La amante francesa (53 page)

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Authors: José Rodrigues dos Santos

Tags: #Bélica, Romántica

BOOK: La amante francesa
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Sintió que la puerta se abría a su izquierda y volvió la cabeza. Era el teniente Trindade, que entraba en la sala de mecanografía, momentáneamente desierta, o casi, e iba a reunirse con ella.

—¿Quiere un té? —preguntó el oficial portugués.

—No, gracias.

—¿Ni un café?

—No, no quiero nada, gracias. Estoy bien.

El teniente vaciló, miró a su alrededor, allí no había nadie más, el resto del personal se había ido a comer y las máquinas de escribir estaban sumidas en el silencio.

—¿Está segura de que no quiere ir esta noche a bailar un
fox-trot
conmigo?

—Le agradezco de nuevo su amable invitación, pero no es posible.

—Lo pasaría bien…

—No lo dudo, señor teniente, pero lamentablemente no puedo.

—Oh, no me llame señor teniente, se lo ruego. Le he pedido ya tantas veces que me trate de Cesário. Vamos, por favor, llámeme Cesário.

—Le pido disculpas, trataré de recordarlo.

Agnès se sentía ya cansada de todas las atenciones que le brindaba el teniente Trindade desde que, hacía casi una semana, había empezado a trabajar en el cuartel general. Ir a Saint Venant había sido una idea de Afonso, ahora que se había ido de casa necesitaba trabajo, y el centro de comando del CEP era una alternativa interesante. Se trataba de un lugar tranquilo, no por casualidad los soldados llamaban al cuartel general «Gran Ganga». Afonso se la había presentado a su amigo Trindade,
el Mocoso
, la misma mañana en que se reconciliaron y, como hacía falta una persona que se encargase de atender a los ciudadanos franceses que por alguna razón tenían que establecer contacto con el CEP, se resolvió que Agnès ocupase el puesto. El problema es que enviaron de inmediato a Afonso a las trincheras y su amigo teniente sentía por la bella recién llegada una inusitada atracción. Estaba cada vez más claro que Trindade no le manifestaba tanta amabilidad por mero sentido del deber para con Afonso, sino más bien por la evidente e insoslayable atracción que ella le producía. El teniente no se cansó de aparecer, los últimos días, en la sala de mecanografía, siempre con pretextos para conversar, y de las palabras galantes había pasado ahora a las invitaciones melosas.

—¿No quiere ir al cinematógrafo conmigo? —insistió él, después de una pausa embarazosa.

—Sería fantástico, pero no puedo.

—No sabe lo que se pierde. Van a poner una película de Max Linder que es para desternillarse de risa, y después,
Juana de Arco
, con Geraldine Farrar.

—Prefiero a Sarah Bernhardt.

—A mí también me gusta. Pero mire que la Farrar tiene una voz hermosísima, dicen que en la ópera es magnífica.

—No interesa mucho que tenga buena voz. —Agnès se rio—. La película es muda.

—Es cierto —reconoció Trindade, sin poder evitar que el rubor le subiese a la cara—. Pero venga, le va a gustar.

—Gracias, pero no puedo.

—Pero ¿por qué? ¿Tiene realmente algo tan importante que hacer?

—Alphonse llega esta noche.

El teniente Trindade,
el Mocoso
, sintió el golpe, forzó una sonrisa, murmuró una disculpa imperceptible e, irritado, dio media vuelta y salió de la sala de mecanografía. Divertida ante esta reacción, Agnès contuvo la risa y regresó al sobre que había abierto hacía unos minutos. Era de un agricultor de Lestrem que protestaba porque los soldados le habían robado todas las manzanas que había puesto en un carro, junto al mercado, y exigía ahora una compensación. La francesa tomó nota de la queja en un formulario propio y derivó el asunto al mayor Ezequiel, encargado de las cuestiones entre el CEP y los civiles. Agnès sonrió pensando en los francos que habría que desembolsar para pagar por esos hurtos. Por el volumen de quejas que recibía, comprobó que el robo de comida era común entre los soldados, en especial patatas y nabos. Pero muchos hurtaban también ropa interior, como camisetas, calzoncillos y calcetines, sobre todo de lana, e incluso guantes, chalecos, impermeables, botas de goma, todo lo que pudiese protegerlos del frío y el barro.

Cuando Agnès se preparaba para abrir el sobre siguiente, el teniente Trindade asomó por la puerta y la interrumpió.


M'dame
—llamó.

—¿Sí?

—Hay una señora que pregunta por usted.

—¿Por mí?

—Mejor dicho, no exactamente por usted —titubeó el oficial—. Es una civil y creo que es mejor que hable usted con ella.

Agnès se levantó, intrigada, y siguió a Trindade hasta la puerta de entrada de la mansión. Un soldado cerraba el acceso, y del lado de fuera venían unos gritos histéricos en francés, era una muchacha claramente perturbada. Agnès se acercó, el soldado la dejó pasar y se encontró con la chica bañada en lágrimas.

—¿Qué ocurre,
mademoiselle
?

Al verse frente a una mujer francesa, la muchacha se calmó un poco, aunque temblaba aún presa de los nervios.

—Me voy a matar,
m'dame
.

—No diga disparates. Venga aquí y cuénteme qué le pasa.

Agnès cogió a la muchacha por los hombros y la llevó a la sala de mecanografía. Trindade, incómodo con la situación, optó por quedarse atrás, detestaba las escenas de llanto femenino.

—Cuénteme, pues, cómo se llama y qué es lo que tanto la agobia —le dijo Agnès cuando la muchacha se sentó en una de las muchas sillas vacías de la sala.

—Me llamo Germaine y trabajo en el LG3, la papelería de madame Faës.

Pausa.

—¿Y qué ocurre?

—Voy a tener un hijo.

—Ah —entendió Agnès—. ¿Está segura?

—Sí, fue lo que me dijo el doctor Roche.

—Y el padre es un soldado portugués.

—Sí —asintió, bajando la cabeza.

—¿Y dónde está él?

—No lo sé, ha desaparecido. —Germaine aferró la mano de Agnès con una fuerza desesperada—. Tiene que ayudarme a encontrarlo,
m'dame
. Tengo que casarme con él. Si no me caso, mi padre me mata. Yo misma me mato.

—Cálmese. ¿Quién es él?

—Se llama Carlos.

Agnès se levantó, fue hasta la puerta y se asomó.

—Señor teniente, por favor. Usted…

—Cesário, por favor. Llámeme Cesário.

—Perdón. Cesário. ¿Usted conoce algún soldado llamado Carlos?

—¿Carlos qué?

Agnès miró hacia atrás y le repitió la pregunta a Germaine, que meneó la cabeza, no conocía otro nombre, sólo aquél. La baronesa volvió a encarar al teniente Trindade.

—Sólo Carlos.

—Hay montones de Carlos en el CEP,
m'dame
. ¿Sabe al menos a qué batallón pertenece ese Carlos?

Germaine no lo sabía. Agnès le agradeció al teniente y volvió al lado de la muchacha, explicándole que, sin ninguna identificación más precisa, sería imposible localizar al joven, Carlos era tan común entre los portugueses como Charles entre los franceses. Germaine se tapó la cara con las manos y lloró desconsoladamente. Agnès intentó animarla y, para convencerla de que harían algo por ella, tomó nota del incidente, dirigiéndosela al mayor Ezequiel. Diez minutos después, acompañó a Germaine hasta la puerta y la vio marcharse abatida, desesperada, entregada a su destino.

—Eso es muy común —comentó negligentemente el teniente Trindade, apoyado en la puerta y acabando un cigarrillo—. Ya la semana pasada vino aquí una vieja cheposa, abuela de otra chica, a insultarnos a todos. —Soltó una bocanada de humo—. ¡Huy, qué vieja bruja!

Agnès lo escuchó en silencio, simuló una sonrisa leve y se retiró. Volvió a su escritorio, pero ya no fue capaz de proseguir con su trabajo. Se sentía cansada, deprimida y deseó ardientemente el encuentro con Afonso que, pronto, si así Dios lo quería, vendría de las trincheras.

La Brigada del Miño abandonó las primeras líneas la noche del 28 de diciembre, sustituida por la 2ª Brigada de la 1ª División. La Infantería 8 recibió orden de marcha y partió de Ferme du Bois II, al abrigo de la oscuridad, hasta Upton Road, giró a la derecha en la Queen's Mary Road, pasó por Senechal Farm, en Lacouture, cruzó el canal La Lawe hasta Vieille Chapelle, llegó a la línea férrea en Zelobes y se estacionó en Paradis South, en plena línea de las aldeas. Después de acompañar a los hombres hasta sus posiciones de descanso, Afonso fue a la brigada a recoger el permiso que le había prometido Trindade. Con el documento en la mano, siguió, muy fatigado, hasta el Hôtel Métropole, en Merville.

Agnès llevaba dos horas sentada en el sofá de la recepción esperándolo, ansiosa y nerviosa, con el corazón en un puño. El miedo le atormentaba el alma. ¿Toda habría ido bien? ¿Estaría él sano y salvo? ¿Y si ocurrió algo esta última semana y nadie dijo nada? Se mordió la piel de las uñas y sintió que le dolía el estómago, la ansiedad que la consumía contrastaba con su aspecto sofisticado. La francesa se había arreglado con primor, para recibirlo con sus mejores galas: estaba exuberante, con un vestido malva de
mousseline de soie
y perfumada, como siempre, con los deliciosos aromas de L'heure bleue. Cuando lo vio, por fin, entrar en el
foyer
del hotel, con manchas de barro y con la mirada vidriosa y fatigada, grandes ojeras oscuras que ensombrecían aún más su rostro sucio, se le echó en los brazos, feliz y aliviada: había vuelto vivo y eso era todo lo que le interesaba. El abrazo fue intenso, pero el olor nauseabundo que exhalaba el capitán la llevó a abreviar su efusividad.

—Tengo mucha hambre —le confesó el capitán al oído; se sentía débil.

—Sí —sonrió Agnès, haciendo una mueca por el mal olor que despedía—. Pero primero un baño.

Afonso se resistió, quería comer. La francesa ordenó una cena a los camareros y aprovechó para pedirles que primero calentasen agua. Una vez que le entregaron una gran jarra de agua en la habitación, ella misma desvistió al portugués y lo condujo hasta la bañera, donde hizo que se sentase en el largo recipiente de hierro fundido apoyado en patas con forma de garra, le echó el agua caliente en el cuerpo y lo frotó con jabón de miel, sin olvidar la zona genital, lo que lo despertó del sopor de la fatiga, le provocó una erección que le hizo lanzarle una mirada maliciosa.

—Ahora no —dijo Agnès con una sonrisa que era, en realidad, una promesa; quien dice «ahora no» deja sobrentendido «después sí»; el blando «
pas maintenant
» de la francesa contenía el germen de un ardiente «
oui
».

Fue esa misma noche cuando, por primera vez, Agnès tuvo la verdadera noción de que los hombres, al regresar de las primeras líneas, vienen hechos unos auténticos animales. Cuando salió del baño, Afonso se aferró a ella, aún mojado, pero el sonido de alguien que llamaba a la puerta lo obligó a frenar su impulso, lo que no fue fácil. Agnès fue hasta la puerta y una camarera le entregó una bandeja con la cena y se llevó el uniforme inmundo, los calcetines y los calzoncillos del capitán para lavarlos, además de las botas, que también requerían una buena limpieza. El menú incluía un
cassoulet
de cordero que Afonso, sentado en la cama, devoró ávidamente con la ayuda de un
pain de campagne
; rellenó el pan con las salchichas, las alubias y la carne del
cassoulet
y regó abundantemente la comida con un
vin ordinaire
, un tinto seco de buen sabor. Agnès estaba impresionada por la voracidad con la que el portugués atacaba el plato, parecía llevar varios días sin comer. Mientras disfrutaba del
cassoulet
, Afonso no conversaba y sólo emitía gruñidos de satisfacción. Eructó al final, ahíto, puso la bandeja en el suelo y, temblando por anticipado, arrancó deprisa el vestido de
mousseline
de Agnès y la penetró sin demora, con abandono, con urgencia, ella debajo aún poco lubricada, él gritó enseguida, pronto su cuerpo se calmó, vino el silencio, ella se quedó quieta durante unos segundos, sintió que la respiración del hombre se hacía profunda, oyó un ronquido, se sorprendió, ¿sería lo que estaba pensando? Le movió la cabeza y comprobó, decepcionada y ya sin sorpresa, que él dormía como un tronco.

Afonso pasó quince horas sumergido en un sueño profundo. Agnès se pasó toda la mañana sola, viéndolo roncar pesadamente. A veces él se agitaba, perturbado. Hablaba solo y llegó a dar un grito. En momentos así, la francesa lo abrazaba y lo besaba, le susurraba «
tout va bien, tout va bien
», mientras le pasaba los dedos por el pelo castaño y apaciguaba su sueño agitado. Agnès encargó el almuerzo y comió junto a la ventana, decidida a no perturbar el descanso del soldado, no había dudas de que había llegado exhausto,
le petit pauvre
.

El capitán no despertó hasta media tarde, con los ojos hinchados de sueño y con legañas negras, el polvo de las trincheras que los párpados expulsaban. Fue a lavarse la cara y se puso a comer lo que quedaba del almuerzo, un
canard d'orange
servido con arroz, sin importarle que el plato ya estuviese frío, ya se había acostumbrado a eso desde hacía mucho tiempo. Con expresión descansada, se mostró mucho más hablador que en la víspera, haciendo preguntas sobre lo que había pasado durante la semana.

—¿Y la Nochebuena?

—Me sentí sola, te eché de menos —se lamentó Agnès—. ¿Y tú?

—No quiero hablar de eso —dijo Afonso con un gesto nervioso—. Bombardeamos a los boches y ellos respondieron con granadas y tiros de mortero el día 25. Murieron tres hombres y hubo unos diez heridos.

—Lo lamento —balbució la francesa, acariciándole el pelo.


C'est la guerre
—comentó el capitán, con un resignado encogimiento de hombros mientras comía un trozo más del suculento
canard
.

—¿Sabes que has tenido un sueño muy agitado?

—¿Yo?

—Sí, tú. ¿Te acuerdas de lo que soñaste?

—No —dijo él, masticando el pato—. No me acuerdo.

—¿Fue con la guerra?

—No me acuerdo.

—¿Sueles soñar con la guerra?

Afonso suspiró.

—Sí, a menudo. Tengo muchas pesadillas.

—¿Qué tipo de pesadillas?

—Qué sé yo, sueño con la muerte de soldados que conozco, sueño que me quedo mutilado, sin piernas ni brazos, sueño que me mandan avanzar por la Tierra de Nadie y que no puedo correr, las piernas me pesan como plomo; sueño que voy a matar a un boche y descubro que él es mi padre. Ese tipo de sueños.

—Hum —murmuró Agnès, pensativa—. ¿Todos tus sueños están relacionados con la guerra?

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