La amante francesa (11 page)

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Authors: José Rodrigues dos Santos

Tags: #Bélica, Romántica

BOOK: La amante francesa
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—Pero ¿cuál es la respuesta para este problema?

—No lo sé, tendría que consultarlo con Dios —dijo con una sonrisa el profesor—. Yo diría que tal vez exista una manera de conciliar los dos puntos de vista. Unos seguramente tienen razón cuando sostienen que hay que practicar el bien para merecer un lugar en el Cielo. Pero san Pablo preconiza otra verdad, la de que la bondad de Dios es ilimitada,
mirabile dictu
, y eso significa que todos pueden ser perdonados, aun los que sólo han hecho el mal. Admito que hay aquí una contradicción, pero, a falta de mejor respuesta, yo diría que,
hic et nunc
, los caminos del Señor son insondables.

Afonso no se quedó satisfecho porque el padre Nunes no daba una respuesta clara a su duda, pero entendió que el profesor realmente no la tenía. Eso no le impidió cuestionar algunos aspectos del problema, como venía siendo habitual en él.

—Pero ¿cómo es posible que las cosas estén decididas aun antes de haber ocurrido?

—Todo está predestinado.

—Entonces, si está predestinado, no existe el libre albedrío. ¿O sea que el mal como opción no corresponde al hombre sino a Dios?

El padre Nunes suspiró. Qué alumno difícil, pensó, acentuándose la curva de su espalda a medida que se armaba de valor para afrontar ese nuevo problema.

—San Agustín responde a esa duda tuya —dijo, marcando aún más las sibilantes—. Imagina que el tiempo es como el espacio. Cuando viajamos, vamos de un punto al otro. Yo estoy en Braga y voy a Viana do Castelo. Evidentemente, desde Braga no veo Viana, pero Viana está. Si subo al cielo en uno de esos aeroplanos o dirigibles de los que hablan ahora los periódicos, desde arriba podré ver las dos ciudades al mismo tiempo, Braga de un lado y Viana del otro. Mutatis mutandis, con el tiempo ocurre lo mismo. Viajo del pasado al futuro. Desde el punto en que me encuentro no consigo ver el futuro, aunque exista. Pero Dios está arriba e, ipso facto, ve los dos puntos al mismo tiempo, el pasado y el futuro. ¿Has entendido?

—Sí —afirmó Afonso, vacilante—. Pero ¿en qué responde eso a mi pregunta?

—Con este ejemplo, adaptado de san Agustín, te he explicado la predestinación —repuso el profesor con una sonrisa triunfal—. No fue Dios quien hizo las acciones humanas que van a suceder en el futuro, sino el hombre. La ventaja de Dios es que Él está arriba, viendo simultáneamente el pasado y el futuro, y logra percibir lo que el hombre hará antes incluso de que lo haya hecho.
Ab initio
, Dios ha visto en el pasado las elecciones que haremos libremente un día en el futuro, por lo que no necesita esperar al futuro para enunciar su
veredictum
, para decidir a quién salvará.

—Por tanto —concluyó el alumno—, el futuro ya está determinado.

—Así es.

—Pero, a pesar de eso, tenemos libre albedrío.

—Estoy de acuerdo en que, grosso modo, parece una contradicción —admitió el padre Nunes, esforzándose por ocultar su confusión—. No obstante, así es. El futuro está determinado desde que se creó el mundo, pero el hombre mantiene el libre arbitrio.

—No entiendo —comentó Afonso—. Sólo puedo tener libre arbitrio si puedo cambiar el futuro, si soy dueño de mis acciones. Ahora bien: si el futuro ya está determinado, eso significa que no puedo alterarlo. Si no puedo alterarlo, mi voluntad no es libre, sólo lo parece.

—No es exactamente así —se desesperó el profesor—. Somos nosotros quienes hacemos el futuro.
Nihil obstat
. Dios se limita a tomar conocimiento anticipado de nuestras acciones.

Afonso no quedó convencido y volvió a los libros. Consultó la biblioteca del seminario y consiguió incluso autorización para ir a la Biblioteca Pública, al lado de la iglesia de los Congregados, junto al Jardín Público. Días después, al comienzo de la clase del padre Nunes, levantó la mano.

—¿Qué quieres decir, Afonso?

—He encontrado una respuesta, padre, para el problema de libre albedrío.

—¿El libre albedrío? ¿De qué estás hablando?

—¿Se acuerda de que en la última clase hablamos sobre la predestinación y de que usted dijo que el hecho de que Dios tenga un conocimiento anticipado de nuestras acciones no nos quita la libertad de decidir por nosotros mismos?

—Sí, a propósito de san Agustín.

—Pues he descubierto que Spinoza no coincide con san Agustín.

El padre Nunes desorbitó los ojos.

—¿Spinoza?

—Sí, padre —dijo Afonso con entusiasmo, hojeando el cuaderno donde había tomado sus notas—. Spinoza ha dicho que nuestra convicción de ser agentes libres no pasa de ser una ilusión basada en el hecho de que nunca somos conscientes de las verdaderas causas de nuestros actos. —Afonso alzó los ojos del cuaderno y miró al profesor con expresión de victoria—. Es decir, no somos libres; pensamos que somos libres.

—Es verdad que Spinoza ha escrito eso —admitió el sacerdote con un suspiro—, pero si lees bien a Spinoza, verás que también ha dicho que tenemos la libertad de tomar conciencia de las causas de nuestros actos. Nos hacemos libres cuando comprendemos las cosas.

—Ello no impide que se mantenga el problema inicial, el de que el libre albedrío es una ilusión.

—Es lo que dice Spinoza —asintió el maestro—, pero déjame advertirte, Afonso, de que Spinoza no era católico. Era judío e, incluso siendo judío, fue excomulgado por sus ideas heréticas. Por tanto, tienes que leerlo
quantum satis
. Si yo tuviese que elegir entre Spinoza y san Agustín, no tendría dudas de darle la razón a san Agustín.

Los debates teológicos y filosóficos fascinaban y estimulaban a Afonso, por lo que no debía sorprender que Teología Dogmática fuese la disciplina favorita del joven. En las clases del padre Francisco Nunes, comprendió algo en lo que nunca había pensado, la idea de que los textos divinos fueron escritos por hombres y sólo eran interpretaciones imperfectas de la voluntad de Dios. La comprensión de que los textos sagrados podían ser falibles y abiertos a diferentes lecturas lo dejó horrorizado, ésa era una idea monstruosa, significaba que los autores de los textos podían haberse equivocado y estar difundiendo principios que no emanaban de Dios. Comenzó a leer la Biblia con redoblada atención, intentando discernir lo que era realmente la palabra del señor de lo que sólo era interpretación subjetiva del autor del texto, pero pronto entendió que ésa era una tarea imposible, la propia traducción se revelaba, por sí misma, como una interpretación. Según las traducciones, el texto cambiaba sutilmente.

A pesar de estas dudas, Afonso se había convertido en un muchacho devoto y aplicado, inmensamente interesado por el mundo. A medida que avanzaba de las cuestiones más simples e ingenuas a los problemas teológicos y filosóficos más complejos y elaborados, crecía su admiración por los conocimientos del padre Nunes. Cierta vez, al final de una clase, entabló la única conversación que tuvo con él dedicada a materias no exclusivamente religiosas en una lección de Teología Dogmática, al interrogar al maestro sobre dónde había adquirido su saber.

—He estado en Roma, hijo —respondió sonriente el sacerdote, divertido ante la pregunta, mientras ordenaba los papeles para marcharse—. Frecuenté la biblioteca del Vaticano. Fue allí donde tuve mi
fiat lux
.

—¿Aprendió todo allí?

—No todo. Hubo cosas que aprendí cuando estudié en Alemania.

—Pero ¿ése no es un país protestante?

—En efecto —asintió el padre Nunes, alzando los ojos de los papeles—. Pero es muy bueno en filosofía.

—¿Y los filósofos alemanes creen en Dios?

—Algunos sí, otros no.

—¿Cuáles son los que no creen?

—No lo sé, hay varios.

—Pero ¿cuáles?

—Pues Schopenhauer, Fichte…

—¿Ésos no creen en Dios?

—No.

—Entonces, ¿para ellos quién creó el mundo?

El padre Francisco Nunes miró fijamente a Afonso, suspiró y se sentó pesadamente en la silla.

—Schopenhauer fue el primer filósofo explícitamente ateo —explicó el maestro, ya resignado a la idea de que no saldría inmediatamente de la sala, conociendo como conocía al alumno que tenía enfrente—. Él creía que no fue Dios quien creó al hombre a su imagen, sino que fue el hombre quien creó a Dios a su imagen.
Sic
. Dios no era más que una creación antropomórfica, una proyección del hombre…

—¿A la manera de los griegos?

—¿Qué griegos?

Afonso consultó sus notas.

—Protágoras —exclamó—. Protágoras dijo que el hombre es la medida de todas las cosas.

—Pues sí —asintió el sacerdote con un gesto vago—. Pero hay más. Schopenhauer rechazó la propia idea de alma, diciendo que todo el conocimiento está en el cerebro, no en el espíritu.

Consideraba que el mundo no tiene significado, no tiene propósito, existe por sí mismo,
et caetera
. O sea que el mundo no tiene sentido, somos nosotros quienes se lo atribuimos, nosotros le inventamos un sentido para reconfortarnos.

—¿Y usted cree en eso?

—Qué va, Afonso, claro que no. Si creyese en eso, no sería sacerdote, válgame Dios.

—¿No hay nada que considere verdadero de lo que él ha dicho?

—Bien, eso es otra cosa. Mira, Schopenhauer veía el mundo como algo cruel, un lugar de sufrimiento en el que es preciso matar para vivir. Por ejemplo, en todo momento los animales están matando a otros animales, hay millares y millares de muertes por segundo en todo el mundo.
Vae victis
. Para que un solo animal carnívoro viva durante un año, tendrá que morir un centenar de animales para alimentar a ese único sobreviviente. Y para que un solo animal herbívoro viva durante ese mismo año, tienen que morir muchos vegetales para darle de comer. Por otro lado, las propias plantas viven a costa de la putrefacción de la carne de los animales y de los restos de las otras plantas. O sea que la vida se alimenta de mucha muerte.
Dura lex sed lex
. Schopenhauer opinaba que el mundo de los hombres obedece a la misma ley, los seres humanos viven una vida de sufrimiento en que los hombres son esclavos de sus necesidades y deseos. Es una vida hecha de violencia, de frustraciones, de dolor, de enfermedades, de miedo, de esclavitud, de lucha, de victorias efímeras y derrotas permanentes, es un proceso de pérdidas constantes y sucesivas, y lo peor es que todo eso siempre acaba mal, la vida termina invariablemente con la pérdida final, la muerte; en nuestra existencia no hay finales felices.

—Resulta aterrador.

—Es deprimente.

—¿Considera todo eso verdadero?

—En cierto modo —dijo el maestro—. Vivir es sufrir. Y lo más curioso es que, a pesar de ser un constante sufrimiento, nos aferramos a la vida con todas nuestras fuerzas, como si fuese el mayor tesoro, la cosa más preciosa. Pero la vida está siempre in artículo mortis. Ella nos rehuye, se nos escapa como agua entre los dedos, morimos en cada respiración, a cada palabra, en cada mirada, momento a momento se acorta la distancia que nos separa de nuestro final, nacemos y ya estamos condenados a la muerte. La vida es breve, no es más que un instante fugaz, un brillo efímero en las tinieblas de la eternidad.

—¿Le parece?

—Aún no tienes noción de ello, Afonso, eres muy joven. —El maestro sonrió con tristeza—. Cuando somos jóvenes, todo parece lento, pausado, casi eterno. Pero ten en cuenta que ello va cambiando con la edad. Parece que fue ayer cuando tenía quince años, y ahora, casi
pari passu
, ya estoy llegando a los cuarenta. Parece que la vida se va acelerando, los años ganando velocidad, y eso me asusta. Repara en don Crisóstomo, que tiene sesenta. Sesenta años aún es una edad de trabajo, de actividad. Pero, si nos fijamos bien, dentro de diez años, probablemente, ya no estará vivo. Diez años, hijo mío, no es nada. Diez años es un mero soplo en el polvo del tiempo.

Afonso no se inmutó, para él diez años eran mucho tiempo, eran dos tercios de su existencia, eran un día lejano que se perdía en la eternidad del futuro. Creía que la vida era larga, tenía aún mucho camino por delante y aquella conversación le parecía incongruente. Su preocupación era comprender la vida para conquistarla, no para que ella lo derrotase…

—Si los filósofos ateos no le encuentran sentido a la vida, ¿para qué viven entonces?

—Buena pregunta. —El padre Nunes se rio, sintiéndose cómodo en ese terreno—. El problema de Schopenhauer es justamente que, sin Dios, el mundo se convierte en algo vacío, absurdo, sin razón de ser. Entonces, para sustituir a Dios, esgrime el concepto de arte. Schopenhauer decía que, con el arte, el hombre se libera momentáneamente de la esclavitud del deseo y de la tortura de la existencia, es arrancado de los grilletes del espacio y del tiempo y transportado a una realidad paralela, sublime, celestial. Lo que nos lleva, mi apreciado Afonso, a concluir que Dios es un artista.

—O a que el arte es divino.

—O a que el arte es divino —coincidió el sacerdote con una carcajada.

Afonso lo miró con intensidad y vaciló un momento, pero se decidió y, pesando las palabras, formuló la pregunta que más lo atormentaba en aquel diálogo.

—¿Será posible, padre, que hayamos inventado a Dios para darle sentido al mundo?

La amplia sonrisa del padre Nunes se deshizo y suspiró, interrogándose adonde iba a buscar aquel chico ideas tan próximas a la herejía.

—Ésa es la pregunta más terrible de todas —declaró pesadamente—. Tal vez por ello no debería ser una
vexata quaestio
. En vez de hablar ex cáthedra sobre este asunto, debemos tener fe y creer que Dios existe independientemente de nuestra voluntad, la creencia en su existencia no depende de la lógica ni de la prueba científica, depende únicamente de nuestra fe. Pero, si me pidieran un raciocinio lógico, yo respondería con otra pregunta: ¿nos resultaría posible estar aquí si no fuese por la voluntad de alguien?

—Pero ¿se puede probar que Dios existe?

—Probar, probar, yo no diría, por lo menos no según los llamados criterios científicos de los que tanto se habla ahora —repuso—. Hubo un filósofo escocés, Hume, que sostuvo que la existencia de Dios es una cuestión de hecho, o Él existe o no existe. Según Hume, las cuestiones de hecho sólo pueden resolverse a través de la observación. Fíjate en que Hume era un empirista, creía en la observación. Pero, como es evidente, nosotros no conseguimos observar a Dios, su existencia no es demostrable
in vitro
, lo que no significa, digo yo, que Él no exista. En realidad, buscar pruebas no es otra cosa que
lana caprina
. Nunca he visto Bragança, pero sé que Bragança existe. Hume comprobó que las pruebas de la existencia de Dios no son directas, sino resultados de una inferencia.
Verbi gratia
, el orden existente en el universo indica que el universo fue organizado por una inteligencia superior. Ése es un indicio, pero no, lo admito, una prueba final. Si quieres, tal vez haya sido Descartes quien presentó el mejor indicio de la existencia de Dios. Descartes expuso ese indicio de un modo lógico, llamando la atención sobre el hecho de que el hombre es imperfecto pero tiene en la mente el concepto de un ser perfecto. Claro que, como nadie es capaz de imaginar algo mayor que sí mismo sólo basado en sus recursos, se deduce que ese concepto emana de la realidad. Si soy incapaz de imaginar por mí mismo un ser perfecto, y sin embargo lo imagino, sólo puede ser porque ese ser perfecto efectivamente existe.

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