauradores. En un momento dado, se encontraban en el Largo de Camões, a mitad de camino entre las dos plazas y al lado de la grandiosa estación de trenes por la que habían llegado, cuando apareció enfrente un extraño y ruidoso coche circulando sin ayuda de animales y soltando una vaharada sucia y maloliente. Se quedaron todos paralizados y estupefactos mirando, menos Afonso, que se asustó y fue a refugiarse entre las anchas faldas de su madre. A decir verdad, ésta no era una reacción necesariamente provinciana, dado que, en aquel instante, los propios lisboetas se detuvieron en las aceras y asomaron por las puertas y ventanas de la imponente estación del Rocio, del café Suisso, del café Martinho, de la aseguradora Equitativa de Portugal y Colonias, y de las residencias de alrededor para admirar aquella maravilla sin igual, aquella máquina humeante rodando aspaventosamente sobre el macadán.
—Un coche sin caballos —comentó el señor Rafael, verdaderamente sorprendido—. Ya había oído hablar de esto en el Silvestre, pero pensé que bromeaban.
El comentario sobre el coche no era disparatado. Tal como los Benz, en los que se inspiraba, aquel Panhard de dos cilindros y motor Phenix, flamante y recién importado de Francia por un conde adinerado, tenía efectivamente el diseño de un coche elegante, la rueda trasera mayor que la delantera, el asiento rojo tapizado como el de los coches ricos y garbosos. El ruidoso Panhard desapareció en una curva del Rocio, dejó una efímera estela de humo negro detrás de sí y la vida pareció volver a la normalidad. Afonso, como el resto de la familia, siguió meditando sobre aquel misterio del asustador coche sin caballos, pero muy pronto acabó distrayéndolo la novedad que representaba Lisboa. Siguieron por la Rua do Príncipe hasta los Restauradores, la enorme plaza construida pocos años antes en el lugar donde antaño estaba el jardín del Passeio Público. Subieron por la amplia y arbolada Avenida da Liberdade hasta la Rotunda; se detenían a menudo a admirar los sorprendentes postes de luz colocados a lo largo de la avenida, diferentes de las farolas de gas a las que estaban habituados.
Ya cansados y con hambre, se sentaron en un banco junto al lago de un solar arbolado en el extremo de la Rotunda, al lado de la Quinta da Torrinha. La madre repartió la merienda entre su marido y sus hijos, era pan casero y chorizo, regados con el tinto del garrafón. El señor Rafael, habituado a la informalidad rural, entabló conversación con otra familia que se había instalado también allí para merendar y, después de hacer la tradicional pregunta relacionada con un eventual paso por Rio Maior, comentó el extraordinario fenómeno del coche sin caballos.
—Esa sí que es una máquina —le dijo al extraño, dándose una palmada en el muslo.
—Es verdad. ¿Y se ha fijado en lo limpia que es?
—¡Vaya si lo es! En vez de soltar mierda, echa humo —observó Rafael, que carraspeó, pues se dio cuenta de que eso acarreaba una posible dificultad para la agricultura—. El problema es que el humo no sirve como estiércol —hizo una mueca—, pero no importa, amigo. ¡Esa máquina es realmente una maravilla!
—¡Y aún no ha visto nada, hombre! —repuso el otro, sonriente—. ¿Ha visto esos postes en la Rotunda y por toda la avenida?
—¡Cómo no habría de verlos! Son diferentes de los de Ribatejo, caramba.
—Así es —asintió el hombre—. Son lámparas eléctricas.
—¿Qué?
—Mire, es una iluminación nocturna, sólo que, en vez de usar aceite, gas o petróleo para alimentar la llama, se usa electricidad. La lámpara eléctrica da mucha más luz, no emite calor, no libera humos ni mal olor y no provoca incendios. Una maravilla.
—¡Cáspita!
—¡Válgame Dios, Rafael! —se afligió la señora Mariana que, tal como los niños, estaba atenta a la conversación—. Aurinda ya me ha hablado de esa «elatrocidad» y me ha contado que oyó decir que hace mucho daño a la salud, es antinatural.
—Eso es un disparate, señora —la amonestó el hombre—. La electricidad no tiene efectos negativos y, además, posee incluso muchas aplicaciones. Dicen que, en el futuro, los americanos marcharán guiados por la electricidad, y no por caballos, y que lo mismo ocurrirá con todas las máquinas modernas. Con la energía eléctrica se harán cosas extraordinarias, impensables. Por ejemplo, el mes pasado, en Intendente, hubo una gran animación. El Real Colyseu auspició una exposición de fotografías vivas, era de no creer, todo movido por la electricidad.
—¡Vaya por Dios! —se admiró el señor Rafael—. ¿Fotografías vivas?
—Tal como se lo estoy diciendo. Fueron a buscar un electricista extranjero a Madrid y él mostró fotografías en movimiento, veíamos a la gente andar, correr, saltar, un baile en París, trenes en marcha, un puente en la ciudad, era algo impresionante, impresionante. Son fotografías animadas por la electricidad y por eso lo llaman animatógrafo. —El hombre sonrió, con la mirada perdida en el infinito—. ¡Aaah, aquéllas sí que fueron dos horas preciosas! Cobraron un dineral por sesión, pero ¿piensa que eso le hizo perder entusiasmo a la gente? ¡En absoluto! Fue un hervidero, una verdadera carrera vendiendo entradas, todo el mundo estaba ansioso por ver las imágenes.
—¿Y eso ya se ha acabado?
—Lamentablemente, sí —confirmó el hombre con un suspiro—. Pero he leído en el periódico que el teatro Doña Amélia va a lanzar dentro de poco sesiones diarias de fotografías animadas. El electricista se fue a Oporto, pero pretende volver a Lisboa y dicen que ahora no tendrá solamente cosas de Francia, mostrará fotografías vivas de una corrida de toros en el Campo Pequeno, de la playa de Algés, de la Avenida da Liberdade, de la Boca do Inferno, cosas con paisanos nuestros, ¿sabe? De modo que anda cada quisque inquieto por ver esas maravillas.
El señor Rafael y su familia reaccionaron con escepticismo a tan asombroso anuncio, pensaron incluso que el lisboeta estaba tomándoles el pelo. ¿Cómo era posible ver fotografías en movimiento? Pero el hombre no paraba de hablar de las novedades e informó a los ribatejanos de que, si estaban interesados en sensaciones fuertes, esa tarde habría una partida interesante de
football
.
—¿Y qué es eso del «fúbol»? —preguntó Rafael Laureano, intrigado ante las modernidades de la gente de ciudad.
—Football —corrigió su interlocutor, divertido al verse explicando una palabra inglesa a un paleto—. Es un deporte inglés en el que se forman dos equipos de
players
y todos dan
kicks
en una pelota hasta meter
goal
.
El señor Rafael no entendió muy bien, pero se quedó lleno de curiosidad. Tal vez valía la pena ir a ver qué era eso del «fúbol», para después contar las novedades en la taberna de Silvestre. El coche sin caballos ya iba a dar que hablar, el asunto de la electricidad y de las fotografías en movimiento también, lo mismo se podía decir del fenómeno de mucha gente que usaba zapatos y andaba vestida como el doctor Barbosa, y podía ser que este otro tema alimentase una tarde más de charla, qué preciosa mina de asuntos para un palique interminable se revelaba este paseo por la capital, cómo se iba a lucir con sus amigos de copas.
—Oiga, amigo, ¿y dónde es eso?
—En el Campo Pequeno, dentro de dos horas —dijo el hombre apuntando hacia la izquierda—. ¿Ve aquella calle? Es la Avenida Fontes Pereira de Mello. Siga por allí hasta Saldanha, una gran plaza que está por ese lado, y después coja una alameda muy ancha, la Avenida Ressano Garcia, hasta dar con una gran arena, algo que hicieron hace poco tiempo para las corridas de toros. Se tarda una media hora en llegar allí.
La señora Mariana sacudió a su marido del brazo.
—Oye, Rafael, ¿y Ermelinda?
—Ten calma, hija —replicó Rafael, algo fastidiado—. Tu prima no se irá a ningún lado, no te preocupes. Damos el paseo y después vamos a ver a la muchacha, no te aflijas.
Cuando acabaron de comer, los Laureano tomaron tranquilamente la dirección indicada. El paseo duró cuarenta minutos, hasta que los cinco se vieron frente a un enorme edificio circular de color ladrillo, lleno de arcadas y galerías, decorado con arabescos, cúpulas dobles de color azul celeste que dominaban los varios torreones de estilo neomorisco: era la plaza de toros construida en el centro de un terreno baldío. Se concentraba allí una pequeña multitud, incluidas algunas mujeres de alta sociedad con sus ricos vestidos, sombreros despampanantes y las sombrillas parisienses, rodeadas por un séquito de amigas y criados. El señor Rafael preguntó si allí estaba el Campo Pequeno y le dijeron que sí. Ante él se alzaba la plaza de toros. Se acercó a la taquilla y comprobó que la tabla de precios indicaba que las entradas más baratas eran las de la segunda galería, a doscientos réis cada una, y las más caras las de los primeros palcos, a doce mil réis. Se sintió confundido y le preguntó a un empleado.
—Oiga, amigo: ¿tantos réis para ver «fúbol»?
El empleado se rio.
—Aquí sólo hay toros, hombre. El partido es allí.
El empleado señaló los solares al lado de la plaza. Se extendía allí una parcela de tierra con dos grandes rectángulos dibujados en el suelo, que el hombre identificó como los campos de juego. Uno de los rectángulos, precisamente pegado a la plaza de toros, se mostraba bastante alisado, pero el otro estaba lleno de hoyos y baches. Al parecer, allí había siempre muchos partidos y los equipos que llegaban primero ocupaban el rectángulo más liso. Los rezagados tenían que conformarse con la parte más descuidada.
La familia de Rio Maior se acercó al rectángulo en mejor estado y no tuvo que esperar mucho para sorprenderse. Dos grupos de hombres aparecieron poco después en el lugar. Cada grupo transportaba por el solar unas enormes vigas de madera, dos más pequeñas puestas en paralelo y unidas por una gran viga situada perpendicularmente en uno de los extremos. Cruzaron el descampado hasta llegar al rectángulo más liso.
—Son los
players
del Real Gymnasio Club —explicó un mirón, íntimamente divertido por la reacción de los paletos que lo escuchaban—. Estos tipos son muy buenos, hasta ahora sólo han perdido una sola vez, hace tres años, contra un equipo de ingleses, y, aun así, sólo por un
goal
.
Agarrado a los pantalones de su padre, el pequeño Afonso retuvo en la memoria lo que sucedió a continuación. Los dos grupos tenían camisetas de colores diferentes y echaron todos a correr locamente por el campo dando puntapiés a la pelota, ante el clamor excitado de los espectadores y la vigilancia de un hombre vestido con un elegante traje y corbata de
tweed
que corría entre ellos dando órdenes.
—Es el
referee
—aclaró el mismo mirón.
Las reglas eran sencillas. Les resultó claro a los visitantes de Rio Maior que sólo los dos hombres que se encontraban entre los postes podían coger la pelota con las manos, mientras que todos los demás sólo estaban autorizados a dar puntapiés. Había algunos que eran muy rubios o pelirrojos, se trataba de ingleses mezclados en los dos equipos. A veces protestaban todos, gritaban, gesticulaban, se empujaban, el partido se detenía, entraban espectadores en el rectángulo para participar en la discusión, el jaleo crecía hasta que al fin se calmaba, los jugadores y el hombre con corbata y traje de
tweed
empujaban a toda la gente fuera del campo y todo se reanudaba enseguida. Alguna que otra vez, la pelota entraba en la meta, se oía un gran griterío y aplausos entre los espectadores y algunos de los jugadores saltaban de alegría y se abrazaban efusivamente.