La amante francesa (65 page)

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Authors: José Rodrigues dos Santos

Tags: #Bélica, Romántica

BOOK: La amante francesa
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—¿Vosotros sufristeis muchas bajas?

—En mi pelotón, ninguna. Pero, en los demás pelotones, hubo más de diez hombres heridos, entre ellos un alférez y un teniente. Creo que encontraron un refugio que era un verdadero avispero de boches, pero los mataron a todos. O, mejor dicho, a casi todos, incluso apresaron a uno, que yo sepa.

—He oído decir que nuestros dos oficiales que acabaron heridos no se encuentran bien —comentó Mascarenhas en voz baja; por un momento, se hizo un silencio embarazoso, pero el tramontano retomó la conversación deprisa con un tono más animado—. ¿Y tú? ¿Has visto a muchos boches?

—Ni por asomo. Los tipos se escabulleron, llegamos a pillar a unos cuantos en fuga y a otros escondidos en los refugios, pero nada especial.

—Espero que el
raid
haya puesto a los tipos a raya. Se están envalentonando cada vez más, con los ataques que nos lanzaron los días 2 y 7. ¿Te has fijado en que han intensificado las operaciones?

—Sí, está llegando la primavera, el barro comienza a secarse y la cosa se va a calentar.

—Pero no son sólo los
raids
—insistió el mayor—. He estado leyendo los informes y he observado que los tipos han intensificado también las patrullas, este mes ya intentaron entrar varias veces furtivamente en nuestra primera línea. Eso raramente ocurría antes.

—¿Ah, sí? No lo sabía…

—¿Y has notado que la artillería boche ha estado más activa de lo normal?

—En eso ya había reparado. Me pregunto qué es lo que están pretendiendo hacer. Además, el propio Mardel está preocupado, por eso hemos hecho el
raid
de ayer.

—Pues hoy las cosas se han puesto de nuevo calientes, el comando ha recibido la información de que los tíos atacarían en todo momento y lanzó la orden de que nuestra artillería bombardease Piètre, Lugny le Petit y algunos sectores de la retaguardia a la altura de Illies. De modo que, en este momento, hay una actividad desenfrenada.

Se quedaron los dos oyendo el rumor distante de la artillería, los cañones portugueses y alemanes a fuego y contrafuego. Madame Cazin se acercó mientras tanto a la mesa con el menú. Mascarenhas lo consultó y pidió unas
andouilles
con manzana. La dueña del
estaminet
se alejó y el mayor le guiñó el ojo a Afonso.

—No sé qué cuernos es eso de las
andouilles
, pero por el nombre parece un ave. ¿Serán tal vez golondrinas?

Afonso sonrió.

—Picadillo envuelto en tripa —dijo.

—¿Tripa?

—Rellena de picadillo. Y manzanas. Los normandos le ponen manzanas a todo.

—¿Normandos?

—Sí, hombre, normandos. ¿No sabías que la dueña de este
estaminet
es normanda?

—¿Qué? ¿Ella? ¿Una vikinga?

—No, hombre, Normandía es una región de Francia que está aquí cerca, junto a la costa. Vino de allí, nada más que eso.

—Ah —exclamó, hizo una pausa y se quedó pensando en el plato que había encargado—. No me disgustan las tripas ni el picadillo. En Vila Real comemos eso y mucho más.

Se quedaron los dos callados, mirando por la ventana que estaba junto a la mesa. Afonso bebió el último trago de
poiré
.

—¿Sabes lo que más sorprendió cuando fuimos ayer a recorrer la Mitzi?

—¿Qué?

—Las trincheras de los boches.

—¿Qué tienen?

—Son de un lujo tremendo. Todo muy bien cuidado, el suelo seco, sofás, literas, iluminación eléctrica, gramófonos, relojes de péndulo, alfombras, qué sé yo. Hasta he visto un refugio decorado con papel pintado, fíjate.

—Estás bromeando.

—En serio. Aquello es increíble, parece que están en casa, está todo muy limpio, muy bien organizado. Además, son de una seguridad a toda prueba. Los refugios de la línea B están cavados en profundidad, defendidos por paredes de hormigón y conectados unos a otros por una red de túneles subterráneos. Resulta difícil de creer.

—Pero ¿es realmente así?

—Tal como te lo digo. Tim ya me había hablado de eso alguna vez, pero yo no lo creí, pensé que eran patrañas. Pero ahora que lo he visto…

—¿Cómo consiguen tenerlo todo tan arreglado?

—Han invertido mucho en las instalaciones de defensa. Por lo que parece, mientras que nosotros consideramos las trincheras como un lugar de paso, un refugio efímero mientras no los obligamos a retroceder, ellos las consideran como un puesto de permanencia a largo plazo, un sitio del que nunca saldrán. Nuestros mandos piensan que tenemos que dejar de lado las comodidades para afirmar nuestra voluntad de expulsarlos, dicen ellos que es para que mantengamos el espíritu ofensivo. Los mandos de los alemanes, en cambio, piensan que su ejército tiene que sentirse cómodo para afirmar su voluntad de no retroceder. De modo que, mientras que nosotros estamos en una pocilga, ellos se regalan con suntuosas mansiones excavadas en la tierra.

Mascarenhas abrió las manos con las palmas hacia arriba, en un gesto resignado.


C'est la vie
!

XV

L
a mano derecha se curvó como una garra, las uñas cargadas con la suciedad negra del barro oscuro de la tierra, aquel barro viscoso y pegajoso que lo invadía todo y todo lo impregnaba, insidioso y tan omnipresente que todos se habían resignado a él. Vicente metió su mano por debajo de la camisa y se rascó el hombro izquierdo.

—¡Joder con las pulgas! —exclamó, volviendo el cuello hacia el lado donde sintió la comezón. Se levantó un poco la camisa, por el cuello, y observó la roncha roja producto de la picadura del parásito. Acto seguido, con la misma mano se rascó el cuero cabelludo, irritado por los piojos. Vicente recorrió el refugio con la mirada y suspiró de fastidio—. Sólo a nosotros nos meten en este gallinero —rezongó—. Quien ha visto a los boches viviendo como hidalgos, en sus palacetes subterráneos, y quien nos ha visto aquí, en este agujero hecho de barro y mierda, debe de pensar que somos tontos. —Se calló un instante, reflexionando—. ¿Y quieren saber algo? Realmente lo somos. Somos tontos, somos unos soberanos tontos por someternos a estas condiciones, y todos calladitos, mientras los cabrones de los oficiales se hacen con las mejores instalaciones, los buenos ranchos, las grandes cogorzas y las buenas mujeres, y se están cagando en nosotros. Se están cagando.

—Puedes estar seguro —coincidió Baltazar, tumbado en su catre, con los brazos abiertos y las manos cruzadas bajo la nuca, a manera de cojines, sosteniendo la cabeza—. Esto no es vida, no es vida. Estamos aquí arrastrándonos, manducamos unas raciones mal preparadas y, para colmo, tenemos que aguantar estos bombardeos del carajo que no hay forma de parar.

Fuera, la artillería de los dos lados estaba ese día muy activa, más de lo normal. Es verdad que la actividad había crecido en las dos últimas semanas, pero parecía ahora prolongarse más que de costumbre. Los cañones vomitaban granadas con un ritmo regular, y se sucedían explosiones en ambos lados de las trincheras, no muy intensas, pero permanentes, una detonación aquí, después otra allí, y aún otra más. No era una barrera de ataque, sino un martilleo de desgaste.

—Dices bien, no paran —se quejó Abel, con los nervios destrozados—. Esto para mí es lo peor. Hace dos días que no duermo. No sé qué bicho ha mordido a los alemanes, pero la verdad es que, desde que hace unas semanas les ha dado por incordiarnos a toda hora y de atacarnos con las botellas de litro, los vasos de medio litro, las calabazas y no sé qué más, yo no pego ojo.

—Para mí, lo peor son los «barriles de almud» —comentó Vicente, refiriéndose a los proyectiles de grueso calibre—. ¡Cuando estallan, hasta me tiemblan los huevos, carajo!

Todos esbozaron una sonrisa fatigada. Los cañonazos proseguían, incansables.

—Los bombardeos son tremendos, es verdad —insistió Baltazar—. Pero lo que puede conmigo es la comida. —Se sentó en el catre y miró a sus compañeros, en un esfuerzo por desviar la atención del violento bombardeo desencadenado en el exterior—. ¿Qué me diríais si os cuento que fui a comprar un que-sito a la Cantina Depósito, un quesito que era una categoría, una categoría de queso flamenco, lo traje aquí, a las trincheras, y desapareció todo?

—¿Cómo que desapareció? —quiso saber Matias, hasta entonces entretenido en limpiar la Lewis.

—Desapareció. Lo colgué ahí, apagamos la luz, fui a echar una cabezadita y, cuando volví, ya no estaba.

—¿Eres tonto o te lo haces? ¿Así que dejas el queso ahí y después te sorprendes de que haya desaparecido?

—Sí, claro que me sorprendo. Nunca me imaginé que mis camaradas me birlasen la comida, caramba.

—¿Nosotros? ¿Birlarte el papeo? —Matias dejó el paño de la limpieza en una piedra y se llevó el índice a la sien—. ¡Hombre, ten juicio! ¿No ves que esto está lleno de ratones?

—¿Y qué tienen que ver los ratones con mi queso?

Matias se quedó atónito.

—¿Que qué tiene que ver? Oye, si son ratones…

—¡Qué ratones ni qué leches! ¿Te estás quedando conmigo o qué? —Baltazar se levantó bruscamente, con grandes gestos, irritado—. ¡Yo colgué el queso! Lo colgué, ¿entiendes? Aquí. —Señaló el lugar—. ¿Ves este gancho en el techo? —Tocó el gancho—. Até el queso y lo colgué aquí, en el gancho. ¿Cómo pretendes que los ratones hayan venido a buscar el queso, eh? ¿Cómo pretendes? Salvo que hayan sido ratones voladores…

—¡Oye, Baltazar, a ver si te aclaras un poco!

—¿Aclararme? ¿Yo?

—¡Sí, aclararte esa cabeza! ¿No sabes acaso que los ratones se cuelgan de los ganchos para llegar a la comida?

—¿Se cuelgan de los ganchos? ¿Los ratones? ¿De los ganchos? ¡Ve a que te zurzan!

—Te estoy diciendo que se cuelgan de todo, Baltazar. De todo. Hasta de los ganchos.

—¿Los has visto alguna vez?

—Casualmente, sí.

Baltazar lo miró con incredulidad.

—Me estás tomando el pelo.

—Te estoy diciendo que los he visto. Una vez, cuando vosotros estabais trabajando en el drenaje de las trincheras y yo volví solo de una guardia de centinela, dejé una
baguette
colgada en una bolsa a la altura del techo. Me fui a acostar y, cuando estaba a punto de dormirme, sentí a las ratas corriendo encima de mí. Pasado un rato, quise ir a mear. Encendí la vela y vi a todos los ratones colgados del pan, parecían un racimo, con las colas negras suspendidas en el aire. Al ver la luz, soltaron la
baguette
, cayeron al suelo y se escabulleron todas, pero lo cierto es que estaban colgadas allí. Fui a investigar, para seguirles la pista, y vi sus ojitos brillando en los huecos y entendí todo. Han montado un sistema de túneles en las paredes de las trincheras y se mantienen al acecho. Cuando la luz se apaga, salen y se lanzan como locas sobre la comida. Como locas. Sienten el olor y saltan de todos lados. Por tanto, con toda seguridad fueron ellas las que también se cargaron tu queso.

—¡Vaya por Dios! —exclamó Baltazar, sorprendido—. ¡Es de no creer! Es verdad que andan siempre por aquí husmeando, y por la noche, cuando la luz está apagada, aparecen más. Pero nunca imaginé que pudiesen pillar comida colgada en el aire, carajo. ¡Es impresionante!

—¡Los ratones son una mierda! —gruñó Vicente, rascándose aún las ronchas de las picaduras de las pulgas—. Tampoco sé ya dónde puedo esconder la comida. Y me quedo aquí pendiente cuando los siento andar por encima de mí durante la noche. Los más pequeños saltan, si estamos muy dormidos ni nos damos cuenta, como si tal cosa. Pero están los otros, esos gordos y bien alimentados, ¿sabéis? Ésos son realmente pesados, caramba, es difícil ignorarlos. Para colmo a veces escondo el pan debajo de la almohada, para que no se acerquen, pero los cabrones no me dejan en paz, se ponen a olerme el pelo.

—Sí, parecen nutrias —asintió Abel con expresión de saber de qué se está hablando—. ¿Os habéis fijado en que, después de los combates, los bichos están más gordos? ¿Os habéis fijado en eso, eh?

Todos se callaron y se quedaron momentáneamente cavilando en la perturbadora observación del Canijo, acompañados por el sonido de las explosiones. Matias se acordó del cadáver que había rescatado semanas antes de la Tierra de Nadie, medio comido por las ratas, y se estremeció. En aquel momento no comentó el asunto con nadie y prefería no hacerlo ahora.

—Pero ¿por qué no se emprende un exterminio de los ratones? —preguntó Vicente, también escalofriado con la idea de que los ratones se alimentasen de carne humana—. Se acabaría por fin con esta plaga…

—El comando no lo permite —respondió Baltazar—. Parece que los jefes piensan que los ratones son útiles.

—¿Utiles? ¿Los ratones? ¿Utiles para qué?

—Los tipos piensan que los ratones no dejan pudrir la carne de los muertos, son útiles para la higiene de la Avenida Afonso Costa —dijo el Viejo, proyectando la mano derecha vagamente en dirección a la Tierra de Nadie.

—¡Joder con esos tipos! —vociferó Vicente—. ¡Sólo en la mente de esos guarros de los oficiales puede brotar una idea tan repugnante! ¡Cabrones de mierda! ¡Cerdos endemoniados! ¿Y qué dirían ellos si les tirásemos unas ratas famélicas en su cabeza, eh? ¿No sería útil también para la higiene de las trincheras? Tal vez sería ideal: ¡nos libraríamos de una vez por todas de esa cáfila de parásitos y maricones y nos iríamos todos a casa! —Era en los momentos de irritación cuando Vicente se atropellaba más al hablar y más sílabas se tragaba—. ¡La madre que los parió!

La artillería se acalló en ese momento y los soldados respiraron de alivio. Matias apoyó la Lewis en un rincón, se sacudió las manos y se levantó, decidido.

—Compañeros —dijo entonces—. Vamos a ocuparnos de la salud de los ratones.

—¿Cómo es eso de ocuparnos de su salud? —se sorprendió Baltazar.

El cabo ignoró la pregunta.

—Abel y Vicente, id afuera a buscar cuatro palas.

Los dos soldados se levantaron, sin entender nada, se colgaron las máscaras antigás al cuello, no fuese justo a pasar algo, y salieron del refugio para cumplir la orden. Matias se acuclilló junto a las provisiones, sacó una lata de
corned-beef
y la abrió. Los soldados regresaron, mientras tanto, con las cuatro palas y se quedaron aguardando instrucciones. El cabo cogió dos palas, mantuvo una en la mano y le entregó la otra a Baltazar. Enseguida, desparramó un poco de
corned-beef
por el suelo húmedo del refugio y miró a sus hombres.

—Vamos a apagar la luz. Cuando los bichos aparezcan y vengan aquí a manducar la carne, en cuanto les dé la orden empezamos a darles con las palas. ¿Entendido?

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