—Que el oficial de enlace se comunique con la artillería —ordenó—. Que ésta bombardee las posiciones al frente del alambre de espinos en Tilleloy, delante de Mastiff Trench, para impedir que el enemigo consiga refuerzos, pero tengan cuidado de no apuntar a nuestras líneas, dado que no sabemos cuál de las Tilleloy está ocupada, si la norte o la sur.
—Sí, mi capitán.
Afonso lo miró para asegurarse de que no había equívocos.
—Sólo han entrado en Tilleloy, ¿es así?
—En Neuve Chapelle ha sido sólo en el sector de Tilleloy, mi capitán. Pero los boches están atacando con fuerza en Ferme du Bois.
—Eso es para el 13 —repuso el oficial, que hizo un gesto de despedida—. Ve allí a transmitir las instrucciones.
El telegrafista volvió apresuradamente al puesto. Afonso, impaciente, lo siguió, ansioso por tener nuevas informaciones. Cuando entró en el refugio de las señales había otra noticia, al menos ésta buena, para variar. La acción de la artillería había sido eficaz a la derecha y, en combinación con la infantería, obligó al enemigo a batirse en retirada frente a Church y Chapelle Hill, y lo mismo ocurría en Ferme du Bois. El problema era en este momento determinar lo que pasaba en Tilleloy y, ya ahora, en Punn House, el primer punto desde donde se había lanzado un cohete de SOS. Incapaz de contener más la impaciencia y la ansiedad que se había apoderado de él, Afonso hizo una señal a Joaquim para acompañarlo y bajó corriendo hasta las trincheras, con la pequeña pistola Savage en la mano, decidido a dirigir la limpieza de Tilleloy.
El capitán encontró las líneas sumidas en una total confusión. Había humo por todos lados y los hombres parecían desorientados, corriendo de aquí para allá, desordenadamente y sin rumbo ni propósito visibles, como gallinas atontadas. Al recorrer la línea, Afonso se encontró con el puesto de primeros auxilios y notó la enorme actividad que había en la puerta. Entró en el puesto y vio charcos de sangre en el suelo, hombres heridos que gemían en las camillas y otros gaseados que tosían convulsivamente, camillas sucias por debajo de los cuerpos, algunas con pedazos de carne suelta. Los médicos y los enfermeros estaban ocupados en preparar cabestrillos y empuñaban tijeras para cortar piel y músculos, uno de ellos serraba una mano destrozada.
—¿Alguien ha estado en Tilleloy o en Punn House? —preguntó Afonso sin dirigirse a nadie en particular.
Un médico bañado en sudor, con la bata blanca manchada de sangre como si fuese un carnicero, lo miró de reojo, reprobadoramente, y reanudó su trabajo. Un oficial tendido en una camilla, junto a la pared del puesto, levantó tímidamente el brazo derecho.
—Yo estuve en Punn House —dijo con voz débil.
Afonso se acercó y reconoció al teniente Cardoso, con quien había hablado dos o tres veces en el comedor y con el que había jugado unas partidas de
bridge
en el cuartel de Pópulo, en Braga. Cardoso yacía postrado en un rincón del puesto sin el brazo izquierdo, con la manga rasgada a la altura del hombro, muñón orlado de jirones y cubierto de sangre oscura y fresca, aguardando que lo tratasen y que le dieran morfina.
—¿Los alemanes están en Punn House? —preguntó Afonso, que se sentó en cuclillas junto a la camilla y fue directo a lo que le interesaba saber.
—Es probable —murmuró el herido con una mueca de dolor, la voz débil y cansada—. Cuando salimos de allí, ya habían tomado Tilleloy Sur y estaban asaltando nuestro sector. —Se detuvo para recobrar el aliento—. Fuimos bombardeados y nos cayó una granada encima, pero la gente que se escapó se quedó allá, montando una nueva posición de defensa en la línea B. —Nueva pausa para tomar aire—. El resto ya no lo sé, porque entre tanto aparecieron los camilleros y me trajeron aquí en este estado.
—Está bien. —El capitán suspiró, incorporándose y acariciando el pelo del herido—. Quédate tranquilo, todo irá bien. De aquí te vas a casa, Cardoso. Vas a mejorar.
Momentáneamente abatido por su torpe manera de consolar al herido, Afonso abandonó el puesto de la enfermería y se fue con Joaquim por la trinchera. Se cruzó con un estafetero y le ordenó que se detuviese.
—Ve al puesto de señales y entrégale al telegrafista el papel que te voy a dar —ordenó, mientras hurgaba en los bolsillos en busca de la libreta de notas.
Afonso encontró la libreta en el bolsillo de la chaqueta y se arrodilló para garrapatear un mensaje en la primera hoja, sucia con manchas de grasa. Eran instrucciones para que se suspendiese el bombardeo frente a Tilleloy Norte, que al final podría aún estar ocupado por el CEP; ordenó que se siguiese con el embate frente a Tilleloy Sur, donde, según se había confirmado, había entrado el enemigo. El capitán entregó la nota al estafetero y, sin perder más tiempo, se metió por una trinchera de comunicaciones en dirección a la línea B con la idea de acercarse a Punn House. En el camino se encontró con un grupo de cuatro hombres de mirada nerviosa, que parecían desorientados.
—¿Dónde está el oficial? —preguntó.
—No sabemos nada de él, mi capitán —respondió un soldado—. Lo hemos perdido, a él y al resto del pelotón, en medio de toda esta barahúnda.
—Vengan conmigo —ordenó.
Eran ahora seis hombres los que se dirigían al sector de Punn House. Afonso pensó que tal vez podrían compensar la diferencia, los combates también se hacen de momentos de inspiración y lo que lo inspiraba ahora era ayudar a los soldados a defender la línea y expulsar al enemigo, no quería ver a su batallón humillado en el comedor de los oficiales de la brigada ni disminuido a los ojos de los gringos. Cuando llegaron cerca de Punn House, oyeron explosiones de granadas de mano, el
pop-pop-pop
intermitente de las ametralladoras y el silbido de las balas que cruzaban el aire,
zzzuuum
. Algunas arrancaban trozos de madera de los esqueletos de los árboles carbonizados.
—Estamos cerca —avisó el capitán, que escondió el temor que le provocaban aquellos ruidos pavorosos.
El grupo se encontró con el pelotón de Punn House: Matias,
el Grande
, tumbado en el suelo con la Lewis apuntada hacia el camino que conducía a la línea del frente; varios sacos de arena amontonados deprisa casi hasta el tope del parapeto como para asegurar alguna protección; Baltazar,
el Viejo
, lo apoyaba con las municiones, mientras Vicente y Abel disparaban hacia la izquierda. En el suelo se extendía un quinto soldado, apretándose la barriga, agonizante, con la sangre que se le escurría por las comisuras de la boca.
—¿Quién está dirigiendo esto? —preguntó Afonso, que no vio a ningún oficial ni sargento en el grupo.
—Yo, mi capitán —dijo Matias, levantando los ojos de la mirilla de la Lewis.
Afonso lo observó buscando sus galones y no encontró ninguno. Era un soldado.
—¿Y por qué?
—El teniente está herido. Por su parte, el sargento se ha esfumado —explicó el soldado—. Como soy el más antiguo, asumí el mando.
Afonso consideró que no tenía sentido cuestionar la situación, los liderazgos naturales eran a veces los mejores, y optó por concentrarse en la tarea que tenía entre manos.
—¿Los boches? —preguntó.
—Están allí, en Tilleloy Sur —indicó Matias—. Tienen una ametralladora apuntada hacia aquí y hemos decidido montar en este punto una posición defensiva.
—¿Y la gente del 29?
—No lo sé, mi capitán. Deben de haber retrocedido.
—¿Han abandonado el puesto?
Matias vaciló, captando la pregunta del capitán. Tilleloy Sur, siendo un reducto que se encontraba en mal estado de conservación, tenía ocho refugios con capacidad para albergar una guarnición de cincuenta hombres. Estaba aún defendido por una posición al descubierto para ametralladora y contaba con un polvorín y un depósito de agua. Se suponía que tomar un reducto de tal calibre no era fácil.
—No lo sé, mi capitán —dijo finalmente el soldado—. El ataque ha sido duro, francamente duro.
Afonso suspiró.
—Consígame un periscopio —dijo a uno de los soldados que hacía poco había encontrado en la trinchera. Miró al herido que agonizaba en el suelo, doblado sobre el estómago—. Aproveche para llamar a los camilleros y que saquen a este hombre de aquí —añadió, volviéndose hacia el soldado que se alejaba.
El soldado desapareció. Afonso distribuyó el grupo por el lugar, puso a dos hombres para que vigilasen el sector inmediatamente enfrente, con el fin de prevenir sorpresas, y a los restantes en el lado izquierdo. El soldado regresó entre tanto con un periscopio que, a pesar de su nombre pomposo, no era más que un palo con un espejo en la punta. Afonso lo levantó por encima del parapeto para observar mejor Tilleloy Sur. Al principio no detectó ningún movimiento, pero los destellos blancos que acompañaron una ráfaga enemiga le revelaron una ametralladora alemana camuflada junto a la base de un tronco de árbol, con el cañón apuntando en su dirección.
—Joaquim —llamó.
El ordenanza se acercó.
—Mi capitán.
—¿Estás viendo ese tronco? —preguntó, mostrándole la imagen en el espejo del periscopio.
Joaquim miró y vio el tronco.
—Sí, mi capitán.
—Ve al puesto de señales y pide a la artillería que destruya el tronco —instruyó—. Cuando los cañones abran fuego, quiero que también dos Vickers disparen ininterrumpidamente sobre el tronco. ¿Entendido?
—Sí, mi capitán.
—Entonces ve deprisa antes de que ellos salgan de allí.
Joaquim echó a correr por la trinchera y desapareció en la primera curva. Afonso volvió al periscopio para observar Tilleloy Sur. Había detonaciones sucesivas de granadas incluso delante de la línea del frente: era la artillería del CEO cumpliendo con su reciente indicación e intentando aislar a los alemanes que habían entrado en la trinchera portuguesa.
Pasados unos minutos más, Afonso vio a grupos de alemanes que intentaban saltar el parapeto para regresar a las líneas enemigas.
—Capturen a esos boches —ordenó a sus hombres.
Los soldados dispararon inmediatamente las Lee-Enfield, Matias se levantó, apuntó la Lewis sobre el parapeto y, a pesar de la incomodidad de la posición y de los doce kilos de peso de la ametralladora, soltó algunas ráfagas. Los alemanes que pretendían escapar desistieron momentáneamente, asustados por la atención que habían atraído, pero la acción tuvo un precio. La ametralladora alemana escondida junto al tronco abrió fuego, las balas cayeron en la posición portuguesa, muchas silbando, algunas dando en los sacos de arena, en el barro y hasta en el parapeto; una alcanzó a Baltazar, quien cayó en el suelo agarrándose la mejilla izquierda. Los compañeros lo rodearon y comprobaron que tenía la piel rasgada junto a la oreja, una herida de la que brotó tanta sangre que, en rigor, era desproporcionada con respecto a la gravedad del daño.
Vicente,
el Manitas
, prestó los primeros auxilios a Baltazar, vendándole la herida, y Afonso aprovechó la pausa para explicar la táctica que adoptarían.
—Oigan bien —los interpeló—. Nadie se va a burlar de la gente de Braga. Cuando las granadas comiencen a caer sobre la ametralladora de los boches, avanzamos trinchera arriba y barremos todo lo que nos aparezca por delante, ¿entendido?
Los hombres asintieron con un gesto de la cabeza, pero sólo Matias,
el Grande
, parecía realmente motivado y empeñado en llevar a cabo el golpe de mano. Afonso lo intuyó y lo encaró, midiendo su corpachón enorme y su actitud resuelta.
—¿Usted quién es?
—216.
—El nombre, hombre.
—Matias Silva, mi capitán.
—Pues bien, Matias —le dijo—, usted parece tener fuerza suficiente para llevar la ametralladora por las trincheras. Recargue inmediatamente la «Luisa» y, cuando yo le diga, avance conmigo disparando ráfagas sobre los boches, ¿está claro?
—Muy bien, mi capitán.
—El resto del personal que prepare las bayonetas.
—¿Yo también, mi capitán? —preguntó Baltazar,
el Viejo
, con la mano sobre la oreja envuelta en una venda.
—Claro —repuso prontamente el capitán—. No quiero mariconerías aquí, en el 8. Que yo sepa, un arañazo en la oreja no le impide a nadie combatir.
Matias colocó un nuevo disco de balas en la Lewis, levantó la ametralladora y la apoyó verticalmente en la pared de la trinchera para que después le resultara más fácil cogerla y salir a tiros. Los otros hombres, incluido Baltazar, encajaron las bayonetas debajo del cañón de las Lee-Enfield.
Afonso volvió al periscopio y se quedó observando Tilleloy Sur. De repente, en medio del fragor de la artillería, comenzaron a alzarse nubes de humo y barro en torno al tronco donde estaba la ametralladora alemana emboscada y, acto seguido, las Vickers portuguesas abrieron fuego sobre la posición enemiga. Joaquim había comunicado bien las instrucciones de Afonso.
—Ya están neutralizando la ametralladora —dijo Afonso sin apartar los ojos del periscopio. Después de un breve instante, dejó el instrumento en el suelo y se volvió hacia los hombres—. Vamos.
Matias,
el Grande
, agarró la pesada Lewis, sus músculos macizos se tensaron por el esfuerzo, respiró hondo y se lanzó corriendo por la trinchera, sujetando el arma en ristre con sus enormes brazos, mientras Afonso avanzaba junto a él con la pistola en una mano y una Mills en la otra. Llegaron a la línea del frente e inspeccionaron los dos lados, a derecha y a izquierda, y no vieron a nadie.
—Limpia —dijo Matias.
—Usted ahí —indicó Afonso, señalando a Baltazar—. Quédese vigilando el ala derecha para que no nos sorprendan por detrás.
Baltazar,
el Viejo
, se apostó como centinela a la derecha y los ocho hombres restantes giraron por la izquierda en dirección a Tilleloy Sur, mientras Matias seguía con la Lewis apuntada hacia delante zigzagueando por la línea.
Un bulto surgió del humo en la trinchera y el portugués no vaciló, sólo podía ser un alemán, abrió fuego con la ametralladora y derribó al bulto, los hombres del CEP siguieron más allá del cuerpo del enemigo caído en el suelo, y Matias volvió a disparar con la Lewis contra la espesa cortina de humo, donde apareció un segundo alemán que levantó las manos en señal de rendición gritando «
Kamerad
». Matias no lo dejó seguir con una nueva ráfaga, silbaban proyectiles por todas partes. En plena confusión, los alemanes pensaron que era un contraataque de gran envergadura, habían perdido momentos antes la ametralladora y oían ahora a soldados portugueses acercándose desde la posición donde se encontraban, así que saltaron todos por el parapeto, desafiaron temerariamente las granadas del CEP que alzaban penachos de humo y hierro en la Tierra de Nadie y se sumergieron entre las nubes de guerra que se cernían entre las líneas enemigas.