—Discúlpame, Afonso, pero no puedo hablar contigo —dijo ella con expresión comprometida y los ojos fijos en el suelo.
—Pero dime al menos qué ocurre.
—¿Qué ocurre? —Lo miró con una expresión de furia resentida—. Lo que ocurre es que me quedé casi un año esperando una carta tuya y no llegó ninguna.
—Es que no pude escribirte. Sabes, los estudios…
—¡Qué estudios ni qué cuernos! No quisiste saber nada conmigo, eso es lo que pasa. Andas por Lisboa hecho un donjuán, seguro que metido con busconas y mujerzuelas, y yo aquí esperándote, sin recibir una palabra tuya, una palabra aunque más no fuese, nada de nada. He sido una tonta. Pues ya sabes que no me mereces. Además, lo que unos desprecian, otros lo desean. Adiós.
Había verdad en estas quejas, Afonso lo sabía en lo más íntimo. Le gustaba Carolina, no cabía duda, pero nunca se había sentido profundamente enamorado, por lo menos nunca había sentido por ella aquella pasión arrebatadora que había descubierto leyendo, durante los últimos meses, las hermosas novelas de Eça de Queiroz y de Machado de Assis, las pasiones trágicas de Amaro y Ameliña, de Bentiño y Capitu. Aun así, el sentimiento de rechazo lo hizo sufrir. Ahora más que nunca deseaba a Carolina, ansiaba su presencia, y se sorprendió con este sentimiento, con esta pérdida, con este deseo. Cuando ella era suya, eso le agradaba pero no le daba gran importancia, encaraba la situación como una circunstancia de la vida, una cosa natural. Ahora que no la podía tener, sin embargo, ella se revelaba extraordinariamente importante. A Afonso le pareció curiosa esa contradicción y se dedicó a analizar sus sentimientos, comparando la situación con el pecado original acerca del cual había leído en la Biblia, la historia de Adán, que se sintió interesado por el fruto porque estaba prohibido. Había mucha verdad en ese raciocinio, consideró, pero descubrirlo sólo atenuó vagamente su sufrimiento, poco lo consolaba saber que amaba más lo que menos podía tener.
Sintió celos, odió a Carolina, echó pestes, fantaseó con venganzas, conseguiría una novia y pasaría con ella frente a la mujer que ahora lo rechazaba, ella lo vería, sufriría, se arrepentiría. Pero deprisa se le fue este arranque rencoroso y quien se arrepintió fue él. La culpa es mía, concluyó con amargura. Por la noche, tumbado en la cama de latón, decidió ir al día siguiente a arrodillarse a los pies de Carolina e implorarle perdón, prometerle que le escribiría una carta por día, haría de ella una reina, la convencería de que le diera otra oportunidad. Pero por la mañana, sentado a la puerta de su casa, se le fue el ánimo. Lo que por la noche era una firme decisión, sólo era ahora una necia fantasía, se dejó estar: «¡Al diablo con ella!».
En términos prácticos, no obstante, su vida no se había alterado en nada. El noviazgo de Carolina significaba que no podía contar con la protección de doña Isilda, pero la verdad es que ya no le hacía falta ese apoyo. La matrícula era válida por los dos años de la carrera militar; además, el principal gasto de los cadetes, el uniforme, ya estaba hecho. Seguiría recibiendo los trescientos réis diarios de sueldo, por lo que su modo de vida se mantendría. No existía el peligro de que, por motivos financieros, tuviese que abandonar todo y volver a Carrachana, aquél era su origen pero no sería su destino.
El verano transcurrió lento, caluroso y remolón, los días en la provincia se arrastraban con una apatía insoportable. Afonso se distrajo ayudando a su padre en la elaboración del vino, pero fue con alivio como, a principios de octubre, regresó a Lisboa, el muchacho sentía que ya no soportaba esa vida. Hacer vino es suelo que ya ha dado uvas, pensó, riéndose del juego verbal durante el viaje en tren.
Hizo el examen de Topografía poco después de llegar a Lisboa y se quedó esperando los resultados. El domingo, día 11, se fijaron en el vestíbulo las notas de los alumnos aprobados. Afonso formaba parte de la lista y se dirigió a secretaría para informar de cuál era el arma que pretendía «seguir». El primer curso era común a todas las armas, pero el segundo curso requería la especialización. Eligió infantería. Las clases se reanudarían a finales de mes, después de una ceremonia de comienzo del ciclo lectivo esperada con enorme expectativa. No era para menos, el nuevo rey asistiría a la ceremonia inaugural y nadie quería perderse el momento de ver a la trágica figura.
El gran día, Afonso formó con los restantes cadetes en el Paço da Rainha y, cuando llegó la comitiva del monarca, se mantuvo al acecho. Como otro cadete le tapaba el ángulo de visión, en el momento en que don Manuel II se apeó del carruaje, entre el estruendoso bochinche de las salvas reglamentarias y el fragor cacofónico de las bandas militares, Afonso estiró el cuello y miró al monarca, se le empañaron los ojos al descubrir, sorprendido, que el Rey era un mocetón de su edad, con las facciones menudas en un rostro claro y casi infantil, tan imberbe que del bigote sólo se atisbaban unos pelitos rubios en las comisuras de la boca; tenía las piernas torcidas hacia fuera. Llegaba a ser chocante ver a aquel adolescente metido en un grandioso uniforme de gala, la cinta de las Órdenes de Cristo, de Santiago de Espada y de San Benito de Avís que le cruzaba el tronco desde el hombro derecho, en la cabeza un enorme y pomposo morrión reluciente. Parecía un chico recién salido de la Escuela Naval rodeado de viejos en actitud reverencial, en medio de la enorme algazara de las bandas.
—Un vasito de leche —comentó Mascarenhas con una sonrisa maliciosa.
El aspecto imberbe del monarca dominó la conversación de los cadetes durante algunos días, pero pronto el trajín de las clases ocupó su atención. El segundo curso incluía nuevas disciplinas. Los cadetes de infantería asistieron a las clases de Derecho Internacional, Historia y Geografía Militar, Táctica y Servicios de Infantería, Táctica Aplicada, Campañas Coloniales, Principios de Estrategia y Fortificación Permanente, además de completar los ejercicios habituales de Esgrima, Instrucción de Tiro de Revólver, Gimnasia; por otro lado, realizaban visitas a fábricas y depósitos de material de guerra.
En las horas libres volvieron las tardes
de football
, pero con una novedad que no le gustó demasiado a Afonso. El grupo Sport Lisboa,
club
que había sustituido en su corazón al desaparecido Club Lisbonense, se había fundido en el verano con otro
club
, el Sport Club de Benfica, y ahora se llamaba Sport Lisboa y Benfica. Descontento, Afonso fue a pedir explicaciones a los empleados del laboratorio Franco. Los jóvenes alegaron que la fusión era la única manera de impedir la desaparición del Grupo Sport Lisboa. Según ellos, el Sport Club de Benfica tenía un campo propio pero ninguna vocación para el
football
, ya que, en realidad, no era más que un
club
de ciclismo, mientras que el Grupo Sport Lisboa era un
club
de
football
, pero no tenía campo, lo que estaba minando la moral de los muchachos. La solución fue unir a los dos
clubs
. A Afonso le disgustó la idea, le sonaba mal la palabra Benfica, el nombre de una carretera que desembocaba en Porcalhota, hecho que, sospechaba, ensuciaría de manera irreversible el nombre del Sport Lisboa. Pero ya había comenzado el Campeonato y el 25 de octubre, justo la víspera del primer día de clases, el nuevo
club
se enfrentaría al Sporting. Mascarenhas quería ver a su Sporting «dándoles una paliza a aquellos idiotas», y Afonso, algo contrariado, lo acompañó hasta el campo del Sport Lisboa y Benfica, situado en la Quinta da Feiteira, junto a la iglesia de Benfica.
La primera gran sorpresa de Afonso, al llegar al campo y ver a los equipos haciendo ejercicios de calentamiento, fue que no parecía haber cambiado nada. El Sport Lisboa y Benfica llevaba el antiguo vestuario del Grupo Sport Lisboa: camisetas rojas y calzones blancos, y se mantenía en el pecho el propio emblema del águila, con el añadido de una rueda de bicicleta, el símbolo del Benfica. La segunda sorpresa fue que casi todos los jugadores del equipo eran los mismos del Sport Lisboa, como si todo siguiese igual. Y la tercera sorpresa fue la inesperada victoria del Benfica sobre el Sporting, que contaba con los ocho campeones robados el año anterior al Sport Lisboa. Mascarenhas regresó abatido por el resultado, pero Afonso volvió eufórico: al fin y al cabo, su
club
seguía existiendo.
El curso escolar transcurrió con una lentitud que lo hizo sentirse impaciente. Afonso tenía dieciocho años y el tiempo parecía detenido, anhelaba llegar a la mayoría de los veintiuno; le parecían una eternidad los tres años que le faltaban. Las clases consumían la semana y, para distraerse, llenaba los domingos con el
football
. Para gran desánimo de Mascarenhas, el Sporting volvió a ser derrotado por el Benfica, esta vez en el Lumiar, y, sorpresa de las sorpresas, los rojos empataron con el temible Carcavellos Club, que volvió a ganar el Campeonato, aunque sufrió un fuerte asedio por parte del
club
del águila, clasificado segundo.
La época de
football
y el curso escolar terminaron casi a la vez y, cuando cayó en la cuenta de que así era, Afonso se vio en el vestíbulo mirando la lista de los «alumnos aprobados». Su nombre constaba naturalmente en la lista, en la que aparecía «Afonso da Silva Brandão» con la calificación global de 13,2 puntos. Sólo a partir de los 15 se consideraba calificado como notable, un dato importante para decidir el regimiento al que iría. Una vez terminada la carrera militar, a los cadetes les correspondía solicitar su destino, pero sólo aquellos que obtenían las mejores notas iban a los regimientos solicitados; los demás tendrían que conformarse con los que quedasen disponibles. Afonso se enfrentó a un dilema. Su deseo era quedarse en Lisboa, como el de todos. Había una multitud detrás de lo mismo y otros cadetes tenían mejores calificaciones. Si elegía Lisboa, Afonso sin duda no conseguiría sitio allí, lo mandarían inevitablemente a un pueblecito de provincia, por ejemplo Bragança o Abrantes. La alternativa era elegir directamente un regimiento de una ciudad poco demandada. La opción obvia era Santarém, que estaba cerca de Rio Maior, pero había un inconveniente: Afonso no deseaba, de manera alguna, estar cerca de Carolina, no la veía y la mantenía apartada de su pensamiento, pero no estaba seguro de cuál sería su reacción cuando la viese, era una herida que no pretendía volver a abrir, para colmo con un marido en los alrededores. Con toda naturalidad, Afonso se postuló para un lugar en un regimiento de Braga, que era, en definitiva, la ciudad donde había pasado cuatro años y que se había convertido en una especie de segunda tierra natal.
L
a tarde se puso invernal y desagradable, y en ello no había motivo de sorpresa. Octubre trajo consigo las primeras señales de lo que sería el invierno de aquel final de 1913: el viento recorría el Sena con su soplo helado, los árboles se agitaban con un farfullar intranquilo, nervioso y machacón, se desprendían hojas secas de las ramas y volaban sin rumbo ni destino, rotas y perdidas, a merced de la brisa. Las nubes se deslizaban bajas y cargadas, cerniéndose silenciosamente sobre los tejados oscuros como bultos fantasmagóricos, espectros esfumados que vigilaban con desconfianza la ciudad, ahogándola y oprimiéndola bajo un manto blancuzco que lo cubría todo, eran sombras taciturnas, un vasto manto de vapor que amenazaba a la gran urbe y hasta la sofocaba. La atmósfera se había hecho pesada, el aire húmedo, caían gotas aquí y allá, pronto llovería.
Agnès tenía que estudiar, pero no quiso quedarse encerrada en casa y prefirió salir. Como el tiempo se mostraba inhóspito e inclemente, fue a buscar refugio en la Brasserie Lipp. La cervecería se encontraba atestada de gente y ella fue a sentarse a una mesa en un rincón, apoyada en los azulejos que decoraban las paredes del local. Pidió una cerveza alsaciana y una
choucroute
, y se sumergió en la lectura del trabajo que tenía entre manos, un tratado sobre el problema del estreñimiento.
—¿Puedo? —preguntó alguien que apoyó su mano en la silla vacía que estaba enfrente.
Agnès levantó los ojos del texto, pensando que era el
garçon
con la cerveza y la
choucroute
. Pero, en vez del camarero, vio a un hombre joven, con bigote recortado, los ojos castaños y actitud jovial.
—Oui
—asintió ella, haciendo ademán de volver a la lectura.
—Discúlpeme, pero está todo ocupado y no hay otro lugar.
—Faltaba más.
Agnès intentó concentrarse en la lectura, acababa de comenzar el tercer año de Medicina e intentaba avanzar en su estudio, pero el hombre era hablador.
—Esta
brasserie
es fantástica, ¿no le parece?
—Sí —dijo Agnès con una sonrisa educada—. Es un local muy agradable.
El hombre le extendió la mano.
—Me llamo Serge —se presentó—. Serge Marchand.
—Encantada. Yo soy Agnès Chevallier.
Se dieron la mano y ella intentó una vez más volver al tratado, pero Serge no la dejó.
—¿Es parisiense?
—No, soy de Lille.
—¡Ah, quién diría!
—¿Qué?
—Que usted no es de aquí. La verdad, parece realmente parisiense.
—¿Yo? ¿Parisiense? —Ser confundida con una parisiense tenía algo de
chic
y, lisonjeada, dejó el libro a un lado—. Dígame, pues, qué hace de mí una parisiense.