—Bien, que vengan ésos.
Afonso pasó dos días sumergido en una nerviosa actividad, preparando con detalle la patrulla en la Tierra de Nadie. La mañana del 2 de marzo, un mensajero fue a llamarlo y el capitán se presentó en el cuartel general de la 2ª División, en La Gorgue, donde mandaron que se sentase en una silla junto a la entrada. Se quedó cuatro horas esperando, sin que nadie le diese ninguna explicación. Hacia la una de la tarde, Eugénio Mardel irrumpió apresuradamente en el edificio, Afonso se incorporó de inmediato y se cuadró. El teniente coronel soltó un gruñido malhumorado y le hizo una seña con la cabeza para que lo siguiese. Recorrió el pasillo en silencio, entró en el despacho y se dejó caer pesadamente en su silla. Suspiró y se quedó aguardando a que Afonso se sentase.
—¿Se ha enterado ya del desastre de esta mañana? —le preguntó por fin, con expresión cansada.
—No, mi teniente coronel —se sorprendió Afonso—. ¿Qué ocurrió?
—Los boches hicieron un
raid
en Neuve Chapelle y las cosas acabaron mal. —Sacudió la cabeza con desánimo—. Se nos echaron encima con todo: artillería, gases, morteros, ametralladoras. Después asaltaron nuestras posiciones en Chapigny en oleadas sucesivas, ocuparon la primera línea, llegaron a las líneas de soporte y anduvieron paseándose por allí durante dos horas, hasta que nuestra artillería los obligó a retirarse.
—¿Sufrimos muchas bajas?
—Muchas. —Su cabeza se movió asintiendo—. Muchas. Hemos perdido más de cien hombres.
—¡Mierda!
—Los tipos atacaron la Infantería 4, de Faro, y la Infantería 17, de Beja. Se habla incluso de ciento cincuenta bajas, entre muertos, heridos y prisioneros.—Hizo una pausa—. ¡Es realmente un desastre!
Afonso miró el mapa de las trincheras, colgado en la pared del puesto.
—Conozco bien Chapigny. Ya he estado en Dreadnought Post y en el Grants Posts, incluso atrás.
—He pasado la mañana en una reunión del comando para analizar la situación y discutir las opciones que tenemos —dijo Mardel, como si no hubiese escuchado a Afonso—. Tengo buenas y malas noticias para usted. ¿Cuáles quiere oír primero?
El capitán hizo una mueca nerviosa con la boca.
—Tal vez sea mejor empezar por las malas.
—Muy bien —asintió Mardel—. El general Simas ha estado discutiendo su
raid
con el general Tamagnini y han decidido no avanzar.
Afonso suspiró profundamente. Parecía un suspiro disgustado, hecho de desilusión y frustración, pero era en realidad un suspiro de alivio, el capitán no tenía ningunas ganas de avanzar a pecho descubierto por la Tierra de Nadie, bajo una lluvia de balas y explosiones, ni alimentaba ambiciones de grandes actos de bravura. Lo que quería era vivir, sobrevivir si fuera necesario, pero sobre todo saborear todos los momentos, deleitarse con cada instante, sólo buscaba los placeres sencillos que la vida le concedía, las pequeñeces, comer bacalao, beberse unas cervecitas, dormir en una cama de paja, amar a Agnès. El proyecto de
raid
no lo entusiasmaba, era una mera obligación de militar, un riesgo estúpido e innecesario, el capricho de un carbonero de la retaguardia que fantaseaba con hazañas gloriosas arriesgando la vida ajena. Pero no lo podía confesar. Por ello, simuló estar contrariado.
—Qué pena —lamentó con simulada satisfacción—. ¿Sabe decirme por qué razón han tomado esa decisión?
—Claro —exclamó Mardel—. Fue expedida hace días una orden del I Ejército británico poniendo en práctica un acuerdo de enero entre los Gobiernos de Portugal y de Gran Bretaña. El acuerdo prevé la disolución del CEP como cuerpo autónomo y su integración en un cuerpo del Ejército británico, que ha de ser tratado como si fuese una formación inglesa. El CEP quedará con una división en las primeras líneas y otra saldrá de descanso. Como la 1ª División está hace más tiempo en las trincheras, será ella la que quede liberada. A la luz de los acontecimientos de hoy, el comando ha decidido emprender un
raid
y, dado que la 1ª División ha de salir, el comando ha entendido que debería salir a lo grande. Frente a la elección entre un
raid
de la Infantería 8 y otro de la Infantería 21, el comando ha optado por la propuesta del 21, puesto que esa unidad pertenece a la 1ª División.
—Qué suerte han tenido esos hombres —comentó Afonso, ya relajado—. ¿De dónde es el 21?
—Es gente de Covilhă.
—Pero ¡qué suertudos! Eso se llama haber nacido con estrella.
Mardel sonrió por primera vez.
—Pero, capitán, también tengo buenas noticias para usted.
—¿Ah, sí? —exclamó. Si las malas noticias habían sido tan buenas, Afonso se quedó con la curiosidad de saber si las buenas podían ser aún mejores—. Lo escucho.
—El general Simas ha intercedido con vehemencia por usted y ha obtenido una concesión del general Tamagnini y del general Gomes da Costa.
—¿Una concesión?
—Exacto. El general Gomes da Costa ha aceptado que un pelotón del 8 sea incluido en el
raid
del 21.
—¿Cómo es eso?
—Hombre, ¿tendré acaso que explicarle todo? ¡Usted también va a participar en el
raid
, caramba! —le extendió la mano—. ¡Felicitaciones!
Agnès llegó esa noche algo diferente. Afonso estaba sentado en la cama fumando un Tagus y consumiéndose con el pensamiento de que realmente participaría en el
raid
, cuando sintió que se abría la puerta y vio entrar a la francesa. Ella llevaba un elegante jersey de punto y una chaqueta de lana azul sin cuello, abotonada por delante. Agnès sonrió débilmente, sin convicción ni espontaneidad. Sus labios esbozaron una sonrisa, pero sus ojos verdes se veían cargados de preocupación. Colocó dos sacos a la entrada, cerró la puerta y fue a darle un beso.
—
Salut, mon mignon
—lo saludó.
Afonso le devolvió distraídamente el beso y se quedó sentado en la cama viéndola dirigirse a la encimera de la cocina a preparar la cena. En circunstancias normales, él habría notado de inmediato que había algo extraño en aquel comportamiento, que ella estaba fuera de sí. Pero aquéllas no eran circunstancias normales. El capitán pasó el último mes angustiado con la perspectiva del
raid
que estaba preparando e indeciso en cuanto a lo que podría contarle. ¿Debería decirle que iba a participar en un ataque a las líneas alemanas? El mes transcurrió rápidamente, y ahora, ante la inminencia del
raid
, la angustia se hizo profunda y lo dejó ciego al mundo que lo rodeaba. El teniente coronel Mardel le reveló que se había fijado la operación para el 9 de marzo, exactamente dentro de una semana, y que tendría que integrarse para la acción con los hombres del 21. El anuncio significaba que el capitán tendría que tomar una decisión sobre qué le diría a Agnès. Pasó las últimas horas analizando la cuestión y se sentía inclinado a no contarle nada. ¿De qué serviría mortificarla con la noticia? ¿Qué ganaría con ello, a no ser una semana de ansiedad compartida? Por otro lado, consideró que tal vez aquélla fuese su última semana que pasarían juntos, tal vez no volvería a verla, y se preguntó si tendría derecho a ocultarle esa información.
Sumido en sus pensamientos, Afonso tardó en darse cuenta de que Agnès se había apoyado en la encimera presa de un llanto silencioso. Sus ojos la veían, pero el cerebro no registraba nada. Hasta que, sin esperarlo, una imagen de las lágrimas de la francesa se filtró en la complicada cadena de raciocinios que consumía su mente. El capitán se estremeció, la vio inclinada en la encimera llorando bajo, con una mano sobre la boca y los ojos cerrados, de los que brotaban delicadas gotas que se deslizaban despacio hasta el mentón. Se levantó de golpe, sorprendido y alarmado, y fue a abrazarla.
—¿Qué ocurre,
mon petit choux
?
Ella sollozó y fijó sus ojos en el suelo.
—
C'est rien, c'est rien
.
Afonso sospechó que alguien la había informado del
raid
. Le sorprendió comprobar que una información tan secreta estuviese circulando ya entre los civiles, parecía imposible, pero después se acordó de que Agnès trabajaba en el hospital, y en un hospital se sabe todo.
—Calma —le susurró al oído—. Calma.
Ella se estrechó contra el cuerpo de Afonso, que sintió cómo temblaba. La cogió en brazos y la llevó a la cama, la acostó con delicadeza y le limpió las lágrimas. Agnès estaba roja, con el semblante húmedo, los ojos verdes brillando con intensidad, más hermosa que nunca. Esbozó una sonrisa dulce, casi aliviada.
—
Merci, mon mignon
.
El capitán sintió que se derretía con el calor suave de aquellas palabras. La besó en las mejillas y en los labios húmedos, pasó sus dedos por los cabellos largos y rizados, deslizó su índice por la nariz respingona y mojada.
—Dime qué te preocupa.
Agnès se incorporó lentamente en la cama, se sentó y fijó en Afonso sus ojos cristalinos y enamorados, pero en ellos se veía también preocupación, se vislumbraba cierto recelo. Lo cogió de la mano.
—Alphonse, ¿tú me amas?
—
Bien sûr
, mi cielo.
—Pero ¿me amas realmente, Alphonse? ¿Me amas de verdad?
Afonso frunció el ceño, sorprendido por la intensidad de los sentimientos que descubría en ella.
—Claro, mi vida. ¿Qué ocurre?
—¿Me amas como un soldado que mañana me olvidará o como un hombre que nunca me dejará?
—¡Qué pregunta, mi amor! Claro que nunca te dejaré, salvo que me haya vuelto loco. Te amo con todas mis fuerzas.
—
Vraiment
?
—Sí, te amo por encima de todo, por encima de mi propio ser. Tú eres el aire que respiro, el alma que me colma, la luz que me guía, la vida que me hace vivir.
—¿Y qué va a ser de nosotros cuando acabe la guerra?
—Cuando acabe la guerra,
ma petite
, me quedaré aquí contigo. Me quedaré aquí o te llevaré conmigo. Nunca nos separaremos.
La francesa soltó un «hum, hum» con la garganta, afinando la voz.
—Alphonse —dijo.
Vaciló y dejó la frase suspendida en el aire. Se hizo un silencio.
—¿Sí?
—Alphonse —retomó Agnès—. Hoy he ido a ver al doctor Almeida.
—¿Quién?
—He ido a ver al doctor Almeida, un médico del hospital.
—Ah.
—
Je suis enceinte
.
—¿Cómo?
—Estoy embarazada.
L
os bostezos parecían contagiosos, sucediéndose unos tras otros, como en una secuencia: los hombres abrían la boca sucesivamente, aspirando el aire frío y húmedo de aquella madrugada del 9 de marzo y expeliéndolo en un largo y vaporoso suspiro. Afonso envidió el sueño de esos hombres, sólo podía bostezar así quien no tenía miedo, quien no se consumía de ansiedad, quien no iba a participar en la operación. La artillería tronaba desde hacía casi una hora, regando las posiciones enemigas, el horizonte era una imponente línea de fuego y, en pleno caos, extrañamente, había hombres bostezando. El capitán miró a su alrededor y le resultó curiosa la diferencia de postura de los soldados. Unos, junto con los camilleros de la segunda compañía de la Infantería 21, serranos de Covilha, se apoyaban perezosamente en los parapetos de Copse Trench, con los ojos soñolientos: era evidente que no iban a entrar en la Tierra de Nadie, les correspondía otra misión, los soldados iban a guardar la primera línea y a cubrir los flancos de la fuerza de ataque; los camilleros, por su parte, se quedarían asegurando la retirada de los heridos.
Sin embargo, los otros, los que integraban la fuerza de asalto, los que iban a enfrentar la muerte, se agitaban muy despiertos, nerviosos y expectantes, con los ojos danzando temerosamente en todas direcciones, las gargantas secas, la adrenalina contaminando su sangre, sin fuerza en las piernas, un temor invisible que les devoraba el ánimo debido al volcán de fuego que se extendía frente a ellos y hacia el cual iban a lanzarse. Afonso se sentía desgastado por el miedo, cansado de la espera, deseaba que todo empezase deprisa, no soportaba ya la angustia de saber que iba a combatir. Si ese momento era inevitable, pensó, que llegase cuanto antes. Miró a Matias y se sorprendió por la actitud tranquila que mantenía el cabo, parecía que sólo iba a dar un paseo hasta las líneas alemanas. El Canijo se agitaba nerviosamente, su cuerpo esmirriado se balanceaba en la penumbra como un péndulo, inquieto, con los ojos atribulados por el fulgor de la artillería, recelosos, asustados por las sucesivas detonaciones que hacían trepidar el aire, como un gorrión que temblase frente a los depredadores. Baltazar tenía los párpados cerrados, seguramente rezaba, los labios agitándose en un leve murmullo dirigido a los cielos, con la mente en los hijos que había dejado en Pitões das Júnias. El capitán giró la muñeca y consultó por enésima vez su Patek Philippe de pulsera: las agujas fosforescentes indicaban ahora las cinco menos cinco.
—Faltan cinco minutos —dijo Afonso—. Vamos a beber un trago.
Los hombres desenroscaron las cantimploras, satisfechos por ocupar la mente, por distraerse del estruendo de las explosiones y de la irritante espera. Algunos bebieron el ron en sorbos sucesivos, afanosos, dejando que algunas gotas se escapasen por la comisura de los labios y se deslizaran hasta el mentón; otros saborearon el alcohol con forzada lentitud, muy compenetrados, como si aquél fuese el último trago de sus vidas, el postrero placer antes del estertor final. A cada sorbo hacían una pausa para expeler el calor que les subía desde el vientre hacia arriba; ante el miedo aún insaciable, bebían un sorbo ardiente más.
—¡Aaaah! —exclamó Baltazar,
el Viejo
—. ¡Estupendo licor!
Se sintieron poco a poco más calmados, tranquilos y relajados, el alcohol les subió rápidamente a la cabeza y dominó su miedo, los dejó serenos, invadidos por un sentimiento de irrealidad, como si estuviesen en un sueño, el tiempo se dilató, los latidos del corazón se hicieron más pausados y algunos llegaron a esbozar una sonrisa.
—Este piscolabis es fenomenal —comentó Afonso, que le guiñó el ojo a Matias.
—¡Vamos a por ellos, mi capitán, vamos a por ellos! —repuso el enorme cabo, frotándose las manos de impaciencia, lo que más lo abrumaba era esperar—. Tenemos que hacerles pagar lo que hicieron anteayer.
Matias,
el Grande
, se refería a un
raid
que efectuaron los alemanes dos días antes sobre Neuve Chapelle y Ferme du Bois, rechazado por la Infantería 15, de Tomar, y la Infantería 22, de Portalegre. A pesar de que la operación había culminado en un fracaso para el enemigo, no les pasó inadvertido a los oficiales portugueses el hecho de que se trataba del segundo
raid
alemán en el lapso de sólo una semana, y del primero que implicó un asalto simultáneo a dos sectores portugueses.