—¿Será verdad lo que dicen de él? —preguntó Afonso, en un susurro, a Mascarenhas, el cadete que aguardaba a su lado y con quien ya había trabado amistad.
—¿Que es impotente?
—No, que es cornudo.
—No lo sé —repuso Mascarenhas con una mueca—. Ya he oído tantas cosas. Impotente, cornudo, fornicador, loco. No sé si es verdad, pero cuando el río suena…
—No hay duda de que es comilón —concluyó el de Rio Maior—. ¿Has visto su tripa?
Afonso y los cadetes se quedaron dos horas en la calle, aguardando con impaciencia el final de la ceremonia solemne que se desarrollaba en el salón noble del primer piso. Alrededor de mediodía, el alboroto volvió al Paço da Rainha, las bandas volvieron a tocar, el Rey reapareció en la acera, se despidió de los oficiales, saludó a damas y doncellas, se metió en el coche, dispensaron a las piezas de artillería de las habituales salvas de rigor y el automóvil arrancó en medio de un pandemónium de cascos de caballo que retumbaron en la plaza, llevándose consigo el ruidoso séquito de la caballería.
Con esa ceremonia comenzó el curso lectivo, Afonso se habituó a la rutina de despertar a las seis de la mañana, ir a tomar un desayuno de café y galletas y asistir a clase. Comenzaba los lunes, a las siete de la mañana, con Esgrima, a la que seguía, a las ocho y media, Teneduría de Libros, y después, a las once, Topografía. A las doce y media era el almuerzo y a la una tocaba la clase de Fortificación Pasajera, en la que aprendía los trabajos de vivaque y campamento, además de las comunicaciones militares y las aplicaciones de la fotografía en la guerra. No eran materias tan estimulantes como sus conversaciones con el padre Nunes en Teología Dogmática, pero Afonso se esforzó por encontrar interés en los nuevos temas que tenía que estudiar. Acabadas las clases, le quedaba el resto de la tarde libre; después de merendar, los cadetes iban al dormitorio donde, a las nueve de la noche, tras una cena rápida y frugal, ya estaba todo el mundo durmiendo.
Las clases del primer año de infantería eran comunes a las de caballería. A lo largo de la semana, de lunes a sábado, los cadetes dedicaban su tiempo a varias disciplinas, como Instrucción de Tiro, Gimnasia, Administración y Contabilidad, Táctica de Infantería y Caballería, Equitación, Balística Elemental y Organización de los Ejércitos. En el curso de tiro había adquirido particular destreza con la Mauser Vergueiro, la carabina con una culata tipo Mauser que había modificado el coronel Vergueiro tres años antes, para adaptarla a los brazos cortos del soldado portugués. Los brazos de Afonso eran, en realidad, largos, pero se revelaba capaz de hacer maravillas con aquella arma. Otra disciplina considerada importante por los oficiales era Higiene Militar, impartida por un médico que sostenía la extraña tesis de que había que bañarse una vez por mes e, incluso, cuando llegaba el calor, una vez por semana. Los cadetes se rieron por la exageración, tanto baño hacía daño a la piel y era poco saludable, pero la risa se transformó en irritación cuando se vieron obligados a someterse periódicamente a una experiencia tan radical.
Las clases y los ejercicios abrían en los cadetes un apetito voraz. El problema es que los platos de los almuerzos se repetían demasiado. Oscilaban entre las asaduras de cerdo con arroz, el bistec con patatas fritas y el bacalao guisado con patatas. Las meriendas se diversificaban más, con pescado cocido, ternera asada, cabeza de cerdo con alubias blancas y verduras, y pescado frito con patatas, enriquecidas por las sopas variadas, como la sopa de arroz con garbanzos, la sopa de alubias blancas y la sopa de fideos, además de las ensaladas de brócolis o de judías verdes y el pan. La cena se limitaba a té y pan con mantequilla para confortar el estómago durante la noche.
Los domingos eran días libres. Afonso iba primero a la capilla de la escuela, a la misa dominical, y por la tarde se procuraba otras distracciones. A veces visitaba el animatógrafo del Rossio o el Chiado Terrasse para ver una película, se exhibían entonces en las pantallas lisboetas las películas de Méliès y las producciones Pathé, aunque las principales atracciones eran las deslumbrantes representaciones de Max Linder. Otras veces iba a la Rua da Palma a ver las comedias que daban en el Theatro do Príncipe Real o se dirigía a la Rua Nova da Trindade para divertirse con los festivales de carcajadas en el Theatro do Gymnasio o en el Theatro da Trindade. Pasaba las noches con sus amigos en los cafés-concierto de la cervecería Jansen, en la Rya do Alecrim, y si no iba a la Avenida da Liberdade a ver a los nobles con puro y chistera entrando en el Gran Casino de París para dilapidar varios miles de reales. Cuando deseaba otro tipo de emociones, cogía un
tramway
hasta Sete Rios y seguía en el mismo medio de transporte por Benfica para ir a vagar por la Quinta das Laranjeiras, donde por cien réis se deleitaba con las sensaciones que producía la visión de las fieras expuestas en el jardín zoológico.
Por lo común, sin embargo, prefería ir a presenciar los partidos del Grupo Sport Lisboa. El campeonato comenzó ese otoño y los partidos eran muy disputados, con el equipo rojo y blanco midiendo fuerzas con el siempre poderoso Carcavellos Club, además del Lisbon Cricket, el CIF, el Cruz Negra y el recién inscrito Sporting Club de Portugal. En las charlas con los empleados del laboratorio Franco, Afonso captó un gran resentimiento de los jugadores del Sport Lisboa contra el Sporting Club, una antipatía que tenía origen en una operación de seducción efectuada recientemente por el nuevo
club
a los mejores
players
rojos. Al contrario del Grupo Sport Lisboa, un
club
de Belém en el que los jugadores andaban con el vestuario a cuestas y se lavaban en la calle, el Sporting Club contaba con el apoyo de gente adinerada, incluido el acomodado vizconde de Alvalade, que construyó un moderno campo con vestuarios y duchas en la antigua Quinta das Mouras, instalación de lujo que sólo existía en los
stadiums
ingleses. Cansados de las malas condiciones en que jugaban y se entrenaban, los grandes
players
del Sport Lisboa, tal vez los mejores del país, aceptaron una invitación para ir al Sporting Club. Eran, en total, ocho
players
, incluidos dos de los hermanos Catatau, y esta sangría de talento casi acabó con el Sport Lisboa. Con una enorme dificultad, el
club
del águila se inscribió en el segundo Campeonato de Lisboa, en un momento en que todos lo daban como liquidado.
El
football
fue entrando gradualmente en la vida de los cadetes, que se entusiasmaban con todo lo que implicase juego. El ambiente entre ellos era divertido, animado por otros juegos que, a veces, rozaban una puerilidad tremenda. Por la noche, Afonso se quedaba viendo a sus compañeros disputando el llamado «campeonato de pedos», por el que competían entre carcajadas en el concurso de la aerofagia más ruidosa o, como alternativa, cuando servían alubias en la merienda, de la más hedionda. Antes de liberar una explosión de gas intestinal, algunos imitaban la voz de los instructores de artillería y gritaban: «¡fuego a la pieza!», y a ello le seguía la inevitable descarga aerofágica. En este juego, Afonso nunca participó, su educación en el seminario continuaba presente en estos detalles, lo que le valió el apodo de «Aplomadito».
—¡Oye, Aplomadito! —lo llamaban a veces—. ¿Has visto que eres el único tipo que está aquí y no se tira pedos ni dice tacos, caray?
Aunque no participase en estos juegos, seguía las competiciones con mucha atención, y deprisa se dio cuenta de que todo servía para que los cadetes rivalizasen entre sí. Comparaban el ruido de los eructos y hasta el tamaño de los penes, pero en este caso los más débiles pronto aprendieron a refrenar la lengua porque no convenía competir con los cadetes más corpulentos, los chicarrones no siempre eran los más aventajados y se mostraban hipersensibles cuando alguien menos discreto les llamaba la atención sobre ese pequeño detalle, sobre todo si se los comparaba con algunos canijos que se revelaban mejor dotados.
Un tema permanente de conversación eran «las chicas». El ambiente del cuartel era íntegramente masculino y, por lo común, las salidas del domingo estaban destinadas sobre todo a ir a mirar a las muchachas. Algunos cadetes se escaqueaban de la misa en la capilla de la escuela y preferían visitar las iglesias civiles. Su único propósito era, claro, ir a ver a las mozas, a quienes les hacían discretas señales durante la liturgia. Varias muchachas se quedaban encantadas con los uniformes y accedían a dar un paseo con los cadetes después de obtener la debida autorización de sus padres, algunos de los cuales, pobres ingenuos, creían sinceramente que aquellos vistosos uniformes eran, por sí solos, garantía suficiente de que quien los llevaba sólo podía ser un verdadero caballero.
Como es natural, Afonso formó su grupo de amigos, entre los que se destacaba Cesário Trindade, un lisboeta desgarbado, hijo de un general jubilado anticipadamente debido a sus ideas republicanas. Trindade se volvió famoso por haber soltado de un estornudo una virulenta carga verdusca de secreción nasal sobre el profesor de Balística Elemental. Los cadetes hicieron chacota del incidente, considerando aquel estornudo una verdadera lección elemental de Balística; desde ese momento, Trindade comenzó a ser conocido como «el Mocoso».
Lo que acercó a los dos chavales fue el placer intelectual; ambos eran los únicos cadetes apasionados por la filosofía. Sin embargo, el Mocoso era un radical, defendía ideas que chocaban con los valores que Afonso había adquirido en el seminario.
—Hegel y Nietzsche son mis filósofos favoritos —anunció Trindade cierto día, mientras ambos disfrutaban en el patio del sol del otoño.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué?
—Porque no confunden realidad con deseo y son los únicos cuyas enseñanzas resultan útiles para nuestra carrera militar.
—¿Ah, sí? —se sorprendió Afonso—. ¿Utiles en qué sentido?
—Vaya, hombre, ¿no los has leído?
—Leer, los he leído, pero no todo, ¿sabes? Como si fuesen los únicos…
—Mira, Hegel comprobó que la guerra nos ayuda a comprender que las cosas triviales, como los bienes materiales y la vida de las personas, valen poco. Escribió que, a través de la guerra, se preserva la salud de los pueblos. Fascinante, ¿no?
—¿Estás loco? La guerra va contra las enseñanzas divinas, contra uno de los principales mandamientos, no matarás. ¿Qué tiene eso de fascinante?
—Oye, Aplomadito, ¿te estás quedando conmigo o qué? ¿Qué enseñanzas divinas? ¿A qué enseñanzas obedecieron las Cruzadas?
—Dios ha dicho: ¡no matarás!
—¡Arre! Hasta te pareces a un curita hablando en la catequesis. La guerra, para que sepas, es el principal catalizador de la disciplina humana. Platón y Aristóteles, por ejemplo, se hartaban de elogiar a Esparta, admiraban su austeridad, la rigurosa disciplina y aquella cultura de combate al egoísmo. ¿Y de dónde crees que vinieron esos valores, eh? De la permanente prontitud de los espartanos para la guerra, claro. La guerra, lo quieras o no, tiene efectos benéficos para quien se implica en ella, los valores marciales pueden ser positivos para la sociedad…
—Y pueden destruirla —interrumpió Afonso—. Déjate de tonterías, Mocoso. Aunque Hegel haya enumerado algunas ventajas de la guerra, nunca hizo una apología, nunca dijo que fuera bueno estar en guerra.
—Disculpa, pero eso está implícito en lo que escribió. Léelo. Además, el propio Moltke criticó la paz, denunciando sus falsas virtudes.
—¿Moltke? Oye, mira, nunca he oído hablar de ese tipo. ¿Es un discípulo de Hegel?
Trindade se rio.
—Vaya, Aplomadito, ¿así que no sabes quién es Moltke? —Meneó la cabeza—. No me sorprende, pues, que digas semejantes disparates. Puedes tener mucha cultura filosófica, no lo discuto, pero tu bagaje de historia militar, disculpa que te lo diga, deja mucho que desear. Moltke, amigo, fue el general prusiano que invadió Francia en 1870. Un gran general, si te interesa mi opinión.
—Pues te repito que es la primera vez que oigo hablar de ese individuo.
—Ya me he dado cuenta. Moltke no era un tipo de medias tintas, decía lo que muchos pensaban pero no se atrevían a expresar. Denunció la paz, sí, diciendo que la paz duradera es sólo un sueño, para colmo un sueño desagradable. Fue él quien destacó una evidencia de la que nadie quiere hablar, la de que la guerra es una parte necesaria del orden de Dios.
—¿Y tú, Mocoso, crees en eso?
—¿Y cómo no iba a creer? Fíjate en la historia, Afonso, fíjate en nuestro pasado. ¿Qué ves? Guerras, siempre guerras. Eso sólo puede significar una cosa, que las guerras forman parte de nuestra humanidad, de nuestra naturaleza, son un mal necesario y van a existir siempre. Moltke y Hegel tienen razón, créeme.
—Podría citarte otros autores que dicen exactamente lo contrario.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, el general Fortunato José Barreiros —respondió Afonso, que se refería a un antiguo comandante de la Escuela del Ejército, autor del
Ensaio sobre os principios geraes da Strategia e de grande Tactica
—. Él considera la guerra el mayor flagelo que puede sufrir una nación, por lo que es conveniente abreviarla lo más posible.
—Barreiros está superado.
—Están también Voltaire y Adam Smith, quienes dicen que la guerra es el resultado de leyes equivocadas, falsas percepciones e intereses ocultos.
—Líricos.
Afonso suspiró, resignado.
—Mira, Mocoso, sólo espero que no haya ninguna guerra que te haga tragar todas esas ideas tuyas.
—Y yo, Aplomadito, espero que haya una guerra para que veas si tengo razón o no. —Alzó el índice derecho y adoptó un tono profesional, pomposo—. Las guerras hacen a los grandes hombres. Fíjate en el duque de Wellington, fíjate en Napoleón, fíjate en Afonso Henriques. Todos grandes hombres, todos hombres de guerra. Mata a un hombre por dinero y eres un criminal. Mata a mil hombres por una idea y eres un gran genio. Las cosas son así. El propio Nietzsche admitió que el colapso de nuestra civilización es el pequeño precio que hay que pagar para tener a genios como Napoleón. Nietzsche, querido Aplomadito, observó que la infelicidad de las personas insignificantes de nada vale, a no ser en los sentimientos de los poderosos. La crueldad espiritualizada e intensificada es la forma más elevada de cultura.
—Nietzsche es idiota.