—¿En traumatología? ¿Por qué?
La enfermera jefe se detuvo, sorprendida.
—¿Por qué? ¡Vaya pregunta! ¿No ha visto que hoy tenemos muchos heridos?
Agnès se sintió paralizada. Quería formular la pregunta que tenía en la mente, la pregunta crucial, la pregunta que la consumía desde que por primera vez oyera el fragor anormalmente intenso de la artillería. Experimentaba, sin embargo, un pavor que la inmovilizaba, temía la respuesta, le daba miedo la verdad. Vaciló un buen rato, angustiada e indecisa, pero acabó pronunciando las palabras que la sofocaban.
—¿Qué ocurre?
La enfermera jefe llenaba el registro de las admisiones de último momento y no levantó la cabeza.
—Así pues, ¿no lo sabe? Los boches han lanzado una gran ofensiva.
El corazón de Agnès se aceleró.
—¿Dónde?
—En todo el sector portugués. Ferme du Bois, Neuve Chapelle, Fauquissart. Es una catástrofe, hay muchos muertos y no paran de llegar heridos a centenares.
Agnès miró aterrorizada el registro que estaba haciendo la enfermera jefe, lo arrancó con brusquedad de las manos de su superiora jerárquica, que se quedó boquiabierta, y buscó con angustia y en gran estado de ansiedad el nombre del capitán Afonso Brandão. Recorrió la lista tres veces. Después de comprobar que no constaba en el registro, dejó caer el documento al suelo y se fue corriendo hasta el patio. Con los ojos bañados en lágrimas y la mano derecha pegada a la boca, se quedó inmóvil mirando el horizonte.
—Alphonse —murmuró conmovida.
Quiso gritar, pero le faltaban las fuerzas, sólo asomó un sollozo a su garganta. Allí se quedó paralizada, con la mirada perdida, invadida por presentimientos tumultuosos, la desesperación adueñada de su alma, la esperanza sumida en un rincón, rota y olvidada. Se sentía perdida, amedrentada, abandonada por el destino, rodeada por el siniestro fragor de la batalla, aplastada por las tenebrosas columnas de humo negro que se extendían hacia el cielo en un pavoroso augurio de muerte: eran en definitiva el oráculo, la profecía de una terrible tragedia.
Eran poco más de las nueve de la mañana y Afonso sabía que la situación era muy crítica. El sargento Rosa le había traído la noticia de que los alemanes estaban flanqueando al batallón, entrando por el sector inglés de Fleurbaix, lo que implicaba que el puesto corría el riesgo de ser cercado.
—No entiendo por qué motivo los gringos no dijeron nada —se desahogó hablando con Pinto—. ¿O sea que retroceden y no avisan?
El teniente Pinto lo encaró con expresión alucinada.
—Deberíamos hacer como ellos, Afonso —dijo—. Si ellos se han ido, también tenemos que irnos nosotros, es peligroso estar aquí.
Afonso se quedó atónito ante este comentario hecho delante de los soldados.
—¡Oiga, teniente, compórtese! —bramó el capitán, que asumió con firmeza su papel de superior jerárquico—. ¡No quiero oír aquí ese tipo de comentarios! Tenemos un deber que cumplir y vamos a cumplirlo. Haga el favor de asegurar que los hombres bajo este comando mantengan su espíritu de combate.
El teniente no dijo nada más y fue a sentarse junto al telefonista, cabizbajo. Afonso lo miró con preocupación. Se negaba a salir del refugio, alegando los más variados y absurdos pretextos, sudaba mucho y se mantenía ajeno a las funciones de comando a las que, por ser oficial, estaba obligado. El capitán consideró que, dadas las circunstancias, eso era normal, él mismo se encontraba terriblemente amedrentado, pero el Zanahoria no debería dejar traslucir de un modo tan visible su miedo, sobre todo frente a los hombres. Más que afectar al prestigio de los oficiales, esa actitud era, en aquellas circunstancias, tremendamente peligrosa.
Una intensa fusilería estalló en ese momento en el puesto. Las ametralladoras y los fusiles comenzaron a disparar, y se oían zumbidos por todos lados. Afonso salió del refugio de comando y fue corriendo hasta uno de los tres depósitos de Vickers existentes en el puesto. El encargado de la ametralladora disparaba furiosamente hacia delante, mientras el ayudante preparaba una segunda cinta de balas para encajar en el arma. El capitán se le acercó al oído, intentando hacerse entender en medio del estruendo.
—¿Qué pasa?
—Boches, mi capitán —gritó el ayudante como respuesta. Señaló hacia delante; Afonso vio cascos que se movían en las líneas, eran varios centenares—. Están allí.
El capitán miró a su alrededor y vio a los soldados que defendían el puesto de Picantin abriendo fuego hacia el este y hacia el norte. Volvió al refugio de comando para coger, también él, un fusil, y coordinar la defensa. Asomó a la puerta y lanzó las órdenes.
—André, ve con un soldado hasta Red House a pedir auxilio. Diles que nos están rodeando y necesitamos refuerzos y municiones.
—Inmediatamente, mi capitán —exclamó el telefonista, que se levantó de la silla y se procuró un arma.
Afonso miró a su alrededor.
—¿Dónde está el teniente Pinto?
André lo encaró turbado.
—El teniente… ha salido, mi capitán.
—¿Que ha salido? ¿Adónde?
El telefonista se encogió de hombros y bajó los ojos. El capitán se dio cuenta de que no estaba diciendo toda la verdad.
—André, ve a llamarlo, anda. —Afonso fue hasta el armario del refugio y cogió la última Lee-Enfield que había ahí. Dio media vuelta para salir y vio a André inmóvil en el mismo sitio—. ¿Y? ¿Qué estás haciendo ahí?
—Mi capitán —titubeó el telefonista, que se calló enseguida.
—¿Qué hay, hombre? —se impacientó Afonso, imperioso—. ¡Desembucha, anda!
—Mi capitán, el teniente Pinto no está aquí —dijo André con gran esfuerzo.
—Eso ya lo sé. Ve a buscarlo.
El telefonista vaciló.
—Mi capitán, el teniente Pinto se ha ido.
El mayor Gustavo Mascarenhas miró las cajas de municiones que había logrado reunir. Eran ahora las diez de la mañana y el segundo comandante de la Infantería 13 había juntado solamente tres mil cartuchos, mendigados al comandante de un batallón de ciclistas ingleses que se encontraba en el
blockhaus
de Lacouture, al lado de la iglesia. No eran muchas balas, pensó, pero tendrían que arreglárselas con lo que había. El problema era ahora hacer llegar estas municiones a las compañías que habían salido en busca del enemigo.
—¿Me permite, mi mayor?
Mascarenhas se volvió y vio al alférez Viegas.
—¿Qué ocurre, Viegas?
—Han aparecido soldados del 15, mi mayor.
El mayor siguió al alférez y encontró a los integrantes de la Infantería 15, de Tomar, junto a la iglesia. Ese batallón se mantenía en reserva detrás de Vieille Chapelle y su aparición era la primera buena noticia del día. Mascarenhas fue a reunirse con el comandante del 15, el mayor Peres, que se encontraba en el sótano de una casa de los alrededores, y le expuso el problema de la falta de municiones.
—No tengo cartuchos para darle —respondió Peres.
Mascarenhas suspiró, desalentado.
—Entonces no sé cómo podremos resistir —repuso—. Sin balas no tenemos cómo oponernos al avance del enemigo.
El mayor Peres se quedó pensativo, desplegó un mapa sobre la mesa e indicó un punto.
—Mayor Mascarenhas, lo mejor que podemos hacer es montar un servicio de reabastecimiento de municiones a través de los puestos hasta aquí, en Vieille Chapelle. Vosotros vais a los puestos a buscar las municiones y las distribuís entre las tropas. ¿De acuerdo?
—Es mejor que nada —se consoló Mascarenhas—. Pero necesitaría también refuerzos.
El mayor Peres tamborileó sobre la mesa donde se extendía el mapa, sopesando las opciones. Acabó decidiéndose.
—Os doy una compañía —dijo—. La del capitán Brito.
El alférez Viegas entró en ese momento en el sótano, acompañado por un soldado jadeante.
—¿Me permite, mi mayor? —dijo dirigiéndose a Mascarenhas.
—Dime.
—Está aquí el soldado Camacho, de la segunda compañía, que acaba de llegar con informaciones.
—¿Qué pasa?
El soldado hizo el saludo militar; su pecho jadeaba pesadamente por haber llegado a la carrera.
—Mi mayor, los desertores dicen que los boches avanzan por los intervalos entre los puestos, rodeándolos y apresando a todo el mundo. —Hizo una pausa para respirar—. El teniente Alcídio pregunta qué hacer. —Alcídio era el comandante de la segunda compañía—. Él también pide municiones.
—Muy bien, Camacho —dijo Mascarenhas—. Vas a volver a las líneas; llevarás algunas municiones contigo. Dile al teniente Alcídio que vamos a enviarle soldados del 15 para que lo apoyen. ¿Ya han tenido contacto con el enemigo?
—Aún no, mi mayor.
—Cuando lo tengan, las órdenes son resistir, siempre resistir. ¿Has entendido?
—Sí, mi mayor.
—Ve, pues.
Vicente,
el Manitas
, sentía cansados los músculos del brazo derecho de tanto repetir el movimiento. Apuntaba a un alemán, disparaba, abría la culata, tiraba de ella, dejaba que la bala entrase en el cañón, cerraba la culata, apuntaba, disparaba, abría la culata, tiraba de ella, dejaba que la bala siguiente entrase en el cañón, cerraba la culata, apuntaba, disparaba, y así sucesivamente, hasta agotar, en el lapso de dos minutos, las diez balas del depósito de la Lee-Enfield. En ese momento sustituía el depósito y recomenzaba el proceso de abrir la culata, tirar de ella, dejar que la bala entrase en el cañón, cerrar la culata, apuntar y disparar. En realidad, el proceso de vaciar un depósito duraba dos minutos porque el capitán Brandão había dado órdenes para ahorrar balas y sólo disparar en caso necesario. De lo contrario, los soldados eran capaces de gastar las diez balas en sólo cincuenta segundos, dado que el proceso de cargar el fusil duraba apenas cinco segundos.
—¡Ha caído el equipo de la ametralladora! —gritó alguien—. ¡Ayuda!
Vicente se dio cuenta, por la alteración en el estruendo que lo rodeaba, de que una de las Vickers había dejado de disparar. Siguió alguna confusión, sólo con los fusiles y otra Vickers abriendo fuego, hasta que alguien le tocó el hombro. Manitas se volvió y vio a Afonso con la alarma estampada en los ojos.
—¿Sabes usar la Vickers? —le preguntó el oficial.
—Más o menos, mi capitán.
—Entonces, ve. Sérgio te ayudará con las cintas de municiones.
Vicente corrió agachado hasta el escondrijo de la ametralladora y vio a los dos hombres que la manejaban tumbados en el suelo. Uno yacía inerte, el otro se movía y un tercer compañero lo miraba. En una mirada de soslayo, se dio cuenta de que los habían alcanzado balas, supuestamente de ametralladora. Observó por la aspillera, la brecha abierta entre los sacos de tierra, y buscó el arma enemiga que había disparado contra los hombres de la Vickers. A la izquierda, apoyada en el tronco de un árbol, había una Maxim, que probablemente habían colocado los alemanes sin que el equipo de la Vickers se diese cuenta. Manitas agarró las asas de la ametralladora pesada, apuntó a la Maxim, esperó que Sérgio se reuniese con él para reabastecerlo de municiones y, ya en su puesto, apretó el gatillo. Se alzaron junto al tronco sucesivos penachos de tierra y polvo. La Maxim respondió, Vicente insistió, lanzó ráfaga tras ráfaga y la ametralladora enemiga dejó de responder. Cuando se asentó el polvo, pudo ver la Maxim caída, claramente alcanzada por los disparos.
—¡Los hemos cogido! —se felicitó Vicente, que le sonrió a Sérgio.
El ayudante devolvió la sonrisa.
—Bien, Manitas.
Vicente vio varias decenas de hombres corriendo cerca del sitio donde se encontraba la Maxim y volvió a apretar el gatillo; nuevas ráfagas alcanzaron a algunos alemanes más. De repente, la ametralladora portuguesa comenzó a disparar en seco. Vicente se quedó sorprendido, observó y vio que se había agotado la cinta de balas.
—Mete más municiones —le pidió a Sérgio—. ¡Deprisa, deprisa!
El ayudante cogió una nueva cinta y se acercó al tambor de la Vickers para encajarla en la ametralladora. Al tocar el arma, sin embargo, gritó de dolor.
—¡Caramba, esta mierda está hirviendo! —exclamó sacudiendo la mano.
Vicente experimentó la temperatura del metal con un leve toque de los dedos y comprobó que la ametralladora estaba, en efecto, muy caliente.
—Agua —pidió, mirando frenéticamente a su alrededor—. ¿Dónde hay agua?
No encontraron agua para enfriar el tambor, y Sérgio fue a hablar con Afonso para ver si conseguía un poco. El capitán dio un salto al escondrijo de la ametralladora y, después de comparar igualmente la temperatura de la Vickers, miró a Vicente.
—La poca agua que tenemos tiene que ser racionada y únicamente debe usarse para dar de beber a los hombres —dijo.
—Pero, mi capitán, ¿cómo enfriamos la ametralladora? Está muy caliente y, de seguir así, se derretirá el cañón.
Afonso lo miró a los ojos.
—Oye, ¿no tienes ganas de mear?
El rostro de Vicente se congeló en una expresión interrogativa, pero al cabo de dos segundos se iluminó con una sonrisa, había comprendido. Manitas fue a buscar un recipiente, retiró la Vickers de la aspillera abierta entre los sacos de tierra, colocó el recipiente por debajo de la parte delantera del tubo, desenroscó la tapa y del interior del tubo comenzó a chorrear agua hirviendo en el recipiente. Cuando el agua dejó de caer, colocó de nuevo la tapa mientras Afonso desenroscaba otra tapa, ésta situada en la parte superior del tubo, justo después de la mirilla del arma. Los dos hombres, a quienes se agregó Sérgio, se incorporaron, manteniendo el tronco inclinado para no exponerse al fuego enemigo, se abrieron la bragueta e hicieron puntería en la abertura situada en el extremo del tubo. Cuando la orina tocó el hierro caliente se produjo de inmediato un
ffzzzz
de enfriamiento; parte del líquido se evaporó, la otra parte se acumuló en el tubo cilindrico. Cada uno vació la vejiga en el interior del tubo. Afonso fue a llamar a más hombres para que orinasen en la Vickers. Cuando el tubo estuvo lleno, Sérgio enroscó la tapa y Vicente probó con los dedos la temperatura del metal.
—Sigue caliente, pero ya está mucho mejor —dijo—. Aguanta unos cinco minutos más, diez a lo sumo.
—Cuando vuelva a hervir, vacías de nuevo el tubo y le metes el agua del recipiente —lo instruyó Afonso, que consultó el reloj: eran las diez de la mañana.
—Sí —asintió Vicente—. Con el frío que hace aquí, a esa altura el agua ya se habrá enfriado.