La amante francesa (7 page)

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Authors: José Rodrigues dos Santos

Tags: #Bélica, Romántica

BOOK: La amante francesa
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La señora Mariana preparaba también la menestra, una sopa muy rica que reunía todos los alimentos, desde hortalizas, alubias y patatas hasta carne y chorizos, en una versión propia de Ribatejo de la
sopa de pedra
[1]
y que sustituyó a las sopas de pan remojado en vino de la infancia. Tal como el pan, las menestras duraban toda la semana sin estropearse. Muchas veces se añadía harina o pan de maíz en trozos a las menestras, junto con aceite y ajo picado, para hacer suculentos guisos. Otras opciones tenían que ver con el mar. Afonso solía acompañar a su madre hasta la plaza y saltaba de excitación cuando ella traía pescado. En casa, cada sardina o cada chicharro, que el pequeño apreciaba más que los otros, alimentaba a dos personas. Afonso compartía siempre su pescado con Joaquim, quedándose con la cabeza y su hermano con el resto. En el caso de las sardinas, devoraba toda la cabeza, incluso las espinas, pero con los chicharros era diferente. Los disecaba como en una autopsia, limpiando con la lengua el cartílago de la cabeza y saboreando los ojos como si fuesen un manjar sin igual. El problema es que con una sola cabeza de pescado como comida se quedaba con hambre y no pocas veces subía subrepticiamente a los árboles frutales en patios ajenos para hurtar frutos que completaban su alimentación.

La higiene parecía, por utilizar un eufemismo simpático, relajada. La ducha dominical que, por otra parte, sólo se daba en verano, constituía la única verdadera limpieza personal de la familia, hecho deprisa y sin rigor, siendo como era el agua helada un elemento fuertemente disuasivo. Las necesidades se hacían en cuclillas en el patio, junto a la pocilga, o entre los árboles del pinar que se extendía por detrás de la casa. Por la noche era diferente, Afonso y sus dos hermanos tenían bajo la cama una pequeña bacinilla de loza en la que se aliviaban cuando surgía la necesidad en medio del sueño, y cuyo contenido volcaban en la pocilga por la mañana. Limpiarse las posaderas fue un concepto desconocido en los primeros años, hasta que João comenzó a comprar por diez réis O
Século
para enterarse de las ofertas de empleo y conocer la evolución de los juegos del Football Club Lisbonense con los rivales del Real Casa Pia, del Club de Campo de Ourique y de los ingleses del Carcavellos Club. Acabada la lectura, los hermanos usaban las hojas gigantes del periódico para limpiarse después de defecar, pero sus padres no estaban por las modernidades. El señor Rafael era analfabeto y consideraba que el periódico no le servía para nada, ni siquiera para la limpieza, y la señora Mariana compartía el mismo punto de vista. Afonso veía que a veces su madre iba al patio, abría las piernas de pie y se aliviaba sin tan siquiera levantarse la falda. No usaba bragas y las necesidades se hacían así, libres de mayores complicaciones.

Afonso cumplió diez años en 1900 y dejó el colegio. Se sentía ya un hombrecito, por lo que decidió ir a trabajar al aserradero con sus hermanos. Era un almacén grande y, como el muchacho tenía una débil complexión debido a su tierna edad, evitaron darle inicialmente los trabajos más pesados. El señor Guerreiro, que dirigía el almacén, lo colocó como encargado de la limpieza y como recadero. Al contrario de lo que pasaba con sus hermanos, a Afonso no le pagaban en dinero sino en especies. Le daban el almuerzo y la merienda, con lo que aliviaba los exiguos gastos de su casa. Al cabo de un año, sin embargo, comenzó a realizar trabajos más pesados, cortando troncos y sirviéndose de sierras con el fin de preparar la madera para la fabricación de muebles. Admiraba la habilidad de los carpinteros para dar forma a los troncos toscamente cortados con hacha, pero ése fue el único atractivo que descubrió en el aserradero. El trabajo se le hizo pesado y Afonso no tenía gran destreza en las manos, así que no hubo posibilidad de que progresase en aquel empleo.

Un anuncio en el escaparate de la Casa Pereira, en pleno centro de Rio Maior, despertó la atención de Afonso cuando pasó por allí un día camino de la Feira dos Passos. La Casa Pereira era un establecimiento comercial donde se vendían tejidos, telas, botones, hilos y cosas por el estilo; allí buscaban un dependiente para pequeños trabajos. Afonso se vistió con su mejor ropa, mandó a sus hermanos que le dijeran al señor Guerreiro que ese día no podía ir a trabajar porque tenía fiebre y se presentó en la tienda.

—Quiero trabajar —anunció.

La dueña de la Casa Pereira alzó los ojos de las facturas que estaba contabilizando y miró a aquel chico delgado y grave que se perfilaba frente a su escritorio.

—¿Sabes leer?

—Claro que sí, señora. Me enseñó el profesor Ferreira.

—¿Y hacer cuentas?

—También, señora.

Ella lo examinó de arriba abajo y descubrió sus rodillas heridas, con algunas costras que le cruzaban la piel. ¿Sería un pendenciero?

—Oye, muchacho —le dijo, señalando sus rodillas desolladas—, ¿cómo te has hecho eso?

—Jugando a la pelota.

—¿Juegas a la pelota?

—A veces. Me gusta dar unos
kicks
y meter
goal
.

A la propietaria, doña Isilda Pereira, le cayó bien y lo contrató. Corría el año 1902 cuando Afonso, con doce años, entró en la Casa Pereira y fue acogido bajo el ala protectora de doña Isilda, que le dio almuerzo, merienda y ropa nueva, además de un puñado de réis para que los llevase a su casa. Aquí saboreó por primera vez
filloas
, verdaderas delicias fritas que la propietaria preparaba según una vieja receta de familia, entonando el tradicional «San Vicente, pan creciente» siempre que acababa de batir la mezcla, lo que lo divertía muchísimo. Fue también allí donde comenzó a usar zapatos, una exigencia de la patrona, que juzgaba poco aconsejable que en la tienda trabajase un empleado descalzo.

Doña Isilda enviudó pronto y se quedó sola a cargo de la educación de una hija, Carolina, una chica de once años, pelirroja y con la cara pecosa, que era atrevida y arisca. No hizo falta esperar mucho tiempo para que la chiquilla comenzase a jugar con Afonso, al fin y al cabo sólo se llevaban un año. El muchacho reaccionó inicialmente con reserva, no estaba habituado a relacionarse con chicas. No asistían a su colegio y nunca había hablado con ninguna de su edad; se limitaba a mirarlas desde la distancia en la misa del domingo. Afonso comenzó, por ello, a retraerse, tímido y desconcertado, pero ella insistió y él, ardiendo de curiosidad, fue tomando confianza poco a poco, como quien no quiere la cosa. Carolina lo ayudaba en sus tareas en la tienda y Afonso le correspondía en las horas libres, prestándose a hacer el papel de marido o de médico, según los juegos, jugar a los papás y a las mamás sustituyó temporalmente los partidos de
football
y los condujeron a un flirteo aún inocente, con intercambio de miradas y misivas cómplices detrás del mostrador o en el almacén de la Casa Pereira. Se besaron una vez a oscuras, en un rincón apartado de la tienda, bajo las escaleras, pero cuando se encontraron fuera se sintieron avergonzados, apenas pudieron mirarse, lo que habían hecho era pecado mortal. De entonces en adelante, preferían mantenerse jugando en la ambigüedad de sus ficciones, estaban casados de mentira, pero íntimamente fantaseaban con que todo iba en serio.

Doña Isilda era una señora educada, incluso hablaba francés y entendía algo del latín de las misas, pero se revelaba igualmente atenta a las cosas de la vida y, mujer experimentada, percibió el acercamiento entre su hija y el joven empleado. Simpatizaba con Afonso, no había duda, pero no le hicieron mucha gracia los juegos que compartían y decidió tomar medidas, no quisiese el diablo que Carolina, muchacha evidentemente obstinada como su difunto padre, insistiera con aquel chaval. No eran raros en aquella época los matrimonios de adolescentes, la historia de los padres de Afonso lo demostraba, y doña Isilda no quería un yerno pelagatos y mucho menos verse tan pronto con un nieto en brazos.

La opción más sencilla sería despedir de inmediato al chaval, pero doña Isilda conocía a su hija y su irritante gusto por el fruto prohibido, así que, mujer avisada y conocedora de estas cosas de la naturaleza humana, sospechó que, en un lugar pequeño como Rio Maior, no sería difícil para ambos seguir encontrándose a escondidas, había abundantes historias de noviazgos prohibidos que acababan con el enlace no deseado. Eran necesarias, por tanto, medidas más drásticas, aunque la sutileza fuese igualmente esencial.

Después de mucho pensar, la madre de Carolina se puso en marcha y fue a hablar con los padres de Afonso. Se presentó en Carrachana ante la señora Mariana, embarazada, nunca en la vida había entrado dama tan distinguida en aquella humilde casa. La anfitriona se deshizo en cortesías, corriendo de aquí para allá, yendo a buscar una cosa y después alguna otra, llegando hasta la trasera para llamar a gritos a su marido; entre aquellas cuatro paredes se armó un alboroto antes jamás visto.

—Ay, señora, estoy tan nerviosa —gimió Mariana, frotándose las manos mojadas en el delantal inmundo, con sus dedos gordos nerviosamente inquietos—. Válgame Dios, al menos podría haber avisado. —Miró a su alrededor, asustada por lo que doña Isilda podría pensar sobre el aspecto de la sala—. Una señora tan fina, Jesús, de visita en nuestra modesta casa… Una se queda sin saber qué hacer, ¿no?

—Oh, no se preocupe, no se preocupe, todo está muy bien.

Isilda se esforzó por ignorar el olor a estiércol que apestaba aquel miserable cuchitril, e intentó mantener un semblante tranquilo, sereno, plácido. Pero, al ver el antro del que había salido Afonso, más se afirmó en su determinación de alejar al muchacho de su hija, era totalmente absurdo que el noviazgo continuase, deseaba para Carolina mucho más que aquello. Al mismo tiempo, no perdía la conciencia de que tendría que jugar bien sus cartas, la diplomacia inteligente sería mucho más productiva que la fuerza bruta.

La señora Mariana le señaló un sillón a doña Isilda, era el mejor lugar de la casa, propiedad exclusiva del señor Rafael.

—Siéntese, señora, haga como si estuviera en su casa.

Isilda miró de reojo el sillón y sintió que una arcada le invadía la boca al observar las manchas de grasa que lo salpicaban, pero reprimió el asco e hizo el esfuerzo de sentarse.

—Ay, qué casa más bonita tiene, señora Mariana. Es realmente un encanto.

La madre de Afonso se sonrojó, justamente ella, que siempre mostraba unas mejillas muy rosadas.

—Oh, señora, no tiene nada de especial, es una casa muy humilde, muy modesta, una casita con lo elemental para vivir. Nosotros somos gente pobre, ¿sabe? —Alzó las cejas y se relajó con una sonrisa—. Pobre, pero honrada.

—Sin duda, señora Mariana. Sin duda.

El señor Rafael entró en la sala con los brazos sucios de barro maloliente, había estado en la pocilga clavando unas maderas de la cerca. No le gustó ver a la visitante sentada en su sillón favorito, pero ocultó su malestar. Saludó secamente a doña Isilda y se sentó en un banco.

—¿A qué debemos el honor de su visita, señora? —preguntó yendo directo al grano.

Isilda respiró hondo. Tendría que ser astuta para convencerlos de lo que pensaba.

—Bien, como sabéis, Afonso trabaja en mi tienda.

—¿Ha hecho algo malo ese pillo? —interrumpió Rafael, desconfiado y con el semblante ceñudo.

—No, no —exclamó Isilda—. Por el contrario, el muchacho es una joya, todos lo apreciamos mucho. En realidad, me cae tan bien que me daría pena perderlo como empleado de mi tienda.

Rafael y Mariana la miraron sin entender.

—Pero, señora, para nosotros es un orgullo que él trabaje en su tienda —aseguró el señor Rafael.

—Y a mí me enorgullece que él trabaje allí —repuso Isilda, arreglándose el pelo—. Pienso, sin embargo, que debería continuar sus estudios para ampliar sus horizontes, llegar más lejos en la vida.

—Ah, señora, eso nos gustaría a nosotros también —replicó Mariana—. Pero, ya sabe lo que pasa, no tenemos bienes, somos gente pobre y necesitamos toda la ayuda que sea posible conseguir. Y que Afonso esté en su tienda es una bendición para esta casa, ¡una bendición!

—Y es una bendición para mí, créame —insistió Isilda—. Pero sería realmente bueno que él prosiguiese sus estudios. Comprendo muy bien lo que me dice, comprendo que no tiene dinero para un proyecto semejante, y por eso quería proponerles algo.

—¿Proponernos algo? —se sorprendió el señor Rafael.

—Sí —asintió Isilda—. Resulta que uno de mis hermanos es sacerdote en el Miño y amigo del rector de un seminario de la archidiócesis de Braga. Se llama Álvaro, y no lo digo por jactarme, pero él es un encanto de hombre, da gusto conocerlo. Si me permiten, pues, yo podría hablar con él para conseguirle a Afonso un lugar en el seminario.

Los padres de Afonso se miraron, sorprendidos por la sugerencia.

—Es que el problema no es ése, señora —intervino Rafael, confundido—. El problema es que nosotros no tenemos cómo pagar el seminario, ésa es la cuestión…

—Yo lo pagaré —interrumpió Isilda, cuya voz se impuso a la del anfitrión—. Es una promesa que le he hecho a nuestra Señora: ayudar a un joven sin medios a ir al seminario. He elegido a Afonso, me parece un buen muchacho, atinado y respetuoso. Además, seguramente no se opondrá al cumplimiento de una promesa a nuestra Señora, ¿no?

—No, no —se adelantó Mariana, preocupada porque ella y su marido pudieran estar ofendiendo a la madre de Jesús, ambos eran temerosos de Dios y no querían conflictos con el Todopoderoso—. Válgame Dios, señora, eso no. Nunca.

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