—Oye, Afonso, vamos a buscar a las chicas de las Travessas.
Primero con vergüenza, después más a gusto, Afonso seguía al Zanahoria y ambos iban al Bairro das Travessas, detrás de la Seo, a visitar a las prostitutas de la Rua de Santo Antonio das Travessas. Aquél era un barrio prohibido, sólo frecuentado por mujeres de mala fama y por hombres que las buscaban. Ninguna mujer honrada se atrevía a poner el pie en aquellos parajes de callejuelas estrechas e intenciones sospechosas, la que fuese encontrada por allí seguramente perdería el honor y se diría que había sido «vista en las Travessas», referencia humillante y vergonzosa que marcaría para siempre a cualquier mujer como ramera, buscona, furcia, e incluso, si los comentarios se volvían verdaderamente crueles, putón. Atormentado por la vieja conciencia de seminarista, mil veces se juró Afonso a sí mismo que no volvería allí nunca más…, y mil veces rompió la promesa.
La rutina sólo se alteró una mañana de 1913, cuando hubo un gran tumulto en la ciudad porque el enorme pino americano se vino abajo: la versión oficial era que el temporal de la noche anterior lo había derribado, pero un camarero del café Vianna le confió a Afonso, con actitud conspirativa y misteriosa, que, en realidad, se trataba de una excusa inventada, pues lo habían cortado. Lo cierto es que el municipio aprovechó para derribar los muros del Jardín Público del Campo de Sant' Anna y abrir una gran avenida desde el punto donde antes se encontraba el pino americano hasta el fondo, en dirección a Sameiro. Con la nueva avenida Central partiendo el jardín por el medio, se abrió un paseo público en ambas aceras de la avenida, y se instaló allí una curiosa segregación social que mucho divertía al joven teniente. Los soldados y la gente con menos recursos subían el paseo por el lado derecho de la gran avenida, y frecuentaban a menudo el café Avenida, que los bien pensantes de Braga catalogaban desdeñosamente de «café subversivo». En cuanto a los bien pensantes, éstos preferían el lado izquierdo del paseo público, con los papás y las mamás concentrándose junto al templete, que había sobrevivido a la devastación del Jardín Público, mientras que las parejas de novios seguían en pareja avenida arriba, avenida abajo, separándose cerca del templete para que los padres no los viesen juntos, uno para un lado y otro para el otro; se reencontrarían más adelante.
Cuando se iba de Braga, Afonso dividía sus permisos entre paseos por el Miño y las visitas a Oporto y a Lisboa. Evitaba, no obstante, Rio Maior. Desde que Carolina se casó con su ingeniero ferroviario, se limitaba a rápidas excursiones a Carrachana para ver a su familia. Pero, siempre que iba allí, insistía en pasar a propósito cerca de la Casa Pereira exhibiendo su hermoso uniforme, seguro de que su aparición sería comunicada a la antigua novia con detalles excitantes. Ha de corroerle el remordimiento, pensaba Afonso mientras acariciaba la empuñadura del sable durante esos penosos paseos por el centro de la población, periplos que culminaban con una vuelta por la recién bautizada Praça de República, donde se acercaba a la vieja fuente para matar la sed antes de ir a corner unas asaduras con arroz o unas deliciosas coles a la casa de comidas de la viuda Maria das Dores.
Sin embargo, eran las idas a Lisboa y a Oporto las que le daban realmente placer, se sentía atraído por la civilización, por las mujeres elegantes, por la modernidad. En esos desplazamientos seguía yendo al
football
y entrando en los animatógrafos. En Braga leía el semanario local,
Pátria Nova
, pero también el
Commércio do Porto
y, siempre que podía, los periódicos de la capital y la
Ilustração Portuguesa
. No era una persona políticamente madura, pero, a pesar de mantener un atenuado sentimiento religioso, más por fuerza del hábito que por convicción arraigada, se iba inclinando a favor de los republicanos. Se consideraba un demócrata e íntimamente apoyaba al radical Partido Democrático, en el Gobierno, y al audaz primer ministro Afonso Costa; al fin y al cabo, los Afonso tenían que ser los unos para los otros.
Pusieron varias veces al regimiento en estado de alerta debido a las incursiones monárquicas. En la de 1911, cuando la fuerza invasora liderada por Paiva Couceiro entró en Trás-os-Montes con setecientos hombres y ocupó Vinhais, Afonso se quedó encargado de controlar el acceso a Braga por el Arco da Porta Nova. Y en la de 1912, cuando la misma fuerza vino de Galicia e intentó asaltar Chaves, le correspondió la misión de defender la carretera hacia Trás-os-Montes. El teniente Pinto lo acompañó en ambas ocasiones, pero su presencia lo hizo sentir intranquilo e inestable. Mientras vigilaban sus posiciones, el Zanahoria se pasó el tiempo diciendo que, si se le cruzaban los hombres de Paiva Couceiro por delante, se uniría a ellos, en definitiva era ése su deber de patriota. Afonso echaba pestes y, en silencio, suplicaba a Dios que no dejase a Paiva Couceiro acercarse a Braga, sería una confusión terrible en aquella tierra de conservadores y monárquicos. Por otro lado, se le hizo evidente que los curas colaboraban activamente con los monárquicos, pero se fingió el despistado, a fin de cuentas su unidad no llegó a entrar en combate y no valía la pena meterse en líos. Su amigo Mascarenhas, en cambio, a cargo de la Infantería 13, tuvo acción de sobra, gajes del oficio para quien se encontraba acuartelado en Vila Real.
El joven teniente se sentó una mañana de agosto de 1914 junto a la ventana del café Bracarense y abrió una edición atrasada del
Cinematógrafo
, el semanario humorístico de la ciudad. Vilela, el director de
Echos do Minho
, pasó deprisa por la barra para pedir un café rápido y lo saludó desde lejos.
—Hola, teniente —dijo Vilela—. ¿Se ha enterado de la última?
—¿Eh?
—Ha comenzado la guerra. Alemania ha declarado la guerra a Francia y dicen que las cosas se pondrán feas en las colonias.
La novedad lo dejó pensativo y preocupado. Ya sin ganas de reírse con los chistes del
Cinematógrafo
, pagó el café y salió. Como si hiciera una tarde calurosa de verano, fue a sentarse en un banco frente al templete, a la sombra de un árbol, a meditar sobre aquella tremenda noticia. Con los ojos perdidos en las almenas de la torre de Menagem, perfectamente visible desde el templete, Afonso enseguida presintió que sería difícil para el país salir incólume, debido sobre todo a las colonias portuguesas en África, que Alemania ambicionaba.
Dos días después de desatarse las hostilidades, Londres le pidió a Lisboa que no se declarase neutral. Los periódicos se llenaron de noticias acerca de una declaración aclamada en el Parlamento que unía el destino de Portugal al de Inglaterra, con el compromiso del apoyo militar. Dos meses después, como consecuencia de una petición de piezas de artillería para el ejército francés, los aliados aceptaron la entrada de Portugal en la guerra y comenzó a estudiarse el envío de una división a Francia, denominada División Auxiliar. No obstante, la situación en las colonias portuguesas obligó a repensar las prioridades. Los alemanes atacaron Angola por el sur y entraron en combate con las fuerzas portuguesas en el sector de Naulila, hecho al que sucedieron otros incidentes en Mozambique con unidades alemanas venidas del norte. Las propias poblaciones locales aprovecharon el clima de inestabilidad y algunas se rebelaron contra los portugueses. Se enviaron refuerzos a Africa, Braga contribuyó con la Caballería 11 para Angola, y todo el proceso para crear la División Auxiliar, destinada a combatir en el teatro europeo, sufrió un retraso. El proceso se interrumpió justo al año siguiente, durante la efímera dictadura del general Pimenta de Castro, y se reactivó en cuanto éste fue derrocado, en mayo de 1915, después de una acción militar llevada a cabo por elementos esencialmente afectos al Partido Democrático y que restableció la democracia.
La División Auxiliar pasó a ser denominada División de Instrucción. En abril de 1916, el Ministerio de Guerra publicó una lista de treinta y dos regimientos que deberían movilizarse, y la Infantería 8, que pertenecía a la 8ª División, era uno de ellos. La primera opción fue, sin embargo, hacer que sólo cuatro divisiones se preparasen para las hostilidades, con la 8ª de reserva. A pesar de ello, un grupo de oficiales del 8, incluido Afonso, fue destacado a finales de mayo en Tancos, donde se implicó en el colosal esfuerzo de preparar la tropa para la guerra europea.
Un mar de soldados llenó toda la zona entre Mafra, Tancos y Vendas Novas, en total veinte mil hombres instalados en un gigantesco campamento de barracas de madera y de lona que se había montado en una gándara recién desmatada.
Ya el primer día, cuando se daba prisa para cumplir una orden recibida del mayor Montalvão, vio que otros oficiales refrenaban su entusiasmo.
—¿Adónde vas con tanta prisa, Afonsiño? —le preguntó el capitán Cabral, un republicano conservador, displicentemente apoyado en un pino manso.
—El mayor Montalvão me ha mandado llamar a los hombres para la gimnasia, mi capitán.
—¿El mayor Montalvão? —El capitán se rio—. Ese tipo quiere ascender en la vida y cree que va a la guerra.
Afonso lo miró, cohibido.
—Mi capitán, para eso justamente nos estamos preparando…
—¿Eres tonto, Afonsiño? ¿Alguna vez vamos a ir a la guerra con esta gente ordinaria? ¿Crees que los ingleses nos quieren allá?
—No lo sé, capitán. Pero las órdenes son para…
—¡Qué órdenes ni qué diablos! Así pues, si te mandan tirarte a un pozo, ¿tú te tiras? Esta gente quiere usarnos para sus fines, sus negociados, sus ambiciones. ¡Sé más sensato y abre los ojos!
—Con su permiso, mi capitán —dijo Afonso, que se dio cuenta de la inutilidad de seguir conversando y que tenía prisa por ir a llamar a los hombres.
—Anda, anda, pero no te dejes engañar por esos listos.
Quedó inmediatamente claro que el cuadro de oficiales de Tancos estaba dividido en cuanto a los preparativos para la guerra. Sólo los republicanos afectos al Partido Democrático de Afonso Costa parecían de verdad empeñados en el proceso de instrucción, rebosantes de entusiasmo y del deseo de hacer cosas. Los otros, monárquicos o republicanos opositores al partido del Gobierno, se mostraban escépticos, su postura era negativa y su actitud revelaba un gran cinismo. Para ellos todo era imposible, la falta de equipamiento aparecía como un obstáculo insuperable, los soldados no eran más que unos pretenciosos y desharrapados, los comandos jefe estaban formados por incompetentes y oportunistas.
El clima se politizó en extremo y, por más que intentase mantenerse alejado de aquel debate, Afonso se vio irresistiblemente atraído hacia la polémica, era imposible mantenerse distante, el asunto surgía en cualquier conversación, no había modo de evitarlo, hasta su mejor amigo dentro del regimiento lo estimulaba a la discusión. El teniente Pinto,
el Zanahoria
, se alineaba con los antiintervencionistas, y, aunque sin sorpresa, Afonso lo descubrió la primera mañana en Tancos, cuando salieron de la tienda en busca de las letrinas.
—Pero ¿qué es lo que estamos haciendo aquí? —se preguntó el Zanahoria, insatisfecho, con el paso rápido en pos de su amigo, mirando el destartalado campamento de barracas y tiendas que se prolongaba alrededor hasta perderse de vista—. La ciudad de Leño-Lona. Dime si esto tiene algún sentido.
Afonso se pasó la mano por el pelo revuelto, intentando peinárselo con los dedos.
—Estamos haciendo lo que nos mandan.
—Pero yo no sé si quiero hacer lo que nos mandan estos idiotas.
—La solución es fácil, Pinto —le replicó—: sales del Ejército.
—Lo que me faltaba, salir del Ejército por culpa de los cabrones de los republicanos.
—Entonces, si te quedas, te sometes. ¿Qué quieres que te diga?
—Lo que quiero es emplear bien mi tiempo, en vez de andar metido en cabalgatas idiotas, mientras estos tipos se llenan de dinero y están llevando el país a la ruina… Y nosotros colaborando con semejante estupidez.
—Pinto, nosotros estamos aquí para hacer nuestro trabajo —se impacientó Afonso—. Todo lo demás es puro blablablá.
—No es exactamente así, Afonso —repuso el Zanahoria, irritado—. Estamos siendo cómplices de esta locura. ¿Realmente crees que tiene algún sentido que Portugal se implique en esta guerra? ¿Así que vamos a meternos en este matadero que no nos sirve de nada sólo porque los señores republicanos están en un aprieto por el descontento que crece en el país?
—No tiene nada que ver una cosa con la otra.
—¡Ah, no, no tiene nada que ver! Entonces, ¿por qué crees que esos idiotas quieren meter a Portugal en la guerra?
—Bien… —titubeó Afonso, que se quedó quieto para concentrarse en la respuesta; al fondo ya se veían las letrinas y la fila de hombres esperando su turno para defecar en aquel descampado inmundo, el olor a heces se sentía a la distancia—. En primer lugar, para defender las colonias y el imperio. Y, además, es importante que el país se afirme en el concierto de las naciones…
—¿Concierto de las naciones?
—… y marque la diferencia en relación con España.
—¡Eso del concierto de las naciones es bueno! Estás leyendo mucho la prensa republicana.
—¿Por qué? ¿No es verdad?
—Claro que no —se exaltó Pinto, gesticulando con exageración—. ¿No ves que todo esto sólo tiene que ver con el canguelo que estos tipos tienen de que el régimen cambie?