La amante francesa (20 page)

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Authors: José Rodrigues dos Santos

Tags: #Bélica, Romántica

BOOK: La amante francesa
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—Oh, muchas cosas, muchas cosas.

—¿Qué? —preguntó sonriente.

—Para empezar, su aspecto.

—¿Qué tiene mi aspecto?

—Es un
je ne sais pas quoi
… No lo sé. Tal vez su apariencia fina, el vestido elegante, muy
façonnable
, sus rasgos delicados…

El
garçon
apareció con la cerveza y la
choucroute
, que colocó sobre la mesita. Serge pidió también una cerveza. Agnès dio un sorbo a la suya y miró a su compañero de mesa.

—Le agradezco el elogio, pero mire que en provincias hay muchas personas como yo, ¿qué se piensa? Se ve enseguida que usted es parisiense, con esas ideas de que sólo en París hay
glamour
y todos los demás son rústicos
provinciaux
.

—Pero da la casualidad de que yo no soy parisiense.

Agnès vaciló, sorprendida.

—¿Ah, no?

—¿Se da cuenta de que nos parecemos? ¿Se da cuenta? Tal como yo, también usted juzga a los demás por su aspecto.

—Vaya novedad, todos lo hacemos. Pero dígame entonces de dónde es.

—Soy de la región más atrasada de Francia, fíjese.

—¿Es de Córcega?

—Bien, soy atrasado pero no hay que exagerar. —Serge se rio—. No, vengo de la Bretaña.

—¿Ah, sí? Y ¿qué está haciendo un bretón en París?

—Lo mismo que usted, supongo. Estoy estudiando.

—¿Y qué estudia?

Serge reviró los ojos y suspiró.

—Estoy terminando Derecho en el Collège de France.

—Quien lo oyese hablar diría que no le gusta la carrera.

—¡Bah!

—¿No le gusta su carrera?

—Nada.

—¿Y por qué sigue?

—Oh, es muy complicado —dijo él con un gesto de fastidio—. En primer lugar, porque vengo de una familia de abogados, el Derecho es una tradición que viene de lejos. Causaría un disgusto en mi casa si no siguiese la carrera. Además, porque lo que a mí me gustaría hacer no alcanza para alimentar a nadie. Por otra parte, no tengo talento para dedicarme a lo que realmente me apasiona.

—¿Y qué le apasiona?

—El arte.

Agnès hizo un gesto de agradable sorpresa.

—Ah, ¿usted es artista? ¿Es músico?

—No. —Serge sonrió—. No soy artista ni músico. Pero me interesa mucho la pintura, me encantaría saber pintar.

—Como Cézanne…

—Sí, Cézanne me gusta, pero ahora hay otros artistas más interesantes, artistas verdaderamente revolucionarios.

—¿Quiénes?

—Picasso, Braque, Derain…

—Nunca he oído hablar de ellos.

—Es natural, sólo son conocidos en el medio e, incluso allí, no siempre por los mejores motivos.

—¿Por qué?

—Porque su pintura rompe con las reglas clásicas. Y cuando se rompe con las reglas clásicas…,
oh la la
… ¡Hay gente que no está de acuerdo!

—¿Y con qué reglas han roto?

—En primer lugar, la perspectiva. —Cogió un lápiz e hizo un dibujo en una hoja—. ¿Lo ve? Cuando dibujamos algo, lo hacemos siempre a partir de un punto. Un poco como en las fotografías, que se sacan desde un punto hasta otro. Nosotros vemos el otro punto por la perspectiva del punto desde donde se ha sacado la foto o se ha hecho la pintura. Eso es la perspectiva. Pero estos nuevos pintores han decidido hacer cuadros desde varias perspectivas simultáneas.

—Eso no es posible.

—No sólo es posible, sino que ellos lo han hecho. Picasso comenzó a pintar objetos con el afán de mostrar sus tres dimensiones, colocando muchas perspectivas en el mismo cuadro. Hace como si fuesen fotografías superpuestas del mismo objeto, en las que vemos el objeto simultáneamente desde varios ángulos, desde varias perspectivas. Eso fue lo que hizo, pero no se quedó ahí. En vez de mostrar los objetos como unidades, los cortó en pedazos y comenzó a pintarlos de forma fragmentada.

—Pero ¿se puede entender así la pintura?

—No se entiende nada —exclamó Serge con una carcajada contagiosa. Abrió los brazos e hizo un gesto amplio con las manos—. El título del cuadro nos da una indicación y nosotros, a partir de ahí, logramos descubrir el objeto, que está sólo insinuado. Pero, si no conocemos el título, resulta un mero conjunto de figuras geométricas indescifrables. Como si el pintor partiese de una imagen concreta y después removiese los rasgos de la realidad, creando una amalgama de formas y colores.

—¿Y el resultado es bonito?

—No sé si es bonito, es una cuestión de gusto, pero tenga en cuenta que la idea es fascinante.

Lo que a Agnès le pareció realmente interesante en Serge fue su conservación, diferente de la de los demás chicos que había conocido. En vez de intentar proyectar una imagen de hombre fuerte, viril y protector, Serge parecía más empeñado en hablar de arte. Tenía alma de artista, mirada soñadora, una forma dulce de hablar y muchos conocimientos del ambiente artístico, gracias sobre todo a sus amistades con la gente de la École des Meaux-Arts. Otra característica era que se mostraba frágil; Agnès se sorprendió al verse atraída por esa cualidad. Descubrió que le gustaban los hombres frágiles, no sabía por qué, pero la vulnerabilidad la conmovía, le despertaba tal vez un tierno sentimiento maternal.

Para el segundo encuentro eligieron Le Procope, supuestamente el más antiguo café del mundo, con fama de haber sido frecuentado por Voltaire y Napoleón. Después de beber dos tazas de chocolate caliente y de ponerse de acuerdo en tratarse de tú, Serge invitó a Agnès a visitar la galería Kahnweiler, donde, según él, estaban revolucionando el mundo de la pintura. Caminaron los dos bajo un paraguas hasta la Rue Vignon y, al dejar atrás la puerta de la galería aquella tarde lluviosa, Agnès entró en el universo del cubismo.

Kahnweiler exponía en ese momento varios trabajos importantes terminados hacía poco, todos de pintores aún poco conocidos: se veían allí
L'oiseau bleu
, de Metzinger;
La femme et l'ombrelle
, de Delaunay; y
Compotier et verre
, de Braque. Pero la sorprendieron sobre todo los tonos naranja y amarillo tostado de
Femme dans un fauteuil
, de Picasso. Se quedó asombrada mirando el desconcertante cuadro, se preguntó incluso si eso sería realmente pintura y vaciló un buen rato antes de opinar, le daba vergüenza parecer una ignorante.

—Esta mujer no tiene rostro —exclamó finalmente, conteniendo apenas la decepción.

Era lo mínimo que podía decir de la grotesca imagen expuesta, se sentía casi defraudada, como un
gourmet
a quien alguien le ha prometido
gratin de queues d'écrevisses
y acaba viéndose obligado a comer caracoles fritos.

—No, no tiene rostro —comentó Serge—. Lo que ocurre es que el rostro está reconstruido, así como el cuerpo. —Señaló un detalle del cuadro—. Fíjate aquí: son los senos, aquí se ven los pezones. En el fondo, la idea es presentar un cuerpo fragmentado donde el todo se reconoce a través de las partes.

—Pero, aparte del sillón, los senos y el periódico, yo veo casi solamente figuras geométricas…

Serge sonrió.

—Ahí está el truco. El pintor ha insertado figuras sintéticas cubistas, las geometrías, en un espacio clásico, tradicional. El efecto es sorprendente, ¿no te parece?

Agnès hizo una mueca resignada.

—Sorprendente es, no me cabe la menor duda. Pero ¿será realmente arte?

—Y del más puro —aseguró Serge con entusiasmo—. Yo sé que, para quien lo ve por primera vez, se produce siempre un choque, estos cuadros violan todas las convenciones, remueven nuestras más profundas convicciones sobre qué es la pintura. Yo mismo, cuando empecé a ver las pinturas cubistas, confieso que no me quedé muy convencido. Pero ¿sabes?, esto es como la cerveza: la rechazamos al principio, pero después no podemos pasar sin ella.

Al anochecer, cuando salieron de la galería, Agnès dejó que Serge apoyase la mano en su hombro, enlazándose ambos debajo del paraguas. Comenzó el noviazgo esa tarde y una semana después, rendida a los encantos de aquella alma de artista, perdió la virginidad.

Se sucedieron los proyectos compartidos a una velocidad asombrosa. Aún no había terminado el invierno y Serge ya la invitaba a cenar en el Pharamond, el famoso restaurante de Les Halles, donde pidieron
boeuf en daube
regado con sidra de Normandía. Después del postre, él le dio las manos y, a la luz de las velas y al son de un violín previamente contratado, le propuso matrimonio.

—Cásate conmigo, dulce princesa.

Al «
oui
» emocionado de Agnès le siguió un brindis con un afrutado Beaujolais Villages que él, cuidadosamente, cató y aprobó.

Pasearon después por el Sena cogidos de la mano, hasta que él la dejó a la puerta de su edificio, en Saint Germain-des-Prés. Cuando entró en el apartamento, a Agnès le llegó desde fuera la voz de su novio. Sorprendida, fue hasta la ventana, miró la calle y lo vio en la acera, junto a la farola, ofreciéndole una desafinada serenata, cantando a todo pulmón
Bébé d'amour
, una adaptación francesa de la canción inglesa
Some of these days
, entonces de moda en París:

Je veux mourir,

o ma déesse!

En ce beau soir

sous ta caresse.

Cuando Serge terminó, Agnès aplaudió y le lanzó un beso desde la ventana.

—Magnífico —le dijo—. Pero ahora vete, anda, vete antes de que te detengan.

La boda se celebró el 3 de junio de 1914 en la Basilique Saint Sauveur, en Dinan, el pueblo natal del novio, en la costa norte de la Bretaña. Era un lugar apacible, con el aire impregnado del olor del Atlántico, esos aromas salados del océano que perfumaban la brisa suave. La familia Chevallier acababa de llegar de Lille, aún aturdida por la rapidez de los acontecimientos.

—Mi pequeña Agnès —murmuró su padre a la entrada de la basílica, dándole el brazo y hablando como si le estuviese ofreciendo la última oportunidad de salvarse—. ¿Estás segura de lo que estás haciendo?

—Absolutamente segura.

Paul Chevallier suspiró y enfrentó el pasillo que tenía por delante, con el altar al fondo y el novio a la espera, ese muchacho, ese extraño a quien entregaría su hija predilecta.

—Muy bien —exclamó finalmente, esforzándose por ocultar el peso que llevaba en el alma—. Adelante.

Como era un día de sol esplendoroso, la fiesta de bodas se organizó en los Jardins Anglais, justo detrás de la basílica, con una vista privilegiada al río Rance y el valle verdeante por donde serpenteaba el vasto curso de agua, donde se destacaban las márgenes como fiordos en aquel plácido mar fluvial.

Serge terminó la carrera de Derecho ese verano, y su mujer, ahora Agnès Marchand, se matriculó en el cuarto curso de Medicina. Sus vidas seguían centradas en París, donde alquilaron un apartamento en la agitada Rue de Tubirgo, en Les Halles.

Él se puso a trabajar en el despacho de abogados de su tío, situado cerca de allí, en la Rue Saint Denis, al lado de la Maison du Sphinx, donde un cartel en la ventana anunciaba una
droguerie, pharmacie, herboristerie
, y a ella no le importó vivir un poco más lejos del Quartier Latin de lo que estaba habituada en su antiguo apartamento de Saint Germain-des-Prés. Claudette ya había terminado la carrera de Historia y había regresado a Lille, donde ocupó una vacante de profesora en un colegio local, y el apartamento quedaba ahora para los otros dos hermanos, llegados mientras tanto a París para proseguir también los estudios.

La vida parecía estabilizarse. La pareja de recién casados planeaba tener hijos cuando, sólo veinticinco días después de la ceremonia de Dinan, un titular en
Le Petit Journal
señaló la novedad que produciría una profunda transformación en sus vidas. La pareja estaba tomando el desayuno y Agnès se puso a hojear el periódico. Sus ojos se fijaron inevitablemente en el fatídico título. La noticia refería la muerte de un archiduque austriaco, en las calles de Sarajevo, asesinado por un serbio.

—¡Qué horror! —comentó antes de pasar la página en busca de titulares más felices. Mordió una tostada y miró por la ventana—. Hoy en día nadie anda seguro por las calles.

Lo que aún no sabía es que aquellos tiros, disparados en una oscura callejuela al otro lado de Europa, pondrían al mundo patas arriba al cabo de menos de un mes.

La guerra entró en la vida de Agnès con la fuerza de un huracán enfurecido. Como consecuencia de una compleja serie de acontecimientos que envolvieron primero a Austria y a Serbia, y después a los aliados respectivos, Francia decretó la movilización general el 1 de agosto. Agnès vio cómo se transfiguraba París ante sus ojos, con una copiosa multitud presa de la fiebre de la guerra saliendo a la calle, llenando las principales arterias con innúmeras banderas francesas, pero también rusas y británicas, y cantando con fervor
La Marseillaise
y marchas patrióticas. Se fijaron pancartas con órdenes de movilización en todas partes, lo que atrajo a grupos alborotados de hombres, mientras se sucedían acalorados gritos de «
Vive la France
!» y los establecimientos con nombres alemanes eran atacados y saqueados, sobre todo las
brasseries
con nombres germánicos.

Serge no se mantuvo indiferente ante la ola de conmoción que invadió a los franceses. Esa misma tarde corrió a un puesto de reclutamiento para alistarse en el Ejército. Llegó por la noche a casa con el pelo cortado al rape y los papeles para presentarse a la mañana siguiente en un cuartel de la
Armée
, mientras fuera se desconectaba la iluminación pública y los reflectores de la Torre Eiffel y de los campos de aeronáutica patrullaban diligentemente el cielo.

—Es mi deber patriótico —explicó Serge esa noche a una Agnès estupefacta—. Además, esto será rápido y estaré en casa antes de que acabe el verano.

Dos días después, el 3 de agosto, Alemania declaró la guerra a Francia. En ese momento, los franceses ya tenían su máquina militar en movimiento. Agnès fue ese mismo día a la Gare du Nord a despedirse de su marido. La estación de trenes estaba sumida en una tremenda confusión, París entera parecía haber ocupado los andenes para saludar a sus valientes. Agnès tuvo una dificultad enorme para abrirse paso entre la compacta masa humana para acercarse al tren destinado al regimiento de Serge. Después de una espera atormentada en medio de un vocerío increíble, vio cómo se abrían las filas y los soldados marchaban disciplinadamente hasta los vagones, los fusiles alzados con la culata al pecho y los cañones apoyados encima del hombro.

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