—¿Sigues pateando piedras? —le preguntó el padre Francisco, el bonachón maestro de Retórica.
Todos se rieron y Afonso se sonrojó.
—A veces.
—¡Vaya muchacho travieso! —se burlaban los curas, divertidos al recordar las extrañas escenas en el patio del seminario.
Hasta el vicerrector, que en aquel entonces no había estado dispuesto a tolerar travesuras, parecía ahora encontrar en ellas una gracia inesperada, como si aquel comportamiento que había provocado la expulsión del seminarista se hubiera transformado en una mera excentricidad digna de figurar en la mitología de la institución.
—Entonces, ¿cómo llegaste a ser oficial, Afonso, tú que no eres capaz de matar una mosca? —quiso saber don Basilio Crisóstomo.
—Oh, es una larga historia —dijo con un suspiro Afonso—. Digamos que anduve buscando una profesión para no hacer nada. Como ustedes no me dejaron ser sacerdote, me fui al Ejército.
—Estás siendo injusto —comentó el padre Francisco con expresión burlona—. Nosotros nos dedicamos a Dios, y no existe nada de mayor responsabilidad. Además, tenemos que soportar a los alumnos del seminario, y eso da un trabajo de mil demonios, créeme.
—Vaya si lo da —coincidió don Basilio con naturalidad.
—Pero miren que nosotros también, en el Ejército, nos hartamos de trabajar —replicó Afonso.
—¿Haciendo qué, si se puede saber?
—Muchas cosas. Además de las formaciones, jugamos a las cartas, bebemos unas cervecitas, salimos a ver a las muchachas, nos agotamos durmiendo, es un agobio, una labor tremenda, hay que estar ahí para verlo.
A pesar de cultivar un discreto sentido del humor, el alférez Afonso no era hombre de hacer muchos amigos. Era una persona de trato fácil y se había vuelto relativamente culto e interesado por el mundo, pero en las relaciones personales prefería la calidad a la cantidad. A excepción del alférez Pinto,
el Zanahoria
, su lista de amigos estaba formada sobre todo por aquellos que había conocido a lo largo de su vida. Convivía con el padre Alvaro en Braga e iba a visitar a Vila Real a su amigo Gustavo Mascarenhas, quien había conseguido ubicarse en la Infantería 13, lo que no era digno de sorpresa, porque Vila Real no era un sitio muy procurado por los cadetes que se formaban en la Escuela del Ejército. Llegó incluso a ir a Vinhais a ver a Américo. El antiguo compañero del seminario estaba diferente, se había casado, tenía hijos y había entrado en el negocio de su padre. Recibió a Afonso con afecto, lo atiborró de comida y lo rodeó de atenciones, pero Vinhais estaba lejos y aquél fue el único viaje que el oficial hizo hasta la remota población tramontana. El alférez mantenía además correspondencia con Trindade,
el Mocoso
, que había seguido el curso de Estado Mayor y aún estaba en la Escuela del Ejército. A través de estas cartas, Afonso recibía noticias del Campeonato de Lisboa de
Football
, siendo informado por el Mocoso de que el Benfica había puesto fin al reinado del Carcavellos Club y se había consagrado finalmente campeón. El Sporting quedó en quinto lugar. El alférez celebró la noticia con oporto y mandó una carta al sportinguista Mascarenhas dándole la noticia y, por añadidura, el pésame.
Afonso nunca había prestado especial atención a la política, ése era un asunto que no formaba parte de su universo de intereses. En eso fue una excepción. Casi todos sus compañeros discutían con expresión conspirativa el turbulento estado del país, y Afonso reparó en que, a pesar del predominante ambiente conservador de Braga, algunos oficiales eran republicanos. La capitulación de la Corona ante el ultimátum británico de 1890, que deshizo los sueños imperiales del mapa color rosa, minó profundamente la credibilidad de la Monarquía en el medio militar, y no sólo eso. El descontento se extendía por todas partes; el propio Afonso tendía a apoyar la idea de que la monarquía era cosa del pasado. La imagen del rostro lechoso de don Manuel II en la apertura del año escolar de 1908 le había quedado marcada de manera indeleble en la memoria, le resultaba chocante pensar que el Rey no era más que un chaval de su edad, ¿cómo era posible creer que un mozo aún imberbe fuera capaz de gobernar un imperio?
Durante el desayuno, en el cuartel de la Infantería 8, Afonso oyó por primera vez la noticia de que estaba ocurriendo algo muy grave en Lisboa. Corría la mañana del 4 de octubre de 1910.
—¿Te has enterado de la novedad? —le preguntó el alférez Pinto con un tono sigiloso en cuanto lo vio.
—Lo sé, el Benfica es campeón.
—No seas tonto. Andan a tiros en Lisboa.
—¿Qué?
—Me lo ha dicho el telegrafista.
—¿Andan a tiros?
—Tal como te lo he dicho. Parece que salió a la calle el movimiento republicano y hubo algunas unidades que lo han apoyado.
—¿Cuáles?
—No sé muy bien cuáles. El telegrafista me ha hablado de la Marina y de la Artillería 1, pero la situación permanece confusa.
—¿Y nosotros?
—¿Y nosotros? Nosotros, nada, estamos lejos de las cosas. El coronel se ha reunido con su Estado Mayor, los mayores y los oficiales de su confianza. Dicen ellos que han ido a conferenciar, pero creo que en realidad están cagados de miedo y prefieren quedarse viendo cómo va todo para apoyar después al vencedor.
—¿A quiénes apoyas tú?
—¿Yo? Qué pregunta, Afonso. Yo estoy por el Rey, ya lo sabes.
El día se prolongó, tenso e irritante, y los oficiales del regimiento de Braga se pasaron las horas alrededor del telegrafista y conspirando en voz baja en los pasillos, unos por la Monarquía, otros por la República, la mayoría expectantes y sin comprometerse. El telégrafo difundía fragmentos sueltos de información. Según las noticias que llegaban por cuentagotas, elementos de la Artillería 1 y la Infantería 16 habían ocupado la Rotunda, donde también se encontraban algunos cadetes de la Escuela del Ejército y civiles armados. Se hablaba de la Carbonaria. Las fuerzas leales al Rey ocupaban el Rossio y defendían puntos estratégicos, como los bancos, el arsenal del Ejército y el palacio de las Necesidades, donde se refugiaba el monarca. En un momento dado, llegó la noticia de que uno de los jefes de los revoltosos, el almirante Cândido dos Reis, se había suicidado después de recibir la información de que el golpe había fracasado.
Poco después de conocerse tal acontecimiento, el comandante del regimiento de Braga abandonó su reunión de Estado Mayor para colocarse al lado del Rey. Había oído que ganarían los monárquicos y se apresuró a situarse del lado vencedor. Fue un error. Los barcos de la marina comenzaron a bombardear el Rossio y el palacio de las Necesidades, y una bandera blanca empuñada por un diplomático alemán, para obtener una tregua destinada a retirar a los ciudadanos extranjeros, se interpretó erróneamente como una señal de que los monárquicos se rendían. Los enemigos del Rey salieron en masa a la calle para festejar la victoria de la República. El régimen quedó desconcertado y, en un acceso de pánico, el Rey huyó. En la mañana del día 5, los líderes del movimiento republicano subieron al balcón del ayuntamiento de Lisboa y, frente a una vasta y eufórica multitud que se había concentrado en la Praça do Município, José Relvas proclamó la República en Portugal.
La vida cambió mucho en Braga. El nuevo poder en Lisboa contó los fusiles monárquicos en los regimientos y procedió a la limpieza. El coronel que comandaba la Infantería 8 recibió la jubilación anticipada y lo mismo ocurrió con los mayores y capitanes de su confianza que habían cometido la imprudencia de apoyar a la Monarquía en el momento en que ésta se desmoronaba. Pinto,
el Zanahoria
, a pesar de ser monárquico, escapó al barrido general, debieron de haber pensado que no valía la pena preocuparse por la chusma, ¿y qué era un alférez sino chusma? Sea como fuere, la limpieza provocó un movimiento ascendente en el cuartel.
Como quedaron vacantes varios puestos de oficiales, se produjo una sarta de promociones y Afonso acabó ascendido a teniente sólo un año después de haber acabado la Escuela del Ejército. Pero las vacantes se seguían sin cubrir, por lo que, poco después, le tocó ser también promovido al alférez Pinto, tal vez porque consideraban su costilla monárquica una mera rareza de la juventud.
La República trajo consigo un exasperado clima anticlerical, que se tradujo en un rápido cerco a la Iglesia, fruto de la promesa del nuevo Gobierno de acabar con el catolicismo en el país en dos generaciones. Fueron expulsados los jesuítas, la enseñanza del catolicismo se prohibió en las escuelas públicas, varios obispos acabaron destituidos o desterrados y se aprobó la ley del divorcio. En 1911 llegó la hora de sancionarse la ley de la separación de las Iglesias y el Estado, que puso fin a las subvenciones a la Iglesia y le expropió bienes, incluso propiedades. Un edicto mandó cerrar todos los seminarios del país, y el Seminario Conciliar de San Pedro y San Pablo no fue una excepción. Mandaron a casa a profesores y alumnos, y el edificio del Largo de São Thiago fue entregado a la Infantería 29.
—Este país está hecho un caos —se quejó amargamente el vicerrector, don João Basílio Crisóstomo, cuando Afonso lo visitó en la víspera del desalojo del edificio—. ¡Válgame Dios, el poder está por los suelos! ¿Dónde se ha visto perseguir así a la Iglesia? ¡Parece que hemos vuelto a la Roma antigua!
—Mantenga la calma, don Crisóstomo, que todo se arreglará.
—¿Calma? ¿Calma? ¡Válgame Dios, Afonso! —se irritó el vicerrector, deambulando amargado entre los cajones con los bártulos, que ordenaba antes de que llegasen los hombres de la Infantería 29—. Es una vergüenza para la civilización lo que nos están haciendo. Una vergüenza, ¿has oído? ¡Y una vergüenza para el uniforme que llevas puesto! ¿Dónde se ha visto entregar un seminario al Ejército? ¿Dónde se ha visto ordenar que cierren los seminarios? Pero ¿qué país es éste, Virgen santísima, qué país es éste que persigue así la fe?
Los cambios se generalizaban y afectaron a casi todas las instituciones. Hasta la Escuela del Ejército tuvo que cambiar de nombre: en 1911, comenzó a llamarse Escuela de Guerra. El Gobierno republicano reorganizó el Ejército: abandonó el modelo profesional y adoptó la forma miliciana, y en la Escuela se suprimió el curso de Ingeniería Civil, quedando exclusivamente dedicada al estudio de las ciencias bélicas. Rodaron cabezas monárquicas por todas partes; se entregaron los puestos clave a los republicanos, pero la mayor parte de los oficiales que ocupaban los cargos intermedios permanecían leales a la Corona exiliada y manifestaban mala voluntad frente al nuevo régimen.
La aparición de la República no puso fin al desquicio propio de la inestabilidad política en que el país se hallaba sumido, incluso porque había una enorme expectativa popular en relación con los republicanos: la expectativa de que sus políticas conducirían pronto a la estabilidad y a la prosperidad que ellos, naturalmente, no lograron satisfacer. En honor a la verdad, sólo podían recriminarse a sí mismos, tan alto había sido el listón que presentaron cuando hacían oposición a la Monarquía. Para contener los precios de los productos alimenticios básicos, el nuevo Gobierno creó una tabla de precios independiente de la ley de la oferta y la demanda. Como resultado, y a pesar de que la tabla no siempre era respetada, la producción agrícola bajó en calidad y en cantidad. En los mercados comenzaron a escasear los cereales, las alubias, la patata y la carne, y hasta comenzó a consumirse un pan oscuro y maloliente.
El descontento crecía, en particular en el norte, liderado por el clero. Los propios republicanos estaban divididos, con Afonso Costa a la cabeza de los radicales, Antonio José Teixeira de los moderados, y Brito Camacho al frente de los conservadores. Las medidas radicales, tanto en el combate a la Iglesia como en la política económica y social eran invariablemente llevadas a cabo por Afonso Costa, con Teixeira y Camacho horrorizados ante lo que consideraban excesos reformistas. Como si no bastase con toda esta confusión, también los monárquicos se encontraban divididos, con los fieles del Rey en el exilio mostrándose más moderados en su oposición a la República que otro grupo, encabezado por Paiva Couceiro, que se había refugiado en Galicia y se preparaba para tomar las armas. En medio de este clima efervescente se multiplicaban los rumores y se hablaba de golpes de Estado, de nuevas revoluciones, de guerra civil.
Aunque no fuese ajeno a los problemas que lo rodeaban, Afonso vivió con insoslayable placer su condición de teniente. El sueldo era mejor que el de alférez, las comidas en el comedor de los oficiales no eran malas a pesar de la crisis, iba a la misa en la Seo, se sentaba siempre por debajo del magnífico órgano, como en sus tiempos de seminario, y disfrutaba de la complicidad de nuevos amigos, sobre todo del teniente Pinto.
En compañía del Zanahoria, Afonso adquirió el gusto por las cosas dulces de la vida. Se pasaban el día jugando al
bridge
en el café A Brazileira, donde un cartel en la esquina de la Rua Nova de Sousa, rebautizada como Rua D. Diogo de Sousa en 1912, anunciaba que «el mejor café es el de A Brazileira», o viendo a las muchachas contoneándose en el Jardín Público. Iban a comprar maíz y
regueifas de pão podre
en la panadería Central o a comer
sameirinhos
y
fidalguinhos
a Marinho & Filho, la vieja pastelería que todos las tardes les endulzaba la boca y les templaba el alma. A veces almorzaban en la pensión Alianza, que servía unas buenas
sarrabulhadas
, guiso de sangre de cerdo y carne, o en el hotel Central, justo al lado del cuartel, donde la opción variaba sobre todo entre el
sarapatel
y la empanada de pescado.
Los jueves y domingos por la noche, Afonso y los demás oficiales se juntaban con las familias en torno al templete del Jardín Público, pomposamente denominado Pabellón Musical, y escuchaban los conciertos de la banda militar de la Infantería 8. Otras noches, los tenientes Afonso y Pinto iban a llenarse de cerveza en la cervecería Cruz & Sousa o pasaban por el café Vianna, debajo de la Arcada, y se quedaban a jugar a la ruleta, a los naipes y a los dados hasta las dos de la mañana. Animaba el ambiente cargado de humo la melodía alegre de los conciertos de piano y las danzas de las rollizas bailarinas contratadas para entretener a los clientes. Alguna que otra vez, mientras miraba a las opulentas bailarinas del Vianna, Pinto desafiaba a su amigo.