La amante francesa (54 page)

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Authors: José Rodrigues dos Santos

Tags: #Bélica, Romántica

BOOK: La amante francesa
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—Sí, creo que sí.

—¿Todos?

—Todos.

—Tienes que tener cuidado —lo aconsejó—. Esas pesadillas concentradas en un único tema indican que estás a punto de sufrir un trauma emocional. Puede tener consecuencias a corto plazo.

—Oye, ¿estás practicando una sesión de psicoanálisis?

—No, Alphonse. Te estoy ayudando…

Afonso la besó.

—Eres un encanto —sonrió—. Pero no puedo hacer nada, no puedo acercarme al mayor Montalvão, mi comandante, y decirle: «Mayor, sáqueme de la guerra que estoy teniendo pesadillas». Eso no es posible.

—Pero tienes que cuidarte, ¿has oído? Entiendo que no puedas evitar seguir en la guerra, es evidente que no depende de ti, pero debes saber controlar tus emociones. Por ejemplo, el acto de poner en palabras los sentimientos dolorosos contribuye a disminuir el sufrimiento psíquico. Además, es importante que comprendas el significado de tus sueños, de tus sentimientos y de tus pensamientos: eso te ayuda a resolver esos traumas que se están gestando.

—Sí, señora doctora —replicó con una reverencia.

—Oh, ya estás tomándotelo todo a broma, contigo no se puede hablar en serio.

—Vale, vale —dijo conciliador—. No te preocupes, mi amor, recuerda que ahora trabajo sobre todo en la parte administrativa.

Agnès frunció el ceño.

—Oye,
mon mignon
, ¿existe realmente trabajo administrativo en las primeras líneas?

—¿Si existe? Hay un inmenso papeleo de informes, abastecimientos, logística, es un infierno de burocracia. —Afonso se movió en la cama, nuevamente incómodo por estar mintiendo sobre su función en las trincheras, y decidió rehuir aquel tema lo más pronto posible—. A propósito de burocracia, ¿cómo te va en el cuartel general de Saint Venant?

—Así, así.

—¿Trindade,
el Mocoso
, te ha tratado bien?

—No me quejo —respondió ella, decidida a no relatar los lances del teniente con ella, no quería ser motivo de roces entre hombres—. Pero creo que voy a buscar otra cosa, pienso que puedo ser más útil en otro sitio.

—¿Ah, sí? —se sorprendió Afonso, con las palabras ahogadas porque estaba masticando un trozo de pechuga de pato y tenía la boca llena—. ¿Dónde?

—He estado pensando que mi obligación es aplicar los conocimientos que adquirí en medicina.

—Pero no llegaste a terminar la carrera.

—Lo sé, pero aun así puedo ser útil. Como enfermera, por ejemplo.

—Ah, bien. Ya me había olvidado de que querías ser Florence Nightingale.

—Desde pequeña —asintió ella—. Además, quedarme en el hotel es demasiado caro, tengo que encontrar un sitio más económico.

—¿Quieres que vea si hay vacantes en algún hospital?

—No seas tonto,
mon petit mignon
, claro que hay vacantes. Estamos en guerra, no te olvides, siempre hace falta gente.

—Tienes razón —reconoció Afonso, pensativo, que se chupó los dientes para desprenderse de un trozo de carne—. Voy a ver lo que puede ser más interesante para ti. Tenemos los hospitales de sangre, las salas de convalecientes, los hospitales de la base…

—Sí, es una hipótesis. O puedo ir a un hospital francés, o incluso a uno inglés.

—Claro que puedes, aunque en un portugués estaríamos más cerca el uno del otro.

—Sí, pero creo que los portugueses se toman demasiadas libertades con las mujeres.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Afonso, suspendiendo el bocado siguiente en el aire y mirándola fijo a los ojos, inquisitivo—. ¿Has tenido algún problema?

—No —mintió ella—. Pero he oído algunas historias que no me han gustado.

El capitán se rio, reanudó su interés por el
canard
y comió el contenido del tenedor suspendido en el aire.

—Nosotros, los portugueses, somos así, mi amor. Unos mujeriegos.

Para probar lo que decía, y alegando que su deber patriótico de oficial era cimentar la fama de los machos portugueses entre la comunidad femenina francesa en el campo de batalla del amor, Afonso comió deprisa lo que quedaba del almuerzo, retiró la bandeja y se extendió en la cama con su amante. Comenzó a explorar a Agnès con los labios, con la lengua, con los dedos, muy despacio, rodeando sus suaves curvas, buscando sus puntos erógenos, excitándola, lubricándola, le quitó la ropa con suavidad, pieza a pieza, sin dejar de explorarla con las manos y la boca, fue lento y metódico hasta entrar dentro de ella, después adquirieron velocidad, juntándose los dos como cuerpos en brasas, navegando uno en el otro entre olas turbulentas de pasión, mientras las aguas se agitaban con fragor, revueltas, imparables, hasta que la tempestad alcanzó el auge de la furia y luego amainó, y la francesa, abandonada entre las sábanas en un sopor embriagante de sentimientos y sensaciones, se declaró satisfecha, tan satisfecha que compensaba con ello la frustración de la víspera.

Durmieron unos minutos y acabaron despertando con la perezosa lentitud del suave letargo en el que se habían sumergido.

—¿Vamos a París? —le preguntó él finalmente, en un murmullo, rompiendo el dulce silencio que se cernía sobre los cuerpos saciados.

—¿A París? —susurró Agnès, con los ojos cerrados, disfrutando de una plácida modorra—. Pero ¿no tienes que presentarte en la brigada?

—¿No te acuerdas de que he conseguido cinco días de licencia? —sonrió Afonso también relajado—. Vamos a París.

Ella abrió los ojos, repentinamente muy despierta.

—Pero eso es fantástico —exclamó con entusiasmo y excitación; se apoyó en los codos—. ¿Y cuándo comienza la licencia?

—Ya ha comenzado.

—¿Ya ha comenzado? Entonces, vámonos —decidió Agnès, que se levantó de la cama de un salto vigoroso—. Vamos, perezoso, fuera de la cama, vámonos.

Él alzó la cabeza, aturdido.

—¿Ahora?

—Sí, ahora. Tienes cinco días de licencia y ya ha pasado más de medio día.

—Pero…

—No hay pero que valga. Dentro de tres horas pasa un tren que va a París y vamos a cogerlo. Anda, date prisa.
Vite, vite
.

Afonso hizo un esfuerzo y se arrastró con indolencia hacia fuera de la cama, casi disgustado. Fue a afeitarse y a ponerse el uniforme lavado, que esa mañana entregaron los servicios de limpieza del hotel, mientras Agnès elegía para vestirse la imitación de un
poiret
, una elegante túnica negra estilo quimono con dobladillo rígido, la cintura alta ceñida con un pañuelo de seda rosa y un turbante negro en la cabeza. Afonso la miró desde el cuarto de baño como quien mira a una princesa, inalcanzablemente bella e insoportablemente distante, pero ella le lanzó un guiño de sus ojos verdes, juguetona, y enseguida se rompió la distancia, el capitán se sintió muy afortunado por contar con el amor de la mujer más atractiva y tierna que conociera nunca.

—Ese brillo de tu cara no son ojos —le dijo embelesado—. Son esmeraldas.

El tiempo escaseaba y tuvieron que darse prisa. Él se puso las botas, embetunadas con una meticulosidad impecable, y la ayudó a hacer las maletas. Media hora después, salieron de la habitación. Afonso pagó la cuenta y el gerente se comprometió a guardar el maletón hasta el regreso de la señora, dentro de unos días. Cogieron un taxi y, con sólo una maleta como equipaje, se dirigieron a la estación de Aire-sur-la-Lys a tiempo de montar en el tren a París.

Llegaron esa noche a la gran ciudad y un taxi los llevó hasta Les Halles, donde Agnès conocía un hotel agradable, situado en la Place Sainte-Opportune. El Citroën parisiense entró en la plaza y se detuvo junto a la acera. Afonso ayudó a Agnès a salir del automóvil, le pagó al
chauffeur
y observó el sitio pequeño y tranquilo.

En un rincón, casi escondido, se levantaba el Hôtel de Savoie, un edificio estrecho de cinco plantas, con una tienda al lado que anunciaba VINS LIQUEURS y un carruaje estacionado a la puerta. Por encima, el Hôtel de Venise, comprimido y viejo; había un cartel que informaba de que era un
hôtel meublé
. El angosto edificio de este hotel se encontraba encajado entre el Hôtel de Savoie y un edificio cubierto de carteles publicitarios, todos pegados de arriba abajo en la larga pared encalada. Afonso hizo un esfuerzo para leer los anuncios: uno promovía a una tal «Moussoline des Alpes»; otro anunciaba novedades en las Galeries Lafayette; un tercero hacía publicidad de los sensacionales salones de fotografía Dufayel. El capitán cogió la maleta y su atención regresó al Savoie y al Venise.

—¿Cuál es el nuestro? —preguntó con la mirada fija en los hoteles contiguos.

—Es el Savoie.

—Me parece bien —aprobó Afonso, que ya había decidido que ése era el que tenía mejor aspecto.

La habitación del Savoie, en la tercera planta, estaba dominada por una imponente cama Nenúfar, hecha esencialmente de caoba y con remates de bronce con hojas de oro. Los engastes se inspiraban en imágenes florales y la madera oscura se prolongaba en las vigorosas curvas típicas del formato espagueti que caracterizaba al
art nouveau
. Los recién llegados comieron una simple
baguette
con jamón y queso y bebieron un vaso de leche antes de sumergirse en la espléndida cama del hotel y amarse sucesivamente con tal intensidad y desprendimiento que, al final de la tercera vez, Agnès se preguntó en voz alta, lánguidamente extendida sobre las sábanas, ya exhausta pero saciada y en medio de un acceso de risa, si no estaría transformándose en una disoluta.

París fue un descubrimiento para Afonso. Agnès lo llevó a los lugares de su juventud: la universidad, el apartamento de estudiante en la Rue de Montfaucon, el Champ-de-Mars y la Torre Eiffel, la Brasserie Lipp, donde había conocido a Serge, y los cafés Le Procope, Stohrer y Tortini, donde había estudiado durante horas, además de todo el barrio de Saint Germain-des-Prés y los elegantes edificios de la Sorbona, en un emocionante viaje a su pasado estudiantil. Lo curioso es que ella conocía París, pero, a pesar de ello, se perdía con frecuencia, y era él quien acababa orientándose en las calles de la ciudad. Sin embargo, cuando era Afonso el que se perdía, lo que era raro, se negaba obstinadamente a pedir indicaciones a alguien, insistiendo en que encontraría el camino por sí mismo.

Fue así, después de una de esas porfías, como acabaron pasando accidentalmente por la galería Kahnweiler, en la Rue Vignon, donde Agnès conoció el cubismo cuando era estudiante. La galería estaba cerrada y un vecino la informó, con evidente satisfacción, de que
herr
Kahnweiler se había exiliado desde el mismo estallido de la guerra.

—El boche se marchó con el rabo entre las piernas,
le salaud
—exclamó el vecino, un viejo delgado y huesudo—. Debía de tener causas pendientes y por ello, seguramente, las autoridades confiscaron el local.

El encuentro de Afonso con el gran arte no se produjo, por tanto, en la galería Kahnweiler, así que se dispusieron a probar con el museo del Louvre. Pero el enorme palacio se encontraba también cerrado: habían trasladado las obras de arte a Tolosa en cuanto comenzó la guerra, para disgusto de Agnès, que no se resignaba a la mala suerte.

—Es una pena —se lamentó, sacudiendo la cabeza—. Me habría gustado tanto mostrarte grandes obras como la
Venus de Milo
, el
Gladiador Borghese
, el
Código de Hammurabi
.

—No te preocupes, otra vez será.


El Código de Hammurabi
es muy importante —insistió ella—. Serge, que se graduó en Derecho, me explicó que el
Código
es la primera tabla de leyes conocida y que reguló la justicia de Babilonia hace cuatro mil años. Lo precedieron los
Códigos de Ur
y el
Código del rey Ishtar
, de Sumeria y Acadia, pero el de Hammurabi es la única tabla de leyes que sobrevivió intacta en el tiempo. Establece unas trescientas leyes y está redactado en caracteres cuneiformes grabados en una estela de diorita, una especie de piedra oscura que fue traída al Louvre. Un poco como la piedra de Rosetta, de los egipcios, que se encuentra en Londres. Es algo realmente impresionante, único, extraordinario, es realmente lamentable que no lo podamos ver.

—La verdad es que a mí me habría gustado tener la
Gioconda
enfrente.

—Oh, esa obra tiene más fama que provecho —repuso Agnès con una mueca de desprecio, decepcionada por la atención excesiva que todos insistían en darle a la minúscula pintura de Da Vinci—. La
Gioconda
es pequeñita, insignificante, hasta ridícula. No tiene punto de comparación, en importancia, con el
Código de Hammurabi
, créeme. Pero ¿sabes?, en mi época de estudiante ocurrió algo gracioso. —Sonrió—. Robaron la
Gioconda
. Fue un gran escándalo en aquel entonces, los periódicos insistieron en la acusación de negligencia y de incompetencia. Tardaron dos años en recuperarla, la había robado un italiano que se llevó la pintura a Italia. Cuando el cuadro volvió al Louvre, se montó un enorme dispositivo policial para protegerlo: parecía que la
Gioconda
era la reina de Inglaterra.

La vida nocturna de París se reveló sorprendente, sobre todo por seguir tan activa en tiempos de guerra. Pasaron una noche por el Moulin Rouge y fueron a bailar al animado Moulin de la Galette. Afonso gastó allí una parte significativa de sus ahorros, pero no le importó, ganaba 478 francos al mes y raramente los gastaba, las trincheras estimulaban poco el consumo, de modo que durante varios meses fue acumulando los salarios. La verdad es que la experiencia de la guerra le había hecho relativizar la importancia del dinero, encaraba ahora todos aquellos francos como un simple medio de vivir el presente, saborear el momento, disfrutar de la vida y dejar de lado otras preocupaciones.

Por ello, la penúltima noche, la del
réveillon
, decidió proporcionar a Agnès una inolvidable fiesta de Fin de Año. La llevó a las Folies-Bergère, cuya principal atracción era un espectáculo con dos de las grandes estrellas francesas del momento: la hermosa Mistinguett y el encantador Maurice Chevalier.

—Se llama Chevalier, pero no es de la misma familia —aclaró Agnès con una carcajada durante el intermedio—. Nosotros somos Chevallier con dos eles; él es Chevalier, con una sola ele.

La principal canción del espectáculo era
Pas pour moi
, que cantaron nuevamente cuando sonaron las doce de la noche. Brindaron por la llegada de 1918 con
champagne
y se hicieron promesas de amor eterno en un largo abrazo de Año Nuevo. Después del
réveillon
, y ya terminados el espectáculo y la fiesta, Agnès salió de las Folies-Bergère cogida del brazo de Afonso y tarareando la melodía popularizada por Mistinguett y Chevalier:

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