La amante francesa (14 page)

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Authors: José Rodrigues dos Santos

Tags: #Bélica, Romántica

BOOK: La amante francesa
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Un joven muy delgado, que Agnès sabía que era oriundo de Burdeos, levantó tímidamente la mano y el profesor le hizo una seña para que hablase.

—¿Morgagni?

—Ése vino después —respondió el profesor Bridoux, blandiendo el bisturí—. El médico que fue más allá de Galeno, llegando incluso a cuestionar sus conclusiones, fue el belga Andreas Vesalius. Vesalius era conocido como «el Loco», fíjense, y tenía esa triste fama simplemente por poseer la pasión por el conocimiento. Comenzó disecando muchos animales y pasó después a los cadáveres de las personas ejecutadas en Bruselas. Llegó incluso a hacer autopsias en público, algo nunca visto hasta entonces. Expuso sus descubrimientos en
Tabulae anatomicae sex
y, sobre todo, en
De humani corporis fabrica libri septem
, el trabajo más fundamental de desarrollo de la anatomía, disponible en la biblioteca de la facultad para quienes deseen ejercitar su latín. —Alzó la mano derecha, en un tono dramático—. Pero,
hélas
!, nadie es profeta en su tierra. Vesalius fue tan hostigado por sus colegas por haber cuestionado a Galeno, por haber desafiado algunas de las viejas enseñanzas, que se vio obligado a emigrar a España, donde se convirtió en médico de la corte. —Bridoux miró al alumno delgaducho que había hablado hacía un momento—. Del mero estudio de la anatomía, las autopsias pasaron en el siglo XVII al estudio de la causa de la muerte de las personas como forma de ayudar a los vivos. Apareció entonces un nuevo científico. ¿Quién?

—Morgagni —sonrió el estudiante, ruborizándose y sintiéndose lisonjeado por la cortesía del profesor.

Bridoux abrió los brazos.


Voilà
. Giovanni Battista Morgagni —dijo, pronunciando el nombre con un afectado acento italiano—. Fíjense: la palabra «patología» también viene del griego. Es la unión de
pathos
, sufrimiento, y
logos
, enseñanza.
Pathos logos
. Patología. La enseñanza del sufrimiento. Después de los trabajos pioneros de Galeno de Pérgamo, fue el médico italiano Giovanni Morgagni, de Padua, quien estableció los modernos fundamentos del estudio de las patologías. Morgagni realizó casi setecientas autopsias y publicó sus conclusiones en una obra en cinco volúmenes:
De sedibus et causis morborum
. Estableció allí los vínculos entre los síntomas clínicos y los resultados de las autopsias. Morgagni intentó así demostrar que era posible descubrir post mórtem las causas de la muerte de una persona, estableciendo correlaciones entre las enfermedades y las alteraciones encontradas en los órganos disecados. —Hizo una pausa—. ¿Alguna duda?

Nadie dijo una palabra.

—Muy bien —exclamó Bridoux, satisfecho—. Veo que ya lo saben todo. —Acercó el bisturí al abdomen del cadáver—. Señores, ha llegado la hora de revelarles la vida a través del estudio de los muertos —anunció con solemnidad, miró el cuerpo desnudo y alteró el tono de voz, dos notas más abajo, como si añadiese un aparte—. Sé que están un poco nerviosos, siempre ocurre eso la primera vez, pero imaginen que estamos en la carnicería y esto es sólo un pedazo de carne. Además, no hace falta imaginarlo. Esto es realmente un pedazo de carne.

El profesor Bridoux cortó la piel del hombre muerto y Agnès mantuvo con gran esfuerzo la mirada fija en la acción, horrorizada y fascinada, quería cerrar los ojos y ver, huir y quedarse. Se sorprendió por observar tan poca sangre en toda la autopsia, se sentía perpleja por la falta de dignidad de aquel cuerpo, una marioneta rota y tumbada en la mesa, una masa inerte y despojada, pero, paradójicamente, la muchacha se fue calmando a medida que el cadáver se transformaba: progresivamente se veía menos al hombre y más un montón de carne, era una visión que asustaba y a la vez serenaba. Parecía realmente que estaban en la carnicería, la carne humana, tajada y cortada, no se diferenciaba en nada de la carne de vaca.

Después de esa primera clase de Anatomía, Agnès fue a despejarse a la Place de l'Opéra. Se sentó en el café de la Paix y pidió una infusión. El
garçon
le trajo la taza y la tetera llena, Agnès preguntó cuánto era y cogió el bolso para sacar el dinero. Lo abrió y vio algo extraño junto al monedero. Palpó y sintió que el tacto era suave. Cogió el insólito objeto, lo sacó del bolso y, horrorizado, el
garçon
, lívido y mirándola, comprobó que era una oreja cortada. Se incorporó sin decir palabra y abandonó el café ante la mirada boquiabierta del camarero, estaba furiosa con sus compañeros, le habría gustado saber quién había sido el gracioso, esas bromas no se hacen.

Agnès soportaba a duras penas las pavorosas clases de Anatomía, con sus repugnantes disecciones de cadáveres esqueléticos y aquel permanente olor a formol, pero la parte científica compensaba ampliamente estos macabros inconvenientes, y así continuaba entusiasmada con la medicina. Los últimos treinta años habían sido ricos en importantes descubrimientos: Pasteur había revelado el papel de las bacterias en la proliferación de las enfermedades y había desarrollado vacunas para prevenirlas; Ivanowsky y Beijerinck habían descubierto los virus; Starling y Bayliss habían detectado la función de las hormonas; Eijkman y Hopkins habían determinado la importancia de las vitaminas; Bateson había comprendido el funcionamiento de la herencia establecida por las leyes de Mendel.

Sin embargo, lo que más la intrigó fue el trabajo de Freud, que pocos años antes había revelado el extraño mundo del subconsciente, de la sexualidad, de los sueños y del psicoanálisis. Agnès oyó por primera vez hablar de Freud durante una conferencia del profesor Maillet en un simposio médico sobre enfermedades de la mente. Maillet era un discípulo del célebre neurólogo Jean Charcot. En la pausa para el café, la joven estudiante se armó de valor y fue a hablar con el conferenciante.

—Profesor Maillet —dijo Agnès—, disculpe que lo moleste, pero he estado escuchándolo y me pareció curiosa su referencia a aquel médico austriaco que usa la hipnosis para curar a los locos. ¿Funciona ese método realmente?

Maillet la miró con expresión altiva. Al darse cuenta, sin embargo, de que la mujer que lo interpelaba era joven, bonita por añadidura, se volvió inmediatamente solícito.

—Claro, estimada
mademoiselle
.

—Pero ¿cómo llegaron a descubrirlo?

—Oh, no fue fácil, se lo aseguro. Usted sabe que las enfermedades de la mente siempre han sido un misterio para la medicina. Los enfermos adoptaban comportamientos extraños y no sabíamos qué hacer con ellos. ¿Cómo podríamos diagnosticarles un mal y curarlos si tenían el cuerpo perfectamente sano? Era un verdadero misterio.

—Fue entonces cuando apareció el austriaco…

—Bien, ya había estudios sobre psicología, y la neuroanatomía constituyó un paso importante para darnos cuenta de lo que pasa en nuestras cabecitas —dijo, golpeándose la frente con el índice—. Pero no hay ninguna duda de que el doctor Freud nos prestó una gran ayuda. Vino a París y se encontró con el doctor Charcot, que fue mi maestro y tutor. El doctor Freud se sentía muy frustrado porque no lograba tratar los miedos, las neurosis y las obsesiones de sus pacientes usando los conocimientos y los instrumentos habituales de la medicina. El doctor Charcot lo ayudó a estudiar los síntomas de la histeria. El doctor Freud se matriculó en el curso del doctor Charcot, aquí en París, y aprendió la técnica de la hipnosis, que profundizó en Nancy con el doctor Bernheim.

—Eso es lo que me deja perpleja, profesor Maillet —interrumpió Agnès—. Realmente, ¿la hipnosis funciona?

—Claro que funciona.

—Pero eso parece cosa de brujería o número de circo.

—Por el contrario, estimada
mademoiselle
, es un método perfectamente legítimo para explorar los males de la mente. Además, es muy usado en Francia y el doctor Freud ha comprobado su eficacia. Usando la sugestión y la hipnosis, nuestro amigo austriaco intenta traer a la superficie las experiencias traumáticas que la mente reprime. Fíjese en que el doctor Freud cree que esos traumas son una especie de pecado original, son la fuente de muchas enfermedades que no tienen origen orgánico. Lo que hacía era usar la hipnosis para revelar los traumas y trabajar la mente en el subconsciente de los enfermos.

—¿Lo hacía?

—Sí, parece que ya ha abandonado el método de la hipnosis.

—¿Y por qué, si es tan eficaz?

—Oh, eso no lo sé, tendrá que preguntárselo a él.

Cuando Agnès se retiró, fue directa a una de las librerías de Saint Germain-des-Prés y preguntó por Freud. El empleado le extendió un ejemplar de
Le rêve et son interpretation
, que Agnès se llevó a su casa. La joven no descansó hasta acabar el libro, y entendió entonces por qué motivo Sigmund Freud había abandonado la hipnosis. Había descubierto un método mejor.

En el curso siguiente, y en las pausas de sus recorridos por las mentes y cuerpos humanos, Agnès descubrió su propio cuerpo. O, mejor dicho, descubrió que era vanidosa. Hasta los veinte años la vestía su madre, y siempre con tal primor que la joven se habituó a estar bien arreglada sin que tuviese que hacer nada para ello. Pero Michelle no se encontraba en París, una ciudad donde, para agravar las cosas, se exigía que las mujeres siguiesen las novedades de la moda, o no sería aquélla la capital mundial del estilo. Agnès entendió que tendría que ocuparse de sí misma y guardó parte del dinero de la mesada para comprar telas con las que confeccionaba vestidos copiados de
Vogue
. Cuando llegó de Lille, usaba una prenda para ceñirse el cuerpo bajo sus mejores ropas. Este accesorio con ballenas metálicas,
corset
para los franceses, le estrechaba violentamente la cintura y le erguía los senos, delineando una silueta sensual, aunque doliente.

En París se enteró, con alivio, de que los corsés habían caído en desuso. Hacía ya dos años que
Vogue
apuntaba al orientalismo, y la gran novedad de 1911 fue la aparición de pantalones para las mujeres. Los
pantalons
femeninos constituyeron un verdadero escándalo, que los estilistas atenuaron proponiendo que se usasen bajo la falda. Agnès no se atrevió a comprar pantalones al poco tiempo de llegar a París, pero en 1912, cuando inició el segundo curso de la facultad, se armó de valor y copió un atrevido modelo de
Vogue
. Era un vestido oriental, blanco y decorado con cornucopias doradas, la falda estrecha con una raja lateral que revelaba sutilmente unos pantalones anchos, como los de los turcos, que se ajustaban en los tobillos. Ataviada con los modelos copiados de
Vogue
, Agnès se convirtió en una sensación en la facultad y muy pronto comenzaron a lloverle invitaciones masculinas para salir.

La flor se había abierto, revelando a una mujer atrayente, de rasgos finos y elegantes, mirada dulce y sonrisa delicada. No era de una belleza despampanante, de aquellas que hacían volver la cabeza a los hombres cuando veían a la hembra opulenta entrar en un café y la contemplaban con gula, babeándose grotescamente, con el deseo en inminente erupción. Sus atractivos eran más bien otros, más discretos y graciosos. Se hacía necesario mirar bien su rostro para descubrir unos ojos hipnóticos seductores, verdes y penetrantes, a los que se unían las líneas perfectas y los labios carnosos. Se trataba de una de aquellas mujeres que no despertaban una voluptuosidad inmediata y animal, sino una tierna e incurable pasión platónica.

La mayor parte de las invitaciones consistían en ir a comer unos
croissants
al Stohrer, tomar un café en el Tortini o dar un paseo por las Tullerías y por las márgenes del Sena, lo que le valió algunos breves amoríos y varias decepciones sin secuelas.

V

N
o había en Carrachana chico más alto que Afonso. Cuando regresó de Braga, en el verano de 1906, el hijo menor de los Laureano tenía sólo dieciséis años, pero ya era un mocetón. El menú del refectorio del seminario, rico para los padrones habituales en aquel lugar de gente pobre y escasa de recursos, contribuyó en gran medida al desarrollo de su cuerpo, volviéndolo tan alto como su padre. Junto a su extraordinario metro setenta y siete, raro en aquel tiempo, muchas de las personas con las que se cruzaba en la calle parecían unos enanos canijos cuyas cabezas le llegaban hasta el cuello.

En su casa pocas cosas habían cambiado, pero ya había más espacio en la habitación. João se había casado, se fue de la casa de sus padres y se instaló con su mujer en un anexo en Rio Maior. Como había dejado el aserradero, ahora se ganaba la vida como empleado en un almacén de vino. Afonso comenzó a compartir la cama de la habitación de Carrachana con Joaquim, que lo recibió con un agreste mal humor.

—¡Vaya por Dios! ¡Ya vienes tú a sacarme de quicio! —protestó Joaquim con acritud cuando vio a su hermano menor colocar ropa en un cajón que consideraba suyo.

—Oye, Joaquim, te pido mil disculpas, pero ¿dónde quieres que ponga mis cosas?

—¿Te pido mil disculpas? —El hermano se rio con una mueca de desprecio—. ¡No te hagas el fino y déjate de tantos tiquismiquis!

—Vale, pero ¿dónde pongo mis cosas?

—¡Yo qué sé! Mira, ponías debajo de la cama.

—¿Debajo de la cama? Disculpa, pero me resulta imprescindible un cajón.

—¿Me resulta imprescindible? Pero ¿tú sólo vienes aquí con palabras de cinco mil réis, caramba? ¡A ver si hablas como una persona normal! No me apetece tener que dormir con un cura, ¿has oído? —dijo, y le señaló los zapatos—. Fíjate en esos aires que tienes de gran señor, ni descalzo eres ya capaz de andar. ¡Ya te pareces a un maricón!

Joaquim era ya un hombre hecho y muy a disgusto comenzó a compartir la vieja cama de latón con su hermano menor. Los modales pulidos de Afonso estaban en profundo contraste con los hábitos rudos de la casa. Además, Joaquim estaba resentido porque no se le dio la misma oportunidad de educación. Aprendió a leer, es cierto, pero no pasó de la primaria y gastaba ahora su juventud en el aserradero. Por ello veía con resentimiento que su hermano menor disfrutase de oportunidades que nunca se le presentaron y tendría que pasar mucho tiempo para llegar a aceptar a este nuevo Afonso que había invadido, inopinadamente, su habitación.

Una semana después de haberse instalado en Carrachana, Afonso fue a la Casa Pereira a hablar con doña Isilda. Quería agradecerle la ayuda y explicarle por qué razón no había acabado bien la experiencia del seminario, pero también necesitaba trabajar y alimentaba la secreta esperanza de que su protectora lo contratase de nuevo en la tienda. Al entrar en el local, se encontró con Carolina y se sintió turbado.

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