La amante francesa (69 page)

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Authors: José Rodrigues dos Santos

Tags: #Bélica, Romántica

BOOK: La amante francesa
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—¡Oiga! ¡Oiga! —llamó, e hizo una pausa—. ¿Me oye bien? ¡Diga! ¡Oiga! —Intentó la comunicación durante un minuto más hasta convencerse de que no era posible la llamada. Miró a Mascarenhas y meneó la cabeza—. No hay respuesta, mi mayor. Las granadas deben de haber cortado los hilos.

—Coge a dos hombres y ve a reparar las líneas —ordenó el mayor.

Viegas se puso la gabardina, llamó a dos soldados, cogió una caja de herramientas y salió, sumergiéndose en la noche turbulenta.

Hacía ya una hora que el pelotón dirigido por el sargento Rosa se protegía en la línea del frente, viendo cómo las granadas y bombas, que ululaban al acercarse, despedazaban metódicamente la trinchera de la primera línea. Las primeras salvas se habían dirigido a la retaguardia, pero la artillería alemana fue poco a poco acortando el tiro, arrasando las posiciones portuguesas de atrás hacia delante como un rodillo compresor, hasta concentrarse en la primera línea. A Vicente ya le había rozado el hombro una esquirla de bomba cuando se oyó un zumbido más y todos se acurrucaron, dándose cuenta por instinto de que la granada caería justo encima de ellos.

La explosión se produjo de lleno en la línea del frente, en una zona guarnecida por algunos hombres del pelotón. Fue una deflagración terrible, seguida de una ráfaga caliente de aire y de una lluvia de escombros, piedras y polvo, como si estuviese pasando por allí una corriente de los infiernos. Matias,
el Grande
, se levantó, los oídos le zumbaban, se inspeccionó el cuerpo, confirmó que había salido ileso a pesar de tener las mangas del uniforme rasgadas, y miró el cráter donde había caído la granada. En el lugar de sus compañeros se encontraba solamente aquel siniestro hueco humeante, era evidente que los cuerpos habían sido cortados a pedazos o incluso se habían volatilizado por la acción del calor de la explosión. El sargento Rosa se levantó con igual dificultad, se sentía mareado, y miró, contándolos, a cada uno de los hombres del pelotón.

—Faltan tres —concluyó. Miró de nuevo, buscó los rostros que no veía y los llamó—. ¿Ribeiro? —insistió—. ¡Ribeiro! ¡Ribeiro! —Todos se quedaron callados, con la mirada pesada, tensa—. ¿Párente? ¿Oliveira?

No hubo respuesta y el grupo supuso, sin gran margen para la duda, que los tres estaban muertos. En el cráter se veían algunos trozos de carne suelta y se reconocían incluso dos dedos, uno de ellos un pulgar. Había más vestigios, pero nadie quiso analizarlos. Otros dos hombres se encontraban heridos y gemían apoyados en lo que quedaba del parapeto, con unos sacos de tierra ya rasgados. A uno de los heridos le sangraba abundantemente la cabeza y el segundo tenía una esquirla clavada en la pierna.

—Pedroso —llamó Rosa—. Ayuda a esos dos y llévalos al puesto médico.

—Sí, mi sargento.

Pedroso se colocó la Lee-Enfield en bandolera, agarró el brazo del que estaba herido en la pierna, que se apoyó en él, cogió la mano del otro, y avanzaron trinchera arriba hasta donde pudiesen prestarles ayuda.

El pelotón se encontraba ahora reducido a unos cuatro hombres extendidos en la primera línea vigilando la Tierra de Nadie. A lo largo de la trinchera, se refugiaban otros pelotones de la compañía, pero no estaban a la vista. Diez minutos más tarde, otras dos granadas cayeron a continuación en plena línea del frente, a unos quince metros de distancia de los restos del pelotón del sargento Rosa, y los hombres se miraron.

—Mi sargento —dijo Matias, hablándole a Rosa al oído—. Es mejor que nos vayamos a una trinchera de comunicación; de lo contrario, estamos perdidos. Esta línea no se sostiene.

Rosa observó la parte de la línea del frente que se extendía al alcance de sus ojos y comprobó que la trinchera había quedado totalmente desmantelada, en ciertas partes ya no había parapeto, sólo una amalgama de tierra y barro, tablas rotas y sacos reventados. Los hombres se encontraban todos tumbados en el suelo, tapándose los oídos con las manos: la única manera de defenderse de las sucesivas explosiones. Rosa se levantó, tocó la espalda de cada uno para llamarles la atención, hizo una seña con la cabeza, agarró el teléfono y fue corriendo, agachado, hasta Burlington Arcade, la primera trinchera de comunicación que tuvo delante; lo que quedaba del pelotón lo siguió. Una vez en la nueva trinchera, que se encontraba más entera y ofrecía mejor protección a las detonaciones de flanco, los hombres se refugiaron, con las Lee-Enfield preparadas, Matias sin desprenderse de la Lewis, y aguardaron.

Afonso miró una vez más el reloj. Eran las seis de la mañana, llevaba casi dos horas encerrado en el refugio, abrumado por la violencia de aquel fuego compacto. El capitán se preguntó cuánto duraría el bombardeo. Convencido de que se encontraban frente a una gran ofensiva, admitió la hipótesis de que la lluvia de bombas podría prolongarse más de un día y se preguntó también si, en aquellas condiciones, sería posible iniciar la retirada del CEP y la entrada de las nuevas fuerzas británicas destinadas a aquel sector. Era deseable que eso ocurriese antes del avance de la infantería alemana, razonó, pero Afonso sabía que era improbable, jamás los ingleses efectuarían una sustitución de fuerzas bajo tamaño bombardeo.

—Creo que van a hacer un
raid
—opinó el teniente Pinto con la voz trémula.

Todos los oficiales que se encontraban en el refugio de Pincantin coincidieron. Aquél sólo podría ser el bombardeo preliminar de un
raid
alemán más. Afonso tenía otra opinión, pero se ahorró manifestarla, sabía que acabaría corroyendo la determinación y la moral de los soldados.

—André, llama a la línea del frente —ordenó al telefonista de guardia.

El sargento André cogió el teléfono y llamó.

—¿Oiga? ¿Oiga? ¿Primera línea? —Hizo una pausa—. Un momento, el capitán Brandão quiere hablarle.

Afonso fue hasta el teléfono.

—¿Diga? Aquí el capitán Brandão. ¿Quién habla? —Pausa—. Sargento Rosa, ¿qué ocurre en la primera línea? —Pausa prolongada—. Sí, han hecho bien. —Una pausa más—. Claro. —Pausa—. Sargento, la orden es resistir, ¿entendido? Si es preciso, retrocedan hasta la línea B. Pero resistan, ¿ha oído? Resistan. —Pausa—. Hasta luego, sargento. Hasta luego.

Apoyó el auricular y miró a sus compañeros del refugio.

—¿Y? —quiso saber Pinto.

—Toda la línea del frente está destruida —dijo—. Han caído unas granadas encima del pelotón de Rosa, hay tres muertos y dos heridos, ya trasladados al puesto médico. El resto del pelotón se ha instalado en la Burlington. —Miró al telefonista—. André, ponme con los otros puestos de la primera línea.

El sargento cogió el teléfono, pero Joaquim llamó a Afonso antes de que se concretase la nueva llamada.

—Mi capitán, ha venido un ordenanza de la compañía del centro —anunció, señalando a un soldado delgaducho, con expresión de susto.

—¿Qué ocurre, muchacho?

—Mi capitán, mi comandante manda comunicar que ha retirado parte de la compañía hacia la derecha y otra parte hacia la izquierda porque no se puede seguir en el punto donde nos encontrábamos. La barrera es muy fuerte y ya tenemos dos muertos y seis heridos.

—Muy bien —replicó Afonso—. Dile al comandante que he tomado nota y voy a transmitir esa información. —Se volvió hacia el teniente Pinto—. Zanahoria, hazme el favor, llama a Augusto. Quiero que se reúna con el mayor Montalvão para transmitirle esta información y solicitarle instrucciones.

—Mi capitán —interrumpió André, sosteniendo el teléfono—. El cabo Veloso de la primera línea al habla.

Afonso miró todos los rostros vueltos hacia él, ansiosos, multiplicándose en demandas, y pensó que iba a tener un día muy difícil.

Sacudida la Senechal Farm por sucesivas detonaciones, sus ocupantes comenzaron a sentirse seriamente preocupados. Hacía casi tres horas que el alférez Viegas había salido a reparar las líneas telefónicas, pero lo cierto es que los teléfonos seguían mudos.

—Son las siete de la mañana, ya llevan tres horas de bombardeo —se impacientó Mascarenhas—. Esto parece algo más que una venganza.

—Es un
raid
, mi mayor, sólo puede ser un
raid
más —aventuró el capitán Ambrosio—. ¡Y qué
raid
!

La puerta de entrada se abrió con brusquedad y entró un soldado despavorido; otros venían detrás.

—¿Me permite, mi mayor?

—¿Qué ocurre?

—Tenemos heridos, mi mayor.

—Entren, entren —dijo.

Por la puerta pasaron cuatro hombres que llevaban a hombros a otros tres con sus ropas desgarradas, manchas de sangre en los brazos, en las piernas, en la cabeza. El capitán Ambrosio los llevó a los cuartos y ayudó a colocarles las vendas. El sargento Cacheira, uno de los amanuenses que se encontraban en la sala, se había acercado a una ventana a observar las explosiones cuando lanzó la alarma.

—Acaban de caer unos cilindros vacíos —anunció—. ¡Tienen humo dentro! —Estiró la cabeza para ver mejor—. ¡Atención! ¡Es gas! ¡Es gas!

Todos se pusieron las máscaras, incluso los heridos. Los militares sintieron la respiración pesada, el aire enrarecido, las gafas se empañaron, pero resistieron el impulso de arrancarse las máscaras y se mantuvieron así.

El sol se alzó por detrás de las líneas alemanas, pero nadie llegaba a verlo. La claridad del día brotaba pálidamente de la niebla cerrada que se había abatido sobre las trincheras, una neblina tan densa y opaca que sólo permitía una visibilidad de treinta metros, a lo sumo cincuenta. Afonso se cansó de usar los prismáticos para intentar observar lo que ocurría, sus ojos tropezaban con una barrera nublada que las lentes no lograban penetrar. El bombardeo había disminuido sensiblemente de intensidad sobre las primeras líneas, con la artillería alemana concentrada ahora en la retaguardia del sector portugués. Esta evolución, por un lado encarada con alivio, era en realidad muy preocupante, porque significaba que el enemigo, con alta probabilidad, hacía avanzar a su infantería. El problema es que la densa niebla impedía observar lo que ocurría en la Tierra de Nadie, dando así una enorme ventaja a las fuerzas atacantes.

—André, ¿no puedes conectarme con la primera línea? —preguntó Afonso.

El sargento meneó la cabeza.

—Creo que han cortado los hilos telefónicos, mi capitán. Nadie responde.

Afonso suspiró. Necesitaba hablar con urgencia con la línea del frente para saber si habían avistado a soldados enemigos, pero sin comunicaciones era difícil determinar la situación de la compañía. Los teléfonos no funcionaban y la neblina no permitía ver los «Very Lights» lanzados por los diferentes pelotones y compañías pidiendo socorro o informando del abandono de las líneas. Al darse cuenta de que no podía operar sin disponer de alguna información, el capitán fue hasta la puerta del refugio y llamó a su ordenanza.

—¡Joaquim! ¡Joaquim!

El soldado salió de su búnker y se acercó a paso rápido.

—¿Sí, mi capitán?

—Quiero que vayas a la primera línea a ver qué está ocurriendo. Si ves algún boche, no quiero tiroteos. Vuelves corriendo y me informas, ¿entendido?

—Sí, mi capitán.

—Ve, pues, anda.

Afonso regresó pensativo al refugio. Si el bombardeo se había atenuado, volvió a razonar, se debía sin duda a que la infantería alemana avanzaba. La neblina sólo servía para ocultar el avance de las tropas.

—Zanahoria —dijo, dirigiéndose al teniente Pinto—. Ve a decirles a los hombres de las ametralladoras que quiero que rieguen la Tierra de Nadie con ráfagas sucesivas. Que disparen hacia allá, aunque no distingan ningún objetivo.

Matias se agitaba en la trinchera, preocupado porque no lograba ver la Tierra de Nadie. Se oían disparos de ametralladora y fusiles, pero nada se podía observar, eran sólo sonidos que venían de alguna parte. El problema no era únicamente aquella neblina densa que empañaba su visión, también lo era la posición en la que el pelotón se encontraba. La Burlington Arcade podía incluso ser más segura que la primera línea durante un bombardeo pesado, pero, debido a su trazado perpendicular, no constituía sin duda el mejor sitio para observar un eventual avance de la infantería enemiga. No era casual, además, que no se hubiera concebido la Burlington como una trinchera de combate, sino sólo de comunicación.

—Mi sargento —llamó hacia atrás.

Ya no había necesidad de gritar, las granadas seguían estallando por allí, pero sin la intensidad de las tres primeras horas.

—¿Qué, Matias?

—La infantería boche debe de estar a punto de avanzar en cualquier momento, si es que no ha avanzado ya —indicó el cabo—. En esta trinchera no podemos distinguirlos. Oímos los tiros, pero no vemos nada. Tenemos que marcharnos.

—¿Y adonde quieres ir, Matias? —se sorprendió el sargento Rosa—. ¿No ves que la primera línea ha quedado inutilizada? Además, ya ni siquiera hay primera línea.

—Lo sé, mi sargento. Lo mejor es que vayamos a la línea B.

—El capitán Brandão ha ordenado resistir hasta el final.

—Sí, mi sargento —asintió Matias—, pero aquí no resistimos nada. Si los boches aparecen, desde el punto que ocupamos sólo llegaremos a verlos cuando se nos vengan encima. Además, como la artillería boche ya ha reducido su acción en esta zona, es muy posible incluso que estén intentando rodearnos, para pillarnos por detrás. Por eso tenemos que ir a la línea B. Allí resistiremos mejor.

—Él tiene razón, mi sargento —coincidió Baltazar, tumbado detrás de Matias.

Rosa se quedó meditando en el asunto. Alzó la cabeza, miró a un lado y al otro, comprobó que, realmente, no lograba ver lo que ocurría ni a la derecha ni a la izquierda y se volvió hacia el pelotón.

—Está bien —exclamó finalmente—. Vamos allá.

Eran las ocho de la mañana cuando el pelotón del sargento Rosa abandonó su posición en la Burlington Arcade, junto a la línea del frente, y retrocedió por aquella trinchera de comunicación rumbo a la línea B. Los hombres avanzaron a paso rápido, siempre agachados, y fueron a desembocar en la Rue Tilleloy, donde se formaba la segunda línea. Siguieron corriendo para atravesar la gran carretera, pero, a mitad de camino, sintieron que proyectiles rasantes cortaban el aire. Se inmovilizaron, sorprendidos, oyeron el matraqueo de una ametralladora a la derecha, se desorientaron; uno de ellos cayó al suelo con un sonido seco, fue alcanzado, Rosa saltó hacia delante y se lanzó al arcén, el resto del pelotón retrocedió y quedó del otro lado.

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