La amante francesa (29 page)

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Authors: José Rodrigues dos Santos

Tags: #Bélica, Romántica

BOOK: La amante francesa
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—¿Y qué dicen los periódicos?

—Que estamos ganando.

—No se puede creer siempre en los periódicos…

Agnès se sorprendió.

—¿Estamos perdiendo?

—No, no ganamos ni perdemos. Estamos inmovilizados.

—Pero ¿no es verdad que el enemigo ha retrocedido hace algunos meses?

Afonso sonrió.

—Retroceder, ha retrocedido. Pero ha retrocedido por iniciativa propia, no porque los hayamos empujado nosotros.

—¿Cómo es eso? —interrumpió el barón, con la garganta templada por el
cognac
—. Si ellos retroceden, se debe a que nosotros avanzamos, nadie retrocede porque le apetece.

—Lo que ha ocurrido,
m'sieur le baron
, es que los boches construyeron unas trincheras mejores en una posición elevada, en la retaguardia de sus trincheras habituales, y después abandonaron sus posiciones y fueron a instalarse en esas trincheras. Llamamos a esas nuevas posiciones la línea Siegfried, pero parece que los boches la llaman línea Hindenburg. Sea como fuere, este retroceso significa, para la Siegfried, que han perdido unos kilómetros pero han ganado posiciones casi inexpugnables.

—Entonces, ¿no cree que vayamos a ganar la guerra?

—Para ganar la guerra es necesario que la guerra acabe —comentó el capitán con frialdad.

—¿Y ésta no va a acabar? —quiso saber Agnès.

—No da señales de que pueda acabar. Fíjese en que ya estamos a 20 de noviembre, pronto acabará 1917; por tanto, la guerra lleva ya más de tres años y las posiciones permanecen estáticas. Ni nosotros avanzamos ni ellos se mueven.

—Usted es un hombre de poca fe, por lo que veo —comentó la francesa.

—Por el contrario,
m'dame
, soy un hombre de fe.

—Pues no lo parece —observó ella—. ¿No fue en su país donde apareció, el mes pasado, la Virgen para anunciar el inminente fin de la guerra?

—Sí, ya he leído esa noticia —dijo, inclinándose para coger su cartera—. Hasta tengo aquí un periódico que me mandaron hace días con referencias a esa aparición, fíjese.

El capitán sacó de la cartera un ejemplar de
O Século
, una hoja enorme doblada en dos, es decir, con cuatro páginas, y arrugada por el cartero, pero perfectamente legible. El periódico era del lunes 15 de octubre, es decir, de treinta y cinco días antes. Las dos columnas del lado derecho de la primera página estaban ocupadas, de arriba abajo, por un texto dedicado al tema, cuyo antetítulo anunciaba en caja alta: «¡COSAS ASOMBROSAS!». Su título aludía a: «Cómo el sol se movió al mediodía en Fátima». El subtítulo era largo: «Las apariciones de la Virgen. En qué consistió la señal del Cielo. Varios miles de personas afirman que se produjo un milagro. La guerra y la paz».

Agnès se inclinó para ver mejor el periódico.

—¿Quiénes son? —preguntó, señalando una gran fotografía que, por encima del texto, mostraba a tres niños con los ojos fijos en la imagen, dos chicas de falda ancha y pañuelo en la cabeza que flanqueaban a un chico con una gorra, detrás de un muro de piedra.

—Son los niños que dicen haber hablado con la Virgen —explicó Afonso y, leyendo el pie de la foto, los identificó moviendo el dedo de izquierda a derecha—. Ésta se llama Lucia, éste es Francisco y ésta es Jacinta.

La francesa miró fascinada la imagen.

—¿Y qué vieron exactamente?

El capitán se puso a leer el texto, momentáneamente silencioso.

—Bien, el reportero comienza describiendo cómo llegó a la gándara de Fátima, diciendo que vio allí a mucha gente y que todos estaban rezando —dijo, explicando el texto que acababa de leer. Hizo una pausa más mientras leía los párrafos siguientes—. Comenzó a llover y los tres niños llegaron al lugar media hora antes de la anunciada aparición, los fieles se arrodillaron en el barro a su paso, y una de las niñas, Lucia, les pidió que cerrasen los paraguas. —Nueva pausa para leer—. El reportero dice que, a la hora esperada, el cielo comenzó de repente a clarear, la lluvia amainó y salió el sol. —Aún una pausa más—. Esto es muy interesante, escuchen —exclamó Afonso, que se puso a traducir el texto palabra a palabra, en voz alta—: «El astro recuerda una placa de plata mate y es posible mirar el disco sin el menor esfuerzo. No quema, no ciega. Se diría que se está produciendo un eclipse. Pero he ahí que se oye una sonora exclamación y a los espectadores más próximos que gritan: "¡Milagro, milagro! ¡Maravilla, maravilla!". Ante los ojos deslumbrados de aquella gente, cuya actitud nos transporta a los tiempos bíblicos y que, pálida de asombro, con la cabeza descubierta, encara el azul, el Sol tembló, el Sol tuvo movimientos bruscos nunca vistos, fuera de todas las leyes cósmicas: el Sol "bailó", según la típica expresión de los campesinos». —Afonso levantó la cabeza del periódico—. Interesante, ¿no?

—Oui
—dijo Agnès, fascinada, mirando la fotografía de los tres niños en la primera página—. ¿No dice nada más?

El portugués retomó la lectura silenciosa del periódico y resumió su contenido.

—Dice aquí que el reportero habló con las personas y no todo el mundo estaba de acuerdo con lo que todos acababan de presenciar. La mayoría confirma haber visto bailar al Sol, pero otros aseguraron haber observado el rostro de la propia Virgen y que el Sol giró sobre sí mismo como una rueda de fuegos artificiales, bajando del punto donde se encontraba. Y unos pocos aseguran que hasta lo vieron cambiar de color.

—Ilusión óptica —comentó el barón Redier con una sonrisa condescendiente.

—Es posible —asintió Afonso.

—No digan disparates —comentó Agnès—. ¿Y los niños?

El capitán leyó un poco más.

—Lo esencial está en esta frase que les voy a traducir —indicó—: «Lucia, la que habla con la Virgen, anuncia con gestos teatrales, en brazos de un hombre que la lleva de grupo en grupo, que terminará la guerra y que nuestros soldados regresarán».

Cuando Afonso levantó la cabeza, vio a Agnès recostarse serena en la mecedora.

—Entonces, es verdad —dijo ella—. La guerra va a acabar.

—Eso lo dice el periódico.

—¿Y no lo cree?

—¿Que la guerra va a acabar? —se sorprendió el barón Redier, uniéndose a la conversación—. ¿Cómo no va a creer en eso? ¡También yo! Aunque sea dentro de cien años, está claro que va a acabar.

—No seas tonto, Jacques, la profecía dice que la guerra acabará pronto.

—No fue eso, en rigor, lo que nuestro invitado ha leído en el periódico —dijo el barón, señalando O
Século
—. Lo que ahí escriben, por lo visto, es que la guerra terminará. Pero, la verdad sea dicha, no me parece una profecía muy difícil de hacer, es evidente que la guerra, tarde o temprano, va a terminar. Hasta yo puedo prever eso. Lo importante es saber cuándo, y eso ya no se atreven a profetizarlo esos impostores fanáticos.

—Se supone, por el contexto de la frase, que será muy pronto. ¿No cree en eso, Alphonse?

—Bien, me gustaría que fuese verdad…

—Pero ¿lo cree o no lo cree?

—No sé qué pensar —titubeó Afonso—. Ojalá fuese verdad.

—Eso es pura fantasía. —El barón se rio—. Vivimos tiempos difíciles y es en momentos así cuando surgen profetas, milagros, supercherías que señalan el camino de la salvación. Los mensajes mesiánicos son normales en estos periodos de angustia e incertidumbre.

—¿Le parece? —preguntó el capitán.

—Estoy seguro —aseveró el anfitrión—. Va a ver cómo la guerra no acabará inmediatamente y que, dentro de un tiempo, nadie va a volver a hablar de esos niños.

Agnès lo miró con irritación. Después de un breve instante de mirada de enfado, suspiró y se volvió hacia Afonso.

—Jacques es ateo —explicó—. Es peor que Robespierre. Fíjese en que también le quita importancia a Lourdes.

—Ah —exclamó Afonso, nada sorprendido.

—¿Usted sabe lo que ocurrió en Lourdes?

—Naturalmente —asintió el capitán—. Tal como en Fátima el mes pasado, la Virgen se le apareció, en una gruta de Lourdes, a una niña…

—Bernardette Soubirous.

—Exacto. La primera aparición fue en 1858, hace ya casi sesenta años.

—Oh la la
! —se asombró la hermosa baronesa—. Hasta sabe el año.

—Le dije que era un hombre de fe —sonrió Afonso.

—¡Supercherías! —intervino el barón, siempre escéptico, meneando la cabeza.

—Tuve una vez un profesor en la facultad que era tan antirreligioso como mi marido —dijo Agnès con una sonrisa—. Era el profesor de Anatomía, se llamaba Bridoux. Él decía que la religión era la enemiga de la ciencia. —Miró a Afonso—. ¿Usted piensa lo mismo, Alphonse?

—Sí, hasta cierto punto puede ser verdad —asintió Afonso—. ¿Sabe?, tanto la religión como la ciencia ofrecen explicaciones para el mundo, pero el problema es que esas explicaciones compiten entre sí. Para que una sea verdadera, la otra tiene que ser falsa. Por eso la religión siempre ha hecho todo lo posible para desacreditar a la ciencia, y por ello la ciencia hace ahora lo mismo con la religión. Hay, sin embargo, una hipótesis que nadie ha planteado aún y que entiendo que merece ser analizada.

—¿Cuál es?

—La posibilidad de que las dos estén diciendo la verdad, aunque complementándose la una con la otra, enunciando verdades diferentes. ¿Se ha fijado en que no es posible demostrar científicamente la existencia de Dios, pero tampoco es posible demostrar lo contrario?

—Es un hecho.

—Los filósofos ateos afirman que proyectamos en una entidad divina nuestras propias características, lo que significa que Dios es una mera creación humana.

—¿Quién ha dicho eso?

—Oh, varios filósofos. Qué sé yo: Schopenhauer, Hegel, Feuerbach…

—Todos alemanes. —Agnès se rio—. Sólo por eso los boches merecen perder la guerra.

Afonso sonrió.

—Me doy cuenta de que esas ideas le parecen una herejía.

—No, no por eso, sólo estaba bromeando. Creo incluso que esa tesis merece atención.

—Es lo que yo pienso. Pero la verdad es que, si, por un lado, el hombre ha creado a Dios a su imagen, por otro se plantea la cuestión de saber quién ha creado al hombre. O, más importante aún, ¿quién ha creado todo lo que nos rodea, quién ha creado el universo? ¿Acaso las cosas surgieron sin ninguna razón, el universo apareció por aparecer, sin más ni más?

—Estoy de acuerdo con usted —dijo Agnès, estimulada por este pensamiento—. Tal vez la religión y la ciencia compartan la verdad, ésa es una hipótesis fascinante.

—Mi idea va más allá de eso,
m'dame
, mi idea es que no hay una única verdad. Nietzsche decía que no hay hechos, sólo interpretaciones, lo que es verdad desde el punto de vista del ser humano. Es irrefutable que existe una realidad, aquello que Kant llamaba «la cosa en sí», el noúmeno. Pero, como el propio Kant destacó, nosotros no vemos la cosa en sí, sólo vemos sus manifestaciones. Es decir, interpretamos lo real. —Miró a su alrededor y vio una fotografía enmarcada en la pared, el barón montado a caballo, con una escopeta en bandolera y rodeado de perros, una escena de cacería en Compiègne. Afonso señaló la imagen—. Es un poco como aquella fotografía, ¿lo ve? Ése no es el señor barón sino una imagen suya. ¿Se da cuenta? La fotografía no es lo real, es una representación de lo real, construida a partir de un ángulo, con determinados filtros y según un determinado código arbitrario. Así como la fotografía reconstruye lo real, poniéndolo en blanco y negro, por ejemplo, nosotros también lo reconstruimos. Ya Kierkegaard había observado que todo lo que existe es algo exclusivamente individual. Es decir, ponemos algo de nosotros mismos cuando interpretamos la realidad; por ello nuestra verdad es diferente de la verdad de otras personas.

—Por lo tanto, no hay verdad. ¿Es eso?

—No, claro que hay verdad, claro que la hay. Pero hay muchas verdades. Lo real es uno, aunque inalcanzable en su plenitud. Las verdades son múltiples, dado que son interpretaciones individuales de lo real. Yo sé que parece complicado, pero…

—No, no, lo estoy entendiendo muy bien, es realmente una idea interesante.

—Mire, yo creo que ésta es la única manera de establecer que ambas, la religión y la ciencia, pueden estar diciendo una verdad —concluyó el capitán—. Lo real es uno, pero cada uno de estos discursos, el religioso y el científico, presenta una interpretación individual de lo real. Las dos pueden incluso ser contradictorias y, paradójicamente, seguir siendo verdaderas.

Se hizo silencio, sólo roto por el sonido de las crepitaciones de la madera ardiendo en la chimenea. Las sombras de la lumbre danzaban por la sala, las chispas daban saltos y bailaban en el aire como luciérnagas nerviosas. Todos miraban el fuego, Afonso con una sonrisa de íntima satisfacción. Desde los tiempos del padre Nunes, en el seminario, y de Trindade,
el Mocoso
, en la Escuela del Ejército, no había vuelto a hablar de filosofía con nadie. Era un placer inmenso estar haciéndolo ahora, por primera vez en tanto tiempo, en aquel rincón perdido de Francia, para colmo con una mujer lindísima. Se preguntó si alguna vez llegaría a hablar de cosas tan profundas y apasionantes con una portuguesa, pero tenía muchas dudas, no se imaginaba conversando sobre Hegel con Carolina. Esa sola comparación lo llenó de admiración por Agnès.

La francesa, a su vez, tenía también la mente concentrada en Afonso, en las palabras que pronunciaba, en su manera ágil de razonar. Era la primera vez desde el noviazgo con Serge que mantenía una conversación tan interesante con alguien, un diálogo que la liberaba de aquellas cuatro paredes castradoras y, trasponiendo una maravillosa ventana imaginaria, la lanzaba intrépidamente en un viaje hecho de encantamiento y magia, un deslumbrante periplo por el inspirador mundo de las ideas, un universo rico, pleno de pensamientos audaces, de novedades palpitantes, de revelaciones sorprendentes. Se acordaba de haber tenido esa sensación cuando visitó la Exposición Universal de París o cuando su padre le enseñó los secretos del vino. También vivió las mismas emociones de descubrimiento al asistir a las clases de Medicina y en el momento en que conoció a Serge y su visión sublime del mundo de las artes. Ahora llegaba este capitán portugués a despertarle esos sentimientos, ese gusto por el conocimiento, por el análisis, y Agnès deseó ardientemente quedarse allí toda la noche descubriéndolo.

Tal vez presintiendo que una perturbadora química nacía entre el oficial y su mujer, el barón decidió poner un fin abrupto a la velada. Bebió de un trago todo el
cognac
y se levantó con vigor.

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