—Disculpa, pero hubo siete menciones y dos promociones por el valor demostrado en el combate —recordó Afonso.
—Sí —interrumpió Mascarenhas, cargado de ironía—. Y un oficial y tres soldados fueron castigados con prisión correccional; además, otro oficial fue amonestado. Debe de haber sido por su valentía.
Afonso se quedó callado y bebió las últimas gotas de su oporto. Se hizo un silencio embarazoso y Resende miró el reloj.
—Ya son casi las cinco de la tarde —observó el lisboeta.
Mascarenhas se puso de pie y los dos capitanes también se levantaron.
—Dentro de poco toca formación —dijo el mayor, mirando a Resende—. Aún me queda ponerlo al tanto de nuestra rutina en las trincheras y de sus funciones.
—Entonces, ¿qué voy a hacer, mi mayor? —preguntó Resende, palpándose de manera inconsciente la barriga, cuyo volumen tenía el futuro seriamente amenazado por la vida en las trincheras.
—Por el momento, será el oficial de guardia a medianoche —indicó Mascarenhas—. Tendrá que efectuar durante dos horas la ronda de los centinelas y no podrá refugiarse en ningún momento. Contará con un sargento con la misma función, pero en sentido contrario. Hay dos formaciones generales, una al amanecer y otra al anochecer. Le corresponde también preparar los informes sobre la actividad en su sector y tendrá que asegurar que sus trincheras están transitables en cualquier momento.
—Muy bien —dijo el capitán lisboeta, previendo siete días de pesadilla y dieta forzada.
—Ahora voy a llevarlo a sus aposentos y a presentarle al personal.
—¿Aposentos?
—Es un agujero más —corrigió el mayor, que atravesó la puerta y abandonó el puesto de Afonso. Se despidió de su amigo con un gesto—. Hasta luego.
Los dos oficiales de la Infantería 13 bajaron por la trinchera, camino de Ferme du Bois, y el capitán Afonso regresó a completar su informe de las tres de la tarde. Había interrumpido la elaboración del documento para «recibir» al novato y, por ello, enviaría el informe con un gran retraso. Además, era importante no olvidar la lectura de la circular 22.753. El oficial miró el reloj de la mesa y reparó en que señalaba las cinco en punto de la tarde.
E
l equipo de artilleros tenía orden de disparar tres salvas a las cinco de la tarde. A la hora exacta, los hombres cogieron una granada de doscientas noventa libras, cargaron la Howitzer, el jefe del equipo reguló por la mirilla la elevación hasta los cuarenta y tres grados y, cuando estuvo satisfecho, retrocedió.
—¡Atención!
Los hombres se taparon los oídos.
—¡Fuego!
La Howitzer dio un violento tirón hacia atrás y vomitó una lengua de fuego por el cañón chamuscado, un trueno ensordecedor llenó el aire y la granada salió disparada hacia las líneas enemigas. El proyectil se alejó con un zumbido siniestro, el silbido fue muriendo en el cielo hasta callarse, se hizo una pausa de varios segundos, una nube silenciosa se elevó del otro lado, se prolongó la pausa. Finalmente, se oyó el lejano estampido de la detonación, eran noticias traídas por el viento que confirmaban que la granada había estallado como estaba previsto. La operación se repitió dos veces, después los artilleros, que no querían estar junto al cañón cuando llegase la respuesta, se recogieron en el refugio.
No hizo falta esperar mucho. Al cabo de unos minutos, una lluvia de granadas comenzó a regar las líneas portuguesas. Los centinelas corrieron a protegerse del fuego lanzado por las Morser alemanas; hasta los observadores camuflados se acurrucaron en las fosas.
Las sucesivas detonaciones despertaron a Matias,
el Grande
, y a los restantes hombres de la Infantería 8 del sopor del sueño. La tierra temblaba y algunos trozos de barro cayeron sobre su cuerpo. El enorme nativo del Miño se incorporó en la tabla, vio una rata royendo la manta, la sacudió para ahuyentar al animal y se sentó junto a Daniel,
el Beato
, que temblaba. El refugio estaba frío y húmedo, pero aquél era un temblor nervioso, de miedo. Matias sintió también que sus manos temblequeaban y se puso la manta sobre la espalda, cuidando de que también le cubriese el resto del cuerpo. Una granada estalló cerca y el fragor de la detonación resonó como un tambor. Al temblor de las manos se añadieron los sudores fríos. La decena de hombres que se apiñaba en el refugio sufría en silencio, bañados su rostros en sudor, todos sentados mirándose unos a otros o fijando los ojos en el infinito o en las paredes embarradas del refugio. Daniel era el único con los párpados cerrados, mientras sus labios murmuraban una oración rápida y siempre repetida cuando llegaba al final, haciendo así justicia a su apodo: el Beato.
—
DiostesalveMaríallenaeresdegraciaelSeñorescontigoybenditatúeresentretodaslasmujeresybenditoeselfruto
…
Escuchando la oración que su amigo susurraba como una letanía, entre el estruendo y los zumbidos de la artillería, Matias se acordó con una sonrisa amarga de la decepción que sintió cuando llegó por primera vez a las trincheras, dos meses antes, en septiembre de 1917. Imaginaba antes que la guerra era una gran aventura, repleta de acción y emoción, y se quedó sorprendido por el volumen de trabajo rutinario y de soporífero tedio que poblaba la vida en las líneas. Gran parte del día estaba dedicado a trabajos de diversa índole. Los hombres cargaban municiones y vituallas, llenaban sacos de arena, reparaban vallas y redes de alambre de espinos, cavaban huecos, realizaban drenajes, clavaban tablas en los parapetos, reforzaban paredes, hacían limpieza, siempre con el estómago que se encogía de hambre y el cuerpo que temblaba de frío. El agotamiento era tal que Matias comenzó a concluir que hacía trabajo de siervo en condiciones de esclavo y viviendo como un hombre de las cavernas.
Cuando se produjeron los primeros bombardeos pesados fue una alegría, los lanudos parecían unos chicos traviesos, estúpidamente entusiasmados por el espectáculo prodigioso que iluminaba la noche. En aquel momento, todo sonaba a novedad, había incluso quien salía de los refugios para observar lo que sucedía, la acción parecía excitante, palpitante, tremenda, se disparaba la adrenalina, la guerra era un alucinante juego de luces, colores, sonidos y emociones fuertes. Se sentían extrañamente invulnerables, turistas en un inofensivo paseo, actores en una aventura emocionante. Matias pensaba entonces que las granadas no apuntaban a él, que las balas pasarían siempre al lado sin alcanzarlo, y se sorprendía cuando veía a los
tommies
meneando la cabeza, estupefactos ante la alegría infantil de los lanudos. Pero cuando empezó a ver morir a sus camaradas, pedazos de carne desparramados por el suelo y miembros mutilados a su alrededor, todo cambió, la muerte dejó de ser abstracta. Lo que inicialmente no parecía otra cosa que una fantasía irreal se convirtió ahora en peligro letal, dejó de ser broma y comenzó a ser pesadilla. Llegaron los temblores, el sudor, el horror, la impotencia. Matias empezó gradualmente a comprender que la guerra estaba hecha en un ochenta por ciento de tedio y rutina, en un diecinueve por ciento de frío polar, pero en un uno por ciento de puro horror, el mismo horror que en aquel momento lo paralizaba, a él y a sus compañeros. Huir de ahí estaba descartado, aunque los reglamentos militares lo permitiesen. Los refugios lo acorralaban, es cierto, pero siempre ofrecían alguna protección. Fuera, bajo la tempestad de acero y de fuego, sospechaba que no sería posible sobrevivir mucho tiempo.
—Los cabrones de los «pájaros» deberían estar aquí —rezongó Vicente,
el Manitas
, que había acabado hacía una hora la ronda de centinela e intentaba ahora apartar la atención del bombardeo pesado que continuaba en el exterior.
Vicente era el que más protestaba entre los soldados del grupo, no perdía oportunidad de flagelar a los oficiales con palabras cargadas de rabia, pero la verdad es que se limitaba a expresar de viva voz lo que otros pensaban sin decirlo. El resentimiento de los soldados con respecto a los oficiales y la multitud de militares con tareas exclusivamente burocráticas era profundo; además constituía un tema recurrente en sus conversaciones. Los soldados formaban una comunidad cerrada, unidos por una miseria extrema, tenían conciencia de ser carne de cañón y se sentían olvidados por el país y pisoteados por sus jefes.
—Tenemos que aguantar —comentó Matias lacónicamente, apretando los dientes para controlar el miedo.
—Nosotros
hundido'en
la mierda y ellos en sus refugios con camas, viviendo a lo grande en los cuarteles generales junto al fuego de la chimenea, disfrutando a tope de las juergas con las
demoiselles
, atiborrándose en los comedores con sus raciones de carne de vaca, bebiendo tinto servido en copas de cristal y durmiendo en sábanas lavadas y perfumadas —enumeró Vicente con un rictus de desprecio.
Se acercó otro lanudo, casi gateando por el suelo fangoso del refugio. Era Baltazar, un serrano de Gerês que solía estar gordo; ahora, con la piel arrugada y el pelo prematuramente canoso en las sienes, mostraba un aspecto envejecido y ya lo llamaban «el Viejo». Sintiendo una especie de comunión del miedo, que lo llevaba a buscar a los hombres que con él sufrían, decidió animar el diálogo, sazonándolo con detalles sobre las
demoiselles
, una manera eficaz de abstraer la mente del bombardeo.
—El otro día, en Saint Venant, vi incluso a una mujer saliendo del cuartel general —dijo Baltazar—. ¡Qué categoría!
Se callaron, imaginándola. Cualquier noticia sobre la aparición de mujeres causaba siempre sensación.
—¿Estaba buena? —preguntó Matias, sabiendo que el Viejo no perdía ocasión de usar la palabra «categoría», su expresión favorita desde que la oyera de boca de un oficial.
—Sabes que no soy delicado —dijo Baltazar,
el Viejo
, encogiéndose de hombros—. En mi aldea, en Pitões das Júnias, me he tirado a hembras mucho peores, con bigote y todo, ¿qué os pensáis?
—Pero ¿cómo era ella?
—Francesa o flamenca, algo pelirroja, grande y llena de carnes —describió con los ojos brillantes.
—¿Un tanque? —preguntó Matias.
—Un tanque —confirmó el serrano—. Pero se movía con una categoría…
Una sucesión de violentas detonaciones cerca de allí los hizo callar y mirar hacia la entrada del refugio. La tierra volvió a temblar y cayó más barro del techo.
—¡Joder! —soltó Vicente,
el Manitas
—. Parece que hoy no paran.
Nuevo silencio dentro del refugio, alterado por los estremecimientos y detonaciones que venían del exterior. Hasta Daniel,
el Beato
, interrumpió su oración un instante y se volvió, receloso, hacia la puerta del refugio.
—Espero que este antro aguante —dijo Baltazar con fervor, al tiempo que comprobaba la solidez de las paredes barrosas.
—¡Vamos a morir todos en esta puta guerra! —vociferó Vicente, claustrofóbico, en aquel agujero—. Tengo un presentimiento…
—Esto es un quebradero de cabeza —intervino Matias con expresión tranquila. El hombretón de Palmeira tenía la cualidad de saber ocultar el miedo tras una máscara de imperturbabilidad, sólo lo traicionaba el temblor de sus manos. Matias daba importancia al buen ambiente en el grupo y se esforzaba por calmar a sus compañeros, en especial a Vicente, que era especialmente supersticioso e impresionaba a todos con sus malos augurios—. Pero no pasará nada.
Las trepidaciones hicieron caer nuevos trozos de barro del techo. Los hombres se callaron, mirando hacia arriba con alarma, observando las tablas que sujetaban las paredes del refugio.
—¡A mí me tiembla hasta el alma! —murmuró Baltazar, angustiado.
—…
vientreJesúsruegapornosotrospecadoresahora
… —proseguía Daniel con los ojos devotamente cerrados.
Pero las paredes resistieron y, minutos más tarde, los soldados retomaron la conversación.
—Me gustaría ver a los oficiales metidos aquí —rezongó Vicente—. Cuando las cosas se ponen jodidas, se las piran todos.
—Como metidos en garlitos —observó Baltazar—. Se encierran en refugios de cemento y nosotros tenemos que aguantarnos las bombas.
Cuando empezaron a sentir verdadero horror por los bombardeos, estos momentos los dejaban sin habla y sin reacción, permanecían postrados, encogidos en los refugios, quietos e inquietos. Pero ahora ya habían aprendido a conversar, en un esfuerzo titánico por pensar en otras cosas y no prestar atención a la tormenta de fuego que en el exterior se abatía sobre las trincheras. Llegaron incluso a intentar jugar a las cartas, pero era pedir demasiado, no lograban concentrarse y desistieron enseguida, sus mentes no podían abstraerse en absoluto de la sombra de muerte que se cernía sobre ellos en aquellos penosos momentos de tronar de hierro. Las conversaciones entrecortadas, las frases dichas de un tirón y las palabras pronunciadas como si quemasen eran el límite de su esfuerzo.
—El Viejo prometió hace dos meses concedernos permiso para irnos a Portugal, pero a mí «aún no me ha tocado nada, a pesar de tener derecho» —se quejó Vicente—. Marranos.
—¿Cómo quieres que vayamos si no nos dejan ir en tren? —preguntó Baltazar.
—Es de risa —exclamó Vicente—. Nos dan permiso pero no nos dejan coger el tren. ¿Qué quiere el Viejo que hagamos aquí con los jodidos permisos? ¿Vamos a disfrutar de ellos con los boches?
El Viejo al que se referían no era Baltazar, sino el general Tamagnini Abreu, el comandante del CEP que, dos meses antes, en septiembre de 1917, había establecido un sistema de quince días de permiso para quien llevase cinco meses en campaña. El general aprovechó para autorizar a los primeros soldados a irse de licencia a Portugal. En octubre, el ministro de Guerra aumentó el tiempo de licencia a veinte días y permitió que los soldados hiciesen el viaje en tren a través de España, a falta de barcos que efectuasen la conexión, pero suspendió ese privilegio poco después. No habiendo otro medio de transporte, la prohibición de usar los trenes se tradujo, en la práctica, en la de disfrutar los permisos en Portugal. El general Tamagnini comprobó también que, de todos los soldados autorizados en septiembre a ir a Portugal a pasar dos semanas de vacaciones, ni uno solo había regresado al CEP. En noviembre se otorgó un mes más de permiso, pero, como no había barcos de transporte y el comandante del CEP sospechaba que cualquier soldado de licencia en Portugal era un soldado perdido, todo quedó en agua de borrajas. Estaban dadas las condiciones para el desorden. En las trincheras comenzó en ese momento a crecer un clima de enorme descontento entre la tropa, una sublevación aún sorda de quien se veía con la oportunidad burocrática de disfrutar de la licencia, pero que no tenía la posibilidad real de ejercer ese derecho.